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miércoles, noviembre 28, 2012

El clásico

Cuando el Sergio y el Jorge me dijeron que donde la Mercedita se podía fumar, quedé descolocado y se me aceleró el corazón. Éramos demasiado chicos para fumar sin prohibiciones, de hecho yo aún no había cumplido los diez años y estaba lejos -midiendo el tiempo como se mide a esa edad- de adquirir el vicio del cigarrillo, que me tuvo atrapado en sus garras durante 20 años. De allí que me resultara increíble el panorama que se me desplegaba para esos días de ocaso de las vacaciones veraniegas en La Punta de Codegua. Por absurdo y por fascinante.
La Punta no era lo mismo que Codegua. Mientras Codegua quedaba para un lado, La Punta quedaba para la punta. Esa era la diferencia. En lo demás era todo igual. Casas de adobe y campesinos humildes viviendo de sus siembras, días calurosos destinados a sacar moras del camino polvoriento y sauces llorones sobre el arroyo de aguas verdosas. Me olvidaba del cigarrillo, que hacía la verdadera diferencia.
Fumábamos a nuestras anchas, tendidos en el trébol, sentados a la orilla del camino, dentro y fuera de la casa de la Mercedita, en el día, en la tarde y en la noche. Antes de dormirnos echábamos una buena calada. Al segundo día amanecí con la boca agria y ya no me dieron tantas ganas de fumar, pero el instinto de libertad, de desahogo, me llamaba a hacerlo. Y lo hacía.
La Mercedita nos miraba y se reía. Pensaría qué sentirán estos cabros chicos fumando, pero no exteriorizaba su pensamiento, sólo lo dejaba traslucir a través de su mirada liviana, ingenua, de campo. A Pascualito, su marido, no se le veía en todo el día. Trabajaba de sol a sol y cuando llegaba por la noche ya estábamos durmiendo. Una mañana desperté muy temprano, a eso de las seis: Pascualito dormía en el suelo, a mi lado, sobre el piso de tierra de la pieza, hecho un ovillo, como un feto adolorido y sin chistar. La cama la ocupábamos nosotros tres y en ese momento me di cuenta de que le estábamos robando la mejor parte de su descanso y de que él se sacrificaba por sus sobrinos; antes de haberlo visto en esa postura no se me había pasado por la cabeza la idea. Pero recién ahora que escribo reparo en un detalle clave: en esencia Pascualito no debía tener problemas de cama, pues para eso estaba la que debía compartir con su esposa. Y ya que entré en ese juego le doy otra vuelta de tuerca a la idea: ¿Por qué un matrimonio tan humilde había de tener dos camas, una para cada uno? Diablos, entonces debo darle crédito al rumor que me llegó de primera fuente diez años después de esa vivencia. Estudiaba en la escuela normal José Abelardo Núñez y una compañera nacida en La Punta se rió a mandíbula batiente al mencionarle mi lejano parentesco con la Mercedita y Pascualito. "A la Mercedita la pillaron culiando en un trigal", me dijo sin ninguna diplomacia. De modo que ahí estaba la razón de las dos camas.
Pensándolo bien, Pascualito era bien poca cosa. Pobre, tímido, oprimido, resignado y sordo para más remate. Mi único recuerdo de su vida fue haberlo visto durmiendo en el suelo. Estaba en su destino ser víctima de los deseos carnales de su mujer por un varón con más méritos que él.
Mercedita y Pascualito, no se me ocurre otra forma de llamarlos.
Antes de subirnos a la micro que nos llevaría a La Punta, en el mercado de Rancagua, sentados entre gallinas vivas, melones y diarios del día, el Jorge y el Sergio compraron una cajetilla de Particulares y yo una de Ideal. Sonaba una canción de la nueva ola. A mí me gustaba más el diseño de los Ideal porque tenía los colores de Colo Colo; en cambio los Particulares se parecían a la camiseta de Palestino. Entre ambas marcas competían por los títulos de la más barata y la más mala, pero a esa edad aquel detalle no tenía la menor importancia, menos aún para quien no supiera aspirar. Nadie nos hizo ninguna pregunta al momento de la compra, de modo que echamos nuestras cajetillas en las maletas y partimos de vacaciones.
Si los recuerdos se hicieran materia serían burdos y objetivos. Adolecerían de ese brillo confuso con que los adorna el cerebro. Corregiríamos los errores, repetiríamos una y otra vez la escena y entonces, complacidos, nostálgicos o aburridos, retomaríamos la actividad interrumpida, daríamos vuelta la página, como se dice. Al menos eso me sucede al revisar fotos, videos, diarios, revistas.
Al finalizar las vacaciones nos juntamos a escuchar por la radio la final del campeonato. Se jugaba el clásico y los dos equipos iban métale y métale goles. Era la mejor "U" de todos los tiempos, con el Tanque Campos y Leonel, versus la mejor UC de todos los tiempos (descontando la del Charro Moreno), con Tito Fouillioux y Chocolito Ramírez. En el living de piso de tierra había dos sillas, un piso y una mesa blanca. La ampolleta irradiaba una luz débil y las ventanas estaban abiertas para que entrara el fresco y saliera el humo. Yo fumaba un cigarro tras otro, tenía que gastar la cajetilla, hasta que las paredes de la boca se me pelaron. El partido no terminaba nunca. De pronto abrí los ojos: habían llegado a su fin las emisiones del día y de la radio surgía un chicharreo, el Jorge y el Sergio dormían con la cara sobre la mesa al igual que yo, que acababa de despertar. Revisando Internet descubro que esa fue la noche del 16 al 17 de marzo de 1963. Universidad de Chile se coronó campeón al vencer 5 a 3 a la Católica, con dos goles del Tanque, dos de Ernesto Álvarez y uno de Leonel.
Al día siguiente, el domingo, me llegó la noticia de que mi papá había llegado a buscarnos con el tío Pablo. Estaban en la cancha de fútbol. Corrí a verlos, la cancha se había llenado de niños y mientras el tío Pablo armaba una pichanguita, mi papá les repartía helados a todos. Los niños se le acercaban y lo tironeaban a gritos, eufóricos, aprovechándose de que andaba curado. Sentí una rabia intensa. Me vio y quiso abrazarme; me ofreció un helado, que le acepté y luego arrojé al suelo. No lo hablé en toda la tarde y jugué peor que nunca.
Al anochecer volvimos todos a Rancagua, en el cacharro del tío Pablo.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Cuantas emociones en la infancia..... Transgresión, libertad, rabia, aceptación...
Un abrazo