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martes, diciembre 11, 2012

Fama y frustración

Alzó la vista y se desanimó, hubiese preferido otras realidades. Su mundo interior era un revoltijo, las palabras dominantes eran fama y frustración, fama y frustración. Se le aparecían en todas partes, contra su voluntad. Si alimentaba esperanzas no tardaban en surgir imágenes desoladoras que las echaban por el suelo y las hacían morder el polvo de la derrota.
Fama y frustración.
Recordó a las personas que dieron su corazón por los demás y murieron felices, aquellas a las que otros vates cantaron (felices no en el momento de morir sino el resto de sus vidas). A Vargas le importaban un rábano los demás. Hasta sus hijos le estaban pareciendo hurtadores de tiempo. Pensaba en eso y se sentía aún más desdichado. ¿Qué hacer? ¿Abrir su alma al aire donde todo se oxida? ¿Calladamente entregarse de una vez a su destino de poeta fracasado?
Tuvo su vida un resplandor. Ahora le parecía que él se imaginó que estuvo iluminado. Los resplandores son visibles para el mundo; su brillo no había irradiado, se le enredó en las fibras de su cuerpo. Él sí lo sintió, pero ahora, pensándolo bien, tal vez no hubiera sido.
Si le diera por contar estas cosas en voz alta entraría de inmediato en una de dos categorías: loco o bardo, hermanos gemelos angustiados que vocean sus fantasías por el barrio cuando nadie se los pide.
Al mundo el mundo interior no le importa gran cosa; el mundo interior se da por hecho. Hablar de intimidades es majadería. Edificar, vivir el goce, extraer el ganancial, llevarse con el resto es lo que cuenta. Hasta los vates famosos siguen esa huella, Neruda y otros viviendo felices de la fama entregados a una esfera que los acoge y los admira.
Pero hubo otro tiempo de ilusiones generadas en la ausencia.
En los albores el hombre no tenía nada, luego marcharon miles de guerreros por llanuras; el poeta iba detrás contando sus hazañas; hoy el bardo cuenta sus hazañas propias en una hoja de papel, quisiera Dios que fuese así, hoy el poema es una acción, millones como él la emprenden.
Cabalgaban a lomo de caballo por las estepas del Asia Central; supieron de la espada en el vientre, vieron correr la sangre con ojos moribundos y vivieron la locura de matar al enemigo y cortarle la cabeza. No se pensaba en trascender, las cosas eran de otro modo, había que construirlo todo, partiendo por los dioses con sus grandes maravillas las iglesias que sombrean las plazas de los pueblos y en su templo hacen bombear al corazón; las iglesias con sus frescos y vitrales y era el mismo hombre aterrado, cruel, adolescente el que avanzaba; más tarde la esfera se oscureció por la tiniebla, surgieron los románticos, que lo dijeron todo, arrasando a su paso con la fama, dejándole los restos a Ferlinghetti y su adorable pandilla de bastardos.
¿Qué queda por decir que ya no se haya dicho? ¿Vale un solo verso la pena de ser bardo en la época del átomo? ¿Para qué volver la vista atrás, si el tiempo hasta hoy no se ha detenido ni anuncia que lo hará?
La fama de antaño no se niega; se formaba un remolino anónimo en torno al ídolo, que ni siquiera era de barro: era de sueños.
Mas no ha considerado Vargas que cada día hay algo nuevo bajo el sol, la vieja poesía reposa en marmóreas criptas y un alma nocturna solloza sus versos en canarias tierras, los dominios de Schubert y de Wagner. A los vates modernos les ocupan otras sensaciones, hacen como el campesino que cava en el entierro movedizo.  

viernes, diciembre 07, 2012

¿Qué será de Lucas Barrios?

Un calvo de hombros estrechos que fuma el humo saliendo de entre las enredaderas que llegaron hasta la ventana abierta del segundo piso viste polera clara al darse vuelta es una camisa y la maniobra le quita al menos diez años de vida.
Aparece un segundo actor conversan o discuten.
Es tan cansador este sistema me dan ganas de dormir y otra cosa no menos importante llega Navidad y a todos les da por cantar canciones de Navidad se va traspasando la tradición de voz en voz de Bing Crosby a Frank Sinatra de Frank Sinatra a Elvis Presley de Elvis Presley a Luis Miguel para que así cada generación tenga su representante y las cosas sigan como están si un dictador suprimiera el rito habría emoción el pueblo vibraría con el cambio de las piedras saltarían hombres armados proclamando una revuelta todos mueren.
¿Qué será de Lucas Barrios? hace tiempo que no suena.
La ventana se cerró el vidrio refleja el cielo azul ya no hay pelado ni segundo actor Evandro camina con Eneas y con pláticas varias alivian el camino por la boca del café se cuela un parroquiano seguido de otro y otra y otro gozosos del placer que se les viene encima.

martes, diciembre 04, 2012

El mundo de la Tati

Ya nos retirábamos cuando oímos un grito desgarrador surgido de la profundidad de la tierra.
-¡Cabros, sáquenme de aquí!
Era la Tati, se nos había olvidado.
Regresamos a las trincheras y entre tres la rescatamos. Salió del hoyo a duras penas y ahora sí volvimos a la casa del tío Isidoro, en el barrio El tenis, donde nos esperaban para tomar la once. La anécdota acaba allí, tal como debiera acabar este capítulo. Si la alargo es para inscribirla en un contexto; sospecho que también para aspirar a darle un sentido momentáneo a mi existencia, mientras a lo lejos se oye el silbato de un tren, sobre la mesa reposa un vaso de whisky y a unas pocas cuadras descansan los restos de mis padres, en el cementerio número 1 de Rancagua. Escribo a medianoche desde mi ciudad natal y quisiera que al hacerlo se detuviera todo, que mis recuerdos revolotearan para siempre entre los vivos y los muertos e incluso que los vivos estuvieran muertos y fuese solamente yo el hacedor de vida, lóbrega ilusión que irónicamente mató a tantos románticos.
La Tati era obesa cuando ser obeso era ser fenómeno. Hoy la mitad de los niños lo son, nadie se da vuelta para verlos, nadie murmura a sus espaldas ni se burla de ellos en las calles. La Tati, que sí era sujeto de acciones como aquellas, tenía aun así un espíritu alegre y liviano para enfrentar la vida. Jamás posó de acomplejada y si lo fue, lo vinimos a saber harto después. Esa tarde nos pidió ayuda con toda su inocencia y nosotros nos devolvimos a buscarla con la honestidad y simpleza de los niños que éramos. En las trincheras había dos bandos: los chinos y los norteamericanos. Nosotros éramos los norteamericanos y ella era los chinos. Ganamos la guerra, nos aburrimos y nos fuimos; su desesperada petición de auxilio nos devolvió a la realidad.
Por esos meses se construía una población en las cercanías de la casa del tío Isidoro y la cuadra cercada se subdividía en una innumerable cantidad de hoyos destinados a la habilitación del alcantarillado, que para nosotros eran trincheras perfectas. El tío Isidoro se había cambiado hacía poco: compró el sitio en el barrio alto de Rancagua y se hizo construir una casa única, no de población, como habría de ser la nuestra, un par de años después, y bastante cerca de la suya. Pero la del tío Isidoro era una casa demasiado pequeña. Para transitar por el pasillo había que hacerlo de lado y si era la Tati quien se nos cruzaba no cabía otra que devolverse.
Nos juntábamos tardes enteras a ver televisión. Nos gustaba ver a Don Francisco, que debutaba en la pantalla chica y salía en un trencito; pero lo que más nos gustaba eran las series extranjeras y qué decir del clásico universitario, con partidos nocturnos de fútbol en directo desde el Estadio Nacional.
Antes de eso vivíamos todos en la población Rubio. Nosotros en Bueras con Palominos, el tío Pablo al lado nuestro y el tío Isidoro, en la calle Unión Obrera. La del tío Isidoro era una casa con más sitio que la nuestra y tenía un olor especial, indefinible, que me agradaba. La casa del tío Pablo tenía en cambio un olor ácido, no desagradable pero sí... oscuro, depresivo. La nuestra no tenía olor, pensaba ingenuamente.
En la casa del tío Isidoro se hacían grandes fiestas y mientras los grandes comían, bebían y reían en la mesa nosotros sacábamos de la caja la grabadora Grundig, la echábamos a andar, improvisábamos diálogos absurdos y luego rebobinábamos la cinta para escucharnos. La impresión era intensa y desilusionante: nadie quedaba conforme con la calidad de su voz, pensábamos que había una falla en la cinta. Sin embargo, las voces de los demás se oían perfectas. Entusiasmados con la novedad, mi papá y mi mamá cantaron a dúo "Quiéreme mucho" y la tía Lila no se hizo de rogar y entonó un tema de Libertad Lamarque, con el que se identificaba:

Como un pajarito, quisiera volar...

Así eran esas noches de fiesta. Mi tío le decía cuñada a mi mamá y mi mamá lo trataba de usted. Entre los hermanos, que eran mi papá y el tío Isidoro, se trataban de tú. Las conversaciones de los hombres consistían en recordar las pillerías de su niñez y analizar la realidad pueblerina y nacional desde sus particulares puntos de vista; las mujeres se concentraban en temas del cine y en las gracias de sus niños. Mi mamá, que era la más culta del grupo, destacaba por su tino y su opinión se tomaba por definitiva. Temo que a mi papá lo miraran un poco en menos, el tío Isidoro era algo soberbio y arribista y la tía Lila dejaba traslucir a través de la inflexión de su voz un carácter salvaje. De labios carnosos, baja y curvilínea, se asemejaba a una flor sensual del campo. Con el tío Isidoro vivían peleando y reconciliándose. Tenían tres hijos: la Ángela, el Rigo y la Tati. Una tarde la Ángela viajaba a Santiago en tren y de la ventanilla vio que el tío Isidoro corría en el auto por la carretera, acompañado de una mujer. Apenas llegó a Santiago llamó a la tía Lila para acusarlo. La tía Lila lo tuvo castigado como 15 días. Lo mandaba a dormir a la casucha del perro, que quedaba en el pequeñísimo patio de la casa nueva. Cuando llegaba la hora de acostarse, el tío Isidoro se levantaba del sofá y se dirigía mansamente al patio. Entonces la Tati se echaba a llorar y nosotros con el Vitorio entendíamos que había llegado la hora de volver a nuestra casa.
El tío Isidoro se levantaba muy temprano, cerca de las cuatro de la mañana. Debía recoger los diarios que llegaban en tren a Rancagua y repartirlos desde su kiosco a todos los demás de la ciudad. La tía Lila llegaba al kiosco un poco más tarde y se pasaba el día entero allí, atendiendo. Era un kiosco más grande que los otros, por su función de distribuidor. La tía Lila atendía sentada y yo desde abajo le podía ver apenas la cara, que se asomaba hacia la calle. Fumaba echando el humo para el lado y masticaba chicles importados.
Como el kiosco les empezó a dar tantas ganancias, los juguetes de ellos eran mejores. De vez en cuando, para alguna ocasión especial, el Rigo armaba el tren eléctrico, que atravesaba prácticamente dos piezas. Era una maravilla, con carros, locomotoras, casas, estaciones, árboles, puentes, cruces. Nunca entendí la sustancia de su fascinación, pues sólo podía admirarse. El tren surcaba una línea; en sentido contrario venía otro que en el momento conveniente cruzaba hacia la línea secundaria y llegaba a su estación, donde un monito con el brazo levantado le ordenaba detenerse. Armarlo y desarmarlo tomaba horas; la distracción duraba minutos. En su casa yo prefería mil veces jugar partidos de pimpón, a pesar de que por esos días mi cabeza apenas sobresalía de la cubierta de la mesa y de que me era imposible responder una pelota que estuviera cerca de la red.
Los viernes santos el tío Isidoro acostumbraba a organizar asados, a los que nadie de mi casa asistía. Era su herético rechazo al férreo culto evangélico que pretendió imponer su mamá a sus cuatro hijos desde niños. Mi papá, que tampoco profesó jamás creencia alguna, fue sin embargo respetuoso de la religión católica de mi madre. En dicha fecha sagrada en mi casa no sólo no se comía carne, sino que había que hablar muy bajo.
Una de esas grandes fiestas nocturnas fue interrumpida por una noticia funesta: ¡El Toño se mató en la moto! Mi papá y el tío Isidoro partieron a buscarlo al camino y nosotros con el Vitorio y mi mamá volvimos a la casa. Era el hermano menor de la tía Lila, de pelo ensortijado y aire colérico. Casi 30 años después el hijo mayor del Rigo y nieto del tío Isidoro aprendía a andar en moto mientras su papá lo acompañaba de cerca en otro vehículo, cuando de una esquina apareció un auto y lo mató. Desde ese día el Rigo empezó a declinar, al tiempo cambió de trabajo y luego se le declaró una diabetes. Cada vez que regreso a Rancagua, como hoy, y le pregunto a mi tía Mireya qué es de él, me cuenta que lo ha visto pasar por Millán. "Está bien flaco, ojeroso", me comenta con un dejo de compasión.
El Rigo era serio, guapo y estudioso. Cuando entrábamos a la casa de Unión Obrera, corriendo directo al patio, generalmente lo veíamos estudiando en su pieza. Nunca comulgó mucho con su hermana mayor, la Ángela, que era un remolino, una artista de la infancia. Ella mandaba en los juegos; no le daba ni una pizca de vergüenza mostrar los calzones cuando se colgaba de las ramas de los árboles con la cabeza hacia el suelo. Jugábamos a los piratas; la Tati buscaba el mapa del tesoro y la Ángela nos hundía la espada de madera en las costillas. Cuando llegó a la adolescencia y su cuerpo adquirió las formas femeninas comenzó a sumar admiradores, atraídos por sus senos voluptuosos, el lunar en su mejilla, su talle estilizado y sobre todo su carácter frontal, rupturista, inadecuado para una ciudad provinciana y convencional como Rancagua. Cada vez que veo a Catherine Zeta-Jones me acuerdo de ella. Imagino a la actriz con el pelo más corto y se le parece mucho.
Salíamos un día del liceo con el Honeyman y el Tonyi; el hambre nos llevó a entrar al Valvanera, el local de moda de ese entonces. Ordenamos hot dogs, que se llamaban colegiales. Nos sirvió la Ángela, quien, sorteando toda norma de prudencia, había tomado ese puesto a pesar de las protestas de sus padres. Comimos, pagamos y seguimos caminando. El Honeyman, que era pesado con ganas, se permitió emitir un comentario machista sobre ella y yo, que en estas cosas siempre he sido un cobarde, no la supe defender. Dijo lo que dijo porque sabía que jamás tendría la oportunidad de acceder a ella, por edad, facha y situación. Los pololos de la Ángela eran todos hijos de ricos, altos y de apellidos extranjeros. De esas tres cualidades el Honeyman tenía el puro apellido. Recuerdo al Cristópoulos, al Fischman, pepepatos hechos y derechos. Pero le duraban poco. Una noche se peleó con uno de ellos y se tomó una botella de ron que la mandó al hospital.
El ídolo de la Ángela era Sandro, tenía su foto colgada en la pared del dormitorio. Los días de tormenta se vestía de impermeable y se perdía en las calles para recibir la lluvia y el viento. Decía que le encantaba ese clima y yo no la entendía. A mí me daban miedo los truenos y el golpeteo incesante de las puertas; subía la radio para no escuchar.
La Tati vivía haciendo dietas, pero nunca bajaba de peso. Estudió una carrera; era el tiempo de los hippies. Conoció al Franklin, un joven flaco y menudo de bigote mexicano, que la quiso a pesar de su gordura. Se retiró de la universidad  y se fueron a vivir juntos. Pero el Franklin se daba ínfulas y padecía cierto delirio de grandeza. Todos los trabajos de esfuerzo le parecían poca cosa y al final terminó haciendo nada, ambos en una población muy venida a menos de Santiago, cada vez con más hijos y menos dinero. La Ángela, fracaso tras fracaso sentimental, terminó casándose con un gerente de linaje y excelente situación. Era dos años mayor que el tío Isidoro y adoraba a la Ángela, hasta que 20 años después ella lo dejó por un director de teatro que le embolinó la perdiz. El romance con el artista bohemio duró lo que dura una estación del año y la Ángela volvió a su casa con la cola entre las piernas. Fue aceptada, pero pagó caro el precio de su ataque de romanticismo: pasó hartos meses relegada en los rincones de la aristocrática casona, recibiendo el castigo de la sociedad, que empezaba por el de sus hijos y el de su marido, hasta que el tiempo, que todo lo lima, limó también el peso y las tosquedades de su aventura. Esa vez el tío Isidoro no dijo nada: ya estaba muy afectado por la diabetes que lo llevaría a la tumba. Su figura era apenas un esbozo del hombre pujante y ambicioso que habían conocido los vecinos de Rancagua. Cansado de tanto madrugar, años antes había decidido comerse la gallina de los huevos de oro: vendió el kiosco que le dio su fortuna, sin detenerse a pensar cómo llenaría ese vacío. Las casas, el auto y los demás bienes fueron desapareciendo, la tía Lila murió de un infarto y sus últimos días los pasó donde la Tati. Cuando se murió fui al velorio, que se realizó en esa casa. El féretro ocupaba la mitad del living y alrededor se ubicaban las velas y las sillas. La Ángela estaba sentada afuera, en un patiecito, entre perros de población, mirando a ninguna parte. No me reconoció, por las pastillas que se había tomado. El Rigo la miró y comentó friamente: "Esta se va a pegar un balazo cualquier día". La Tati, siempre amable y cariñosa, me ofreció asiento; de pronto apareció con un trozo de pizza y me dijo "sírvase primo". Al bajar la cabeza para darle el primer mordisco miré al tío Isidoro, que estaba ahí mismo, al lado mío, detrás del vidrio. Estuve a punto de depositar el plato sobre el cajón, para comer más cómodo, pero justo me retornó el juicio y no lo hice. La muerte lo había enflaquecido, la pizza estaba tibia y sabrosa, la nariz se le había puesto ganchuda y larga; la palidez de su rostro y el bigote lo desmerecían; no era el tío que yo recordaba.
Años después la Tati nos contó que el Franklin se había puesto a cultivar marihuana en la casa. Alguien dio el soplo y llegó la policía.