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miércoles, mayo 15, 2013

Los celos de mi padre

Mi padre era de celos enfermizos, aunque afortunadamente puedo contar sus ataques con los dedos de una mano. Desde luego el arrebato principal no lo viví, porque yo aún no había nacido. Estaban recién pololeando, mi mamá estudiaba en Santiago y la tía Olga la alojaba en su modesta casa del sector Estación Central. Ese domingo mi papá viajó a verla desde Rancagua junto a su futuro suegro, el tata Lucho, pero cometió el error infantil de almorzar y partir al estadio con el suegro. Con los años, cada vez que la anécdota se recordaba en la sobremesa, él aseguraba a quien quisiera escucharlo que había actuado así "para no despreciar la invitación de don Lucho", pero como todos sabíamos cuánto se apasionaba por el fútbol, dábamos por sentado que esa tarde no lo acompañó de mala gana. El asunto fue que mi mamá, tierna jovencita, aceptó a su vez otra invitación, la de un inocente vecino bien entrado en los cincuenta, a quien ella trataba de señor. Y así, mientras mi papá disfrutaba de la reunión doble en el Estadio Nacional, mi mamá y el señor Campos veían tres películas en el cine del barrio, con el permiso de la tía Olga.
"Cuando veníamos de vuelta vi que Sergio le estaba pegando a un poste, se llegaba a sacar sangre de los nudillos", contaba mi mamá y cundían las carcajadas, las recriminaciones y las explicaciones.
Aunque salía perdiendo, creo que en el fondo a mi papá le gustaba oír la anécdota, porque acaparaba la atención, lo que en su caso no se daba tan seguido. Lo más frecuente era que mi mamá llevara el pandero, aun sin desearlo. No había cosa que le molestara más al viejo que contestar el teléfono y decir: "Fani, para ti". Sucedía en 19 de 20 llamadas y ahora que lo medito, a mí en mi casa me pasa hoy lo mismo. Una de cada diez llamadas es para mí.
El motivo de los celos de mi padre era la inseguridad, no el morbo ni el deseo perverso de querer ser engañado. A él le gustaba planificar, gobernar como dictador y ser obedecido. Si miraba la panera quería decir que mi mamá debía prepararle el sándwich y si pasaba cierta hora y no le habían servido el té, se irritaba y lanzaba uno de esos gritos que hacían temblar la casa. Su conducta pretendía ocultar su inmensa fragilidad y detrás de ella, incluso, su extraordinaria sensibilidad, que al quedar tan cubierta, capa tras capa de rezongos, reclamos, malestares, recién podía aflorar cuando bebía o en otras contadas ocasiones.
Se sentía inseguro, se sentía menos que mi madre.
Una mañana de domingo oí una áspera discusión desde mi cama. Mi mamá debía viajar a una reunión en Santiago y mi papá no la dejaba. La discusión iba in crescendo y llegó un momento en que mi papá le cerró la puerta con llave. Yo pensaba pero por qué no la deja ir, qué tiene de malo, y al escuchar sus argumentos enlodados por los celos no podía menos que hallarlos insólitos, ridículos, y lo odiaba por eso. De pronto, en una audaz maniobra, mi mamá abrió la ventana del comedor y saltó a la calle. Yo pensé aquí va a quedar la escoba, mi papá la va a seguir o se va a matar, pero al rato lo vi tranquilo dentro de la casa y ese día transcurrió con toda normalidad, hasta que mi mamá regresó por la tarde.
Como es de suponer, esa anécdota nunca se contó en la sobremesa.

2 comentarios:

Fortunata dijo...

los celos.....infundados o no.... hay quien los sufre.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Doc:

Sus textos tienen muchos caminos hacia mi propia experiencia. Me veo en ellos...

Un abrazo,

Mentecato