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lunes, noviembre 12, 2012

La sonrisa de mi hermano

(Un relato futurista y melancólico)

Eternas noches en el silencio del espacio, yo y mis camaradas muertos. Sembrada cierta especie de cizaña que solo es dable imaginar en una escenografía de negrura e infinito, cometieron el pecado de confrontar sus vanidades y eso les costó la vida. Desde el invernadero de la nave adiviné la escena y me escondí, en un acto de cordura. Detenidos sus torrentes de sangre, atrapados para siempre en sus trajes de astronautas, no me sentí capaz de expulsarlos al vacío, al basural demoledor de la lluvia de aerolitos; imaginé los restos de los primeros difuntos de la Tierra arrancados a mordiscos por las hienas y sentí pudor, vergüenza de ser hombre, de modo que opté por que sus huesos descansaran en una esquina del pabellón circulatorio.
Durante el viaje de regreso sentí miedo pocas veces; me acostumbraron a ser fuerte, a  reprimir mis emociones. La lenta corrupción de sus carnes blanquecinas no me espantó como hubiese espantado a un niño, por ejemplo, o a la madre que de pronto ve a su hijo volviendo de la guerra con una bandera cubriendo su ataúd, o al débil que se angustia de los horrores que nacen de su propia mente.
En un viaje de catorce años luz los cohetes interplanetarios también experimentan sacudones, no se crean; varias veces me tocó ir a buscarlos al extremo posterior, al rincón de las ánimas, como si hubiesen intentado fugarse por el tubo de escape, es un decir. En otras ocasiones levantaban un brazo por el efecto de una curva, para todo aquello estaba preparado. Mas no para lo que vi con mis propios ojos cuando entré a la Tierra.
Los dejé en la nave, no correspondía a mi persona organizar el funeral de los titanes; el protocolo va por otro lado. Lo natural era abandonarlos por mientras a su suerte en ese nicho creado por la ciencia y la tecnología para el asombro humano.
Descendí, temeroso. Estaba solo, el Sol casi en su cénit. Nada más escudriñar el panorama retiré el casco que me cubría la cabeza y lo sostuve entre mis manos hasta que perdí el sentido. Desperté al atardecer, víctima de una agitación pulmonar. Era el aire, demasiado puro, el que me había derribado. Al recordar ese placer básico, al enfrentarme a él, al tomar conciencia como se toma conciencia de que la vida está formada por momentos y baches, los primeros efímeros los segundos eternos, al igual que el vacío que compone la materia, digo que al tomar conciencia de estar respirando aire puro, oxígeno de verdad, producido por las plantas, comencé a ver mi tierra de otra forma.
Los despojos de mis camaradas se pudrían ahora a una velocidad espantosa, me lo dio a entender la señal que llegó a mi olfato. De la nada apareció una plaga de buitres que se agolparon ante la ventanilla de la nave, picoteándola furiosos, batiendo sus alas gigantescas contra el marco, chocando entre ellos con la rabia que dan el hambre y la locura, hasta que el vidrio se hizo añicos y entraron caminando en procesión, callados, cabizbajos, como el día en que yo mismo lo hice así en la ceremonia del entierro de mi padre.
Dolían los ojos al mirar los árboles, resplandecientes, y el azul del cielo contra las blancas nubes, que se tornaron grises con el correr de los días. Un diluvio bañó las praderas, cubriendo el agua mis botas impermeables. El rayo iluminó el horizonte, surgió el fuego. Fue apagado por la lluvia y el viento, dejando una escuálida serpiente de humo que sucumbió ante los poderosos elementos. El canto de la naturaleza se hacía oír en los más diversos tonos, fuera en el desplazamiento de una oruga por un tallo o en el giro de las rocas por la pendiente desolada a raíz de un terremoto. Los desiertos relucían por las tardes mientras yo disfrutaba asombrado de la cacería organizada por las bestias; una a una iban entrando a la boca de turno que convertía todo lo tragado en bolo alimenticio, las culebras se retorcían finalmente de placer. Bajo el  manto de la selva discurrían venenos que nunca perdieron su inocencia; moría un árbol y revivía al instante, y los montes se llenaron de verdor, la nieve de las cumbres se asentó serena; los mares gobernaron limpios el destino del planeta, cada tanto saltaban de gozo las ballenas, todo aquello alcancé a ver antes de irme.
¿Cuánto tiempo estuve allí, en mi casa rediviva, el único sitio al que llamaré mi hogar? Hoy, que viajo de nuevo al infinito, completamente huérfano de todo, en incesante línea recta, calculo que habrán sido dos años, tal vez un poco más. Lo estimo por una suerte de tincada, no por los veranos que pasaron, ya que en ese tiempo me desplacé de polo a polo varias veces en mi carreta de emergencia, aturdido, buscando al Hombre, y nunca dejé de maravillarme.
Lo encontré una mañana, próximo a unas cuevas, medianamente protegido, pero antes he de reparar en dos detalles que mi rudimentaria estructura mental dejó pasar como si nada. Si era la naturaleza una fiesta del sentido, volcanes que hacían erupción de tarde en tarde y el cochayuyo pegado a las rocas soportando el embate de las olas, ¿qué había sido de nosotros, dónde estaba nuestra huella? Mi deleite inicial trocó en angustia y busqué con delirio las latas de conserva, las botellas de plástico, los alambres. Luego rascacielos y escombros, basamentos, líneas telefónicas, cementerios. Obsesionado, bibliotecas, aparatos de televisión, vehículos, aeropuertos interespaciales, robots, el Coliseo, las pirámides de Egipto, la gran muralla china.
Nada recordaba al Hombre; salvo una pequeña lámina de fierro que descubrí en mi perenne andar, un fierro plantado sobre un promontorio en una pendiente del desierto de Atacama, prueba de intelecto fabricada solamente para los miembros de la nave, de mi nave, un pedazo de metal cubierto de signos ininteligibles y un mensaje mal grabado en mi lengua materna:

bolber estreyas biajero

La civilización reducida a tres palabras y sin señal de cataclismo alguno. La Luna seguía girando alrededor de la Tierra y la Tierra alrededor del Sol; los enemigos del cielo brillaban por su ausencia, la temperatura era la misma. Nos advirtieron que a la vuelta encontraríamos sorpresas, sabíamos que a la Tierra nuestro experimento de arribar a un planeta tan remoto le llevaría cientos de traslaciones. ¡Y les traía novedades!, pero de qué vale ahondar en ese tema, no es bitácora lo actual ni diario de vida, son meros apuntes mientras me adentro en el espacio, cosas que escribo para no volverme loco.
En mi hogar había desaparecido todo rastro de civilización, sí, la más leve luz de inteligencia sucumbió bajo las aguas del océano, las arenas del desierto, las raíces de las plantas, el paso del tiempo. Y sin embargo el Hombre estaba aún allí. Y me enfrentó con temor reverencial.
-¡Salud, hermano, soy el Hombre! -le dije. Agachado en cuatro patas, quiso esconder la cabeza debajo de un brazo pero no resistió la tentación de dirigirme la mirada. Era bello y tenía ojos de cordero, conservaba la sonrisa; a su guarida corrió. Allí lo esperaban los demás, que no se atrevían a rodearme. Un hatajo humano contra el muro gastado de una cueva.
Los vi flacos y enfermos, nervudos, desgastados, temerosos. Se protegían de mi traje de astronauta en lo más oscuro; aun así se colaban rayos de sol horizontales que les daban medio a medio de la cara.
-¡Salud, hermanos, soy el Hombre!
Ellos, callados temblaban. Algunos trataron de amenazarme, mi hermano en la sonrisa los contuvo a gruñidos.
Me retiré de la cueva, caminando de espaldas; el pudor  me ordenó respeto por la dignidad de mi especie. El hombre me siguió, sus callosos pies ensangrentados; busqué un espino que nos diera sombra y estuvimos largo rato frente a frente. Encendí el traductor gestual, el grupo nos miraba desde lejos.
Era bello mi hermano, ya lo he dicho. Ante él se irguió desafiante el velo de la Historia; me entraron ganas de llorar. De sus ojos brotó una decisión tomada por la raza cientos de años atrás. Fluían sus pensamientos a borbotones, contradictorios, paternales, abiertos a la duda; se atragantaban en su mente, atascados por graves autocensuras, ilusionados de emerger de las tinieblas. Has retornado a enceguecernos -me decía-, prodigio del tiempo que fue y del tiempo que vendrá. Te adora lo más profundo de la reminiscencia, aquello que habiendo olvidado vislumbramos en cada rayo que nos cae del cielo. Henos aquí a tus hijos inocentes, rebajados de grado, peleando con las bestias el pan de cada día en desigualdad de condiciones, desprovistos de sueños. A veces, del otro lado de los montes, en las noches tempestuosas, se abren a la vista los dioses de la edad de oro, los dioses como tú; entonces cunde el terror y los ahuyentamos a gritos como hacemos con los leones hambrientos de carne humana. Voces legendarias nos advierten esas noches que la tarea mayor, ya acabada, la decisión fundamental, se la dejaron a los microbios y ellos, lo más insignificante, devoraron las marcas de la grandeza pagana. Renunciamos voluntariamente al fuego de los dioses. Las migajas, a los microbios. No había otro modo que volver al origen, retumban y disparan las arterias del trueno al seso traslúcido. Y ante tal poder nos inclinamos. Esto somos, manadas que van y vienen por la Tierra, azotadas por volcanes y tifones, devorando, devorados. Vivimos el momento, carecemos de horizontes, nos pena el hambre, padecemos males incurables, ignoramos el arte de la guerra y nuestras mentes, cada vez más puras, continúan retrocediendo hacia el estadio primigenio.
¿Había descubierto al fin el Hombre el paraíso terrenal? ¿Qué flautista hipnótico los llevó desde la cúspide de la ciencia y la razón al infernal despeñadero, mientras la nave en que viajaba yo y mis compañeros, mis compañeros muertos, les abría nuevas puertas de esperanza? ¿No había otro camino realmente, estaba al momento de comenzar nuestra misión la Tierra entera al borde del abismo por el ansia ilimitada de progreso? ¿Es que no quedaban ya energía, provisiones, ideas, números ni sueños? Quisiera haber estado allí para impedirlo. ¡Tantas guerras, tantas muertes para llegar a esto!
Los dioses anunciaron tu llegada en un carro de fuego, la profecía se ha cumplido, me decía el movimiento de sus brazos. Hubiese dado mi vida por impedirlo, pero un solo hombre es demasiado poco ante la luz. Al anochecer se tomará la decisión final, ¿te quedarás hasta entonces?, me hablaba el parpadeo de sus ojos de cordero. El dilema de mi hermano me incumbía, porque yo era su dilema. ¿Habrían de levantarse nuevas civilizaciones dedicadas a recuperar el tiempo perdido sobre la base de mi traje de astronauta? ¿Quedaría mi figura sepultada en el polvo del recuerdo de un día? La respuesta no está en nosotros, me decía su cabeza ladeada, la tendrán nuestros hijos, los eternos perseguidores de la felicidad.
Mi hermano deslizaba las uñas largas de sus manos por el traje de astronauta, sin dejar de sonreír. Le faltaban varios dientes y de sus ojos brotaban lágrimas de duelo. Lo atraje a mí y nos abrazamos debajo del espino, largo abrazo; fue como si una avispa sobrevolara sus piojosas greñas y le inyectara desde lo alto un virus de ambición. Pero yo no tenía nada que decirle que fuese comprendido; eran él y los suyos quienes me debían explicaciones: me impelieron a buscar mundos nuevos y me abandonaron a mi suerte en la negrura del espacio.
Volví a la nave; de mis camaradas sólo recuperé sus cascos, que conservé conmigo. Reparé los destrozos hechos por los buitres y cerré a presión. Desinfecté, eliminé los microbios malditos y con ellos, todo rastro interior de vida terrenal; encendí los motores y miré hacia abajo por la nueva ventanilla, riendo nervioso a carcajadas. Brillaba el fuego sobre sus caras de pavor, esa imagen la guardo para siempre, tal como ellos conservarán aquella que les regalé a sus mentes.

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