-Estuviste bien -oyó que le decían.
Trataba de amarrarlo, pero las formas se le mezclaban y cuando volvió a separar los colores sonó una estampida como choque de trenes y el horizonte se tornó blanco en menos de medio segundo, un blanco más intenso que el foco que pendía sobre su cabeza. En medio de la profundidad le asomaba una duda: no sabía bien si estaba estirando de nuevo los brazos o si dormía plácidamente en la cama que compartía con su hermanito. Algo le ordenaba levantarse, no era de hombre quedarse dormido mientras lo observaban desde arriba; tal vez se hallaba en el quirófano y la orden era no mover un solo músculo hasta que el doctor de humita que movía los labios no completara su tarea.
De la galería surgía un murmullo melancólico. La fiesta estaba terminando y ya era hora hora de marchar a casa, alumbrados todos por esa luz menor de faroles provincianos que llevan directo a la miseria.
Él se disculpó:
-Lo tenía listo, me calzó en un descuido, pero me le hace que a la otra lo boto yo, profe...
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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