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lunes, junio 24, 2013

Noche de insomnio

Era una pieza alta, así la veía entonces, hoy ya no lo es tanto. En la cama de al lado, la abueli dormía plácidamente. La cama daba a una ventana que nos traía las voces de la calle: compadres trasnochados que regresaban de un prostíbulo, borrachos ignorantes de su inmediato destino, huascazos enérgicos del conductor de la victoria a su caballo. Se podía pasar la noche entera oyendo ese canto. Fijo que cada cinco o diez minutos una de aquellas voces llenaría la calle Ibieta. Vendría de lejos, desde Maruri, se acercaría, diría un par de groserías justo frente a la ventana, otra voz le contestaría y luego ambas serían tragadas por la oscuridad. O de la nada surgirían unas pezuñas chocando contra el pavimento, sacando chispas, y hacia la nada se irían, así sentía esa noche de insomnio.
Cuando nos quedábamos con el Vitorio, que era muy seguido, porque dormir en Ibieta nos daba libertad, alegría, nos quitaba esa telaraña que nos cubría en las noches de la casa de Bueras 129, Bueras con Palominos, nuestra casa, no siempre tranquila, habitualmente confusa y angustiosa, como las casas que esconden conflictos sin resolver, al revés de Ibieta, casa de problemas más simples tras las muertes del tata Lucho y el tío Octavio, problemas como la libreta del almacenero que debía pagarse a fin de mes; decía que cuando nos quedábamos con el Vitorio, la abueli dormía plácidamente en su cama, la Mirita le hacía un espacio al Miguel y nosotros compartíamos camas con el Lucho y el Julio. Dos a la cabecera, dos a los pies.
La noche transcurrió a la velocidad del reloj despertador, lenta y demoledora. Mi mente se exigía estar despierta, ganarle una especie de guerra declarada a mi cuerpo; el tic tac me iba elevando a la categoría de héroe anónimo, segundo a segundo necesitaba demostrar la fuerza prodigiosa que ni mi hermano ni mis primos poseían. Lo haría a punta de esperar los caballos y las maldiciones de los ebrios. Mientras, reflexionaría acerca de lo que reflexionan los niños de nueve años en sus noches de insomnio, que en mi caso eran pensamientos obsesivos, libres de terror, algo mágicos, en el fondo verdades profundas intuidas y jamás vueltas a ver. Poéticamente todo esto se resumiría en un simple verso:

Yo a esa edad ya sabía

La abueli no estaba en su cama cuando vi entrar el amanecer por la ventana. Se había levantado a encender la cocina a leña. Afuera se abrían y cerraban puertas, escobas arañaban las veredas, las victorias se sucedían unas tras otras y de los borrachos no quedaba sino el recuerdo de sus bravuconadas y sus canciones de amor. En ese instante experimenté secretamente el triunfo de haber pasado por primera vez en mi vida la noche en vela, seguí pensando en eso con un orgullo no declarado, poder no compartido, cuando me levanté a jugar al patio. Con el tiempo me surgieron dudas; hoy estoy convencido de que durante un buen rato dormí profundamente.

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