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jueves, noviembre 01, 2012

Las dos radios

Llegué a la casa de la población Rubio y entré al living. Venía de unas vacaciones en Codegua, donde unos parientes de mi papá. A él le gustaba enviarme al campo de su niñez; decía que allá la gente era  más sencilla y más sana, porque la leche se tomaba al pie de la vaca, aunque nunca se cansaba de lamentar la noche de año nuevo que pasó en ese pueblo cuando niño. "Cuando dieron las doce -no se cansaba de repetirlo- la tía Juana estaba planchando un alto de ropa. El tío Acrisio salió al patio y disparó la escopeta. Eso fue todo y después nos fuimos a acostar".
La de Codegua era una casona de adobe con parrón, higuera y sembradío. Me hicieron unas ojotas que usé durante todas las vacaciones; cuando volví a Rancagua las dejé en Codegua, porque en la ciudad era mal visto andar con ojotas.
Codegua era una sola calle de tierra y detrás de las viviendas, puro campo. En el campo se comía porotos todos los días y de postre, sandía, media para cada uno. A mí no me gustaba ir a la casucha que hacía de inodoro, porque imaginaba que me podía caer al hoyo, de modo que hacía mis necesidades debajo de la higuera y me limpiaba con sus hojas, que eran ásperas. De noche la tía Marta preparaba huevos y el aceite chisporroteaba en la paila, mientras decenas de polillas revoloteaban alrededor de la ampolleta y las moscas dormían en el techo o se apiñaban sobre el cable que remataba en el soquete. De día nos bañábamos en el estero y al atardecer abría mi maleta verde y sacaba chicles. Una prima grande que era bonita me los vio y me los compró: yo se los vendí a un quinto de su valor, según me hizo ver mi madre cuando llegó de sorpresa un domingo en la motoneta del tío Isidoro, de acompañante. Salté a sus brazos, me besó, me sentó en sus rodillas y luego me bañó en un lavatorio de arriba abajo, y la mugre me corría por las piernas. Antes de irse me preguntó por el chaleco de lana verde con cierre, recién comprado, con rayas rojas en los hombros. Lo buscamos por casi toda la casa, pero no lo hallamos por ninguna parte; lo había perdido para siempre. Cuando al atardecer el tío Isidoro accionó el pedal, echó a andar la motoneta y se llevó a mi madre a Rancagua me sentí triste, no tanto, de otro modo hoy lo recordaría claramente.
Llegué a mi casa y entré al living; mi papá me recibió, entusiasmado. Eran cerca de las cuatro de la tarde de un día de verano. Quédate ahí mismo, me ordenó mientras se dirigía al dormitorio mío y de mi hermano, ese que daba al patio con el naranjo. Allí encendió la radio y esperó que se calentara, hasta que emergió de los parlantes una canción a todo volumen. Mi extrañeza crecía. Luego volvió al living, prendió la otra radio y sintonizó la misma estación. En la casa había dos aparatos, uno más grande que el otro, naturalmente ambos a tubo.
Yo esperaba ver algo nuevo, esperaba que en cualquier momento me enseñara un objeto, un juguete, otra radio, pero a mi alrededor no había nada inusual. Mi mamá miraba desde la cocina, divertida.
¿Oyes bien, Huguito?, me dijo. Sí, le contesté, sin entender. Él iba y venía, regulando el volumen de ambas radios y ubicándose en distintos puntos de la pieza, como para vivir perfectamente la experiencia.
Suena estéreo -me aclaró- escucha.
Quise poner cara de sorprendido, pero no lo conseguí. Lo hallé rarísimo.
Él creyó que su experimento había fallado; admitió que por la mañana el estéreo se había sentido mejor. Luego trató de explicarme en qué consistía aquel sonido, impensado en esos tiempos de monofonía, onda corta y onda larga. Yo iba sintiendo lástima por él y me llenaba de una culpa pegajosa, pues intuía que mi desasosiego era hermanastro de la subestimación y del desprecio.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Que diferencia entre la perspectiva del padre y el hijo.... !qué difícil!
Un abrazo.