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viernes, noviembre 16, 2012

El baño de la tía Juana

Otro día llegó corriendo el Sergio. Le abrí la puerta, metió la cabeza como gusano, miró a todos lados y me sopló, nervioso: ¡La tía Juana se está bañando!
Corrí tras él, sin entender muy bien de qué se trataba la gran noticia. Adentro, en la casa del tío Pablo, la casa de al lado, vi arrodillados al Jorge, al  Julio y al Rigo, disputándose el ojo de la cerradura. Quise hablar. Me hicieron callar.
Era una tarde de verano en una casa fría y poco acogedora, a la que por alguna razón no parecía llegarle nunca el sol, a pesar de que sí le llegaba, debido a su disposición de oriente a poniente. Era una casa fría de alma de la que siempre emanaba un olor exclusivo, ácido, una casa en la que faltaba la mamá, ya que el Jorge y el Sergio tenían madrastra, no mamá, y vaya qué madrastra, me bastaban ciertas mañanas para darme cuenta, mañanas en las que ella les daba la frisca por nada, dos, tres, cinco minutos correazo tras correazo con increpaciones, insultos, humillaciones con su voz filuda, voz de madrastra, mientras mis primos gritaban de dolor ¡mamita linda! después de cada correazo más fuerte que el anterior, más elevadas sus voces de entrega, gritos que traspasaban los muros y me convertían en testigo involuntario de una escena de horror, dejándome sin ánimo.
Me hicieron callar y en el silencio de la habitación que daba a la puerta del baño los desplazamientos de mis cuatro primos se volvieron irreales, por la ausencia de sonido.
Cuando llegó mi turno me incliné y disparé el ojo como flecha por el hoyo de la cerradura.
La tía Juana salía de la tina de patas de león, su carne blanca se desplegaba en oleadas hacia el suelo, un manto de piel sobre otro remontando las costillas, que aun así se las ingeniaban para destacar, proféticas, en el panorama de su torso. Mantenía puestos sus lentes poto de botella que miraban hacia ninguna parte; sus canas lacias le mojaban los hombros y el rayo de sol que caía desde el tragaluz hacía brillar sus tetas de casi noventa años y una mancha de pelos blancos debajo del ombligo nunca antes vista por mí en cuerpo alguno de mujer; resplandecían las tetas contra el fondo verdoso de la pared y rebotaba su brillo contra la negra baldosa. La tía Juana era sorda, baja y delgada. Desnuda, provocaba un efecto feroz a la vista.
Me retiré casi al instante. Constaté con pavor que los cuatro se peleaban mi lugar.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Decripitud y femenidad, una mezcla aterradora para los ojos de un niño, pero aun me impresionó más el maltrato de la madastra.
un abrazo