Visitas de la última semana a la página

lunes, julio 08, 2013

Los dos hijos mimados

Eran dos jóvenes; vivían a pocas cuadras de distancia. Ambos, hijos adorados de sus padres. Uno estaba enfermo, el otro estaba sano. Del enfermo se decía que le quedaba poca vida. A mí me lo comentó una amiga, la Nichi, una tarde que nos juntamos en mi casa a practicar para una prueba. El joven se despidió de nosotros, muy amable y cariñoso, y se fue a su casa. Ella me dijo:
-A Juanito le queda poco tiempo. El corazón se le va a reventar porque le creció y ya lo tiene demasiado grande.
Yo ya lo sabía; mi mamá me lo había advertido años antes. Creo que él también lo sabía, pero intentaba tenderle una trampa a su destino. Mi mamá me había dicho que me cuidara, que no jugara tanto a la pelota, porque a mí me habían detectado a los ocho años una lesión mitral, la misma que le descubrieron a él; de modo que bajo esa trágica sombra yo evitaba cansarme en los partidos, misión imposible al calor del juego, predisposición que me llenaba de culpas y que terminó conformando mi estilo dentro de la cancha: mucha visión, piques rápidos y cierta complicidad con los momentos laxos, desde la banda derecha.
Juanito debía de estar bastante más enfermo que yo, porque a él ni siquiera se le ocurría jugar. Es más, había ido adquiriendo una postura de niño elegante, bien vestido, peinado a la gomina y modales refinados. Un muchacho amable y cariñoso, como lo he definido. En realidad, daba gusto hablar con él. Ese día, por ejemplo, nos había contado sus planes. Iba a estudiar leyes y se estaba esforzando en preparar la prueba, la misma que a mi amiga la hizo entrar a ingeniería y a mí, a periodismo. Todo indicaba que le iría bien, porque era estudioso y responsable. De no ser por su corazón tenía el futuro asegurado.
-¿Por qué dices eso, Nichi? Yo tengo lo mismo que él y me siento bien - le respondí.
-Ah -me dijo y no se volvió a tocar el tema, lo que me dejó sumamente preocupado. Pues si Juanito se veía alegre y tan confiado en su futuro quería decir que tal vez ignorara el grado de avance de su mal. Y si lo ignoraba era porque no se lo habían querido revelar con todas sus letras. ¿No podía pasarme a mí lo mismo? Lo único que nos diferenciaba era que yo no me peinaba a la gomina ni era tan alegre, ni tan educado, ni tan estudioso. Ni tan mimado. De todo lo anterior era esto último lo que me tranquilizaba. A los niños por algo los miman, me repetía. A él lo miman porque se va a  morir y a mí no me miman porque no me voy a morir.
Un mes después supe que había fallecido. No alcanzó a dar la prueba; jamás pisó la escuela de derecho. Sus papás le habían regalado un auto, que era como si hoy le regalaran a uno un cohete para viajar a la Luna. Era un Austin Mini usado, el sueño de todo adolescente. Juanito viajó a Puerto Montt, un viaje prácticamente de ida y vuelta. Dos mi kilómetros de un paraguazo. Al regreso llegó fatigado, tan rendido que cayó a la cama. Murió al día siguiente, acompañado por sus padres, que se culparon para siempre de haberle comprado el auto.
La mamá de Juanito era colega de la mamá del otro Juanito, del Juanito sano. Ambas acostumbraban a hablar de sus hijos mimados en los recreos de la escuela 2. Esto llegaba a mis oídos a la hora de almuerzo, de boca de mi mamá, que también enseñaba en esa escuela. De allí surgían entonces, ante la menor recaída de Juanito el enfermo, sus advertencias. Y de allí surgían también las novedades que hacían salir canas verdes  a los padres de Juanito el sano. Según mi mamá, Juanito el sano había salido deschavetado porque a sus padres los unía un lazo familiar. Dicho de otro modo, el matrimonio de sus padres fue el matrimonio de un tío con una sobrina. Por su condición de radical, el papá de Juanito el sano tenía un puestazo en el magisterio provincial y su mujer (la sobrina), que era joven, guapa y no servía para nada, había entrado por la ventana a la escuela 2. Cuando resultó obvio que no tenía la menor idea de cómo hacer una clase le fue asignada la plaza de bibliotecaria, que ocupó hasta su muerte. En esos almuerzos familiares mi mamá llegaba comentando con lástima los últimos sucesos de los dos Juanitos. Ante Juanito el enfermo su voz se recubría de compasión hacia sus padres, que día a día sentían cómo se les consumía el hijo. Ante Juanito el sano la compasión se mezclaba con un timbre de recriminación. Después de todo ellos se habían casado a sabiendas de que eran parientes, y habían tenido un hijo; ahora debían resignarse a su sino.
Dije que la mamá de Juanito el sano ocupó la plaza de bibliotecaria hasta su muerte. Pero tal circunstancia no duró mucho tiempo. Eso explica lo visiblemente alterada que llegó mi mamá una tarde a la casa.
-Sergio, se murió la Ofelia -le comentó a mi padre, atragantada con la noticia.
En efecto, la joven madre de Juanito el sano había muerto el fin de semana, víctima de la estúpida complicación de una sinusitis.
"La pus se le fue al cerebro y se lo coció. Agonizó el sábado y el domingo amaneció muerta, pobrecita", decía.
Yo me la imaginaba en una cama ancha de una pieza fría y grande de paredes de cemento, con una lámpara de velador encendida y su voz balbuceando palabras incoherentes, mientras su marido y Juanito la miraban sin hallar qué hacer.
Cada primero de noviembre se encontraban en el cementerio. La tumba de Juanito el enfermo era cubierta de flores y sus padres le rezaban una oración. A pocos metros yacía la mamá de Juanito el sano, visitada por el viudo y su hijo. El joven incorregible ya no era tema de conversación. Vagaba por las calles de Rancagua, despreciaba el trabajo, gastaba lo que no tenía y su papá le pagaba todo. Pero el padre, que ya era maduro cuando se casó, envejecía a pasos agigantados y un buen día se murió de viejo. Juanito el sano quedó solo y en pocos meses dilapidó la fortuna que recibió en su condición de único heredero. Lo último que se supo de él, y que fue el comentario de toda la ciudad, fue que, agotadas las reservas, vendió la tumba de sus padres. Trasladó sus restos a una porción de tierra seca en el cementerio de Machalí y utilizó la diferencia en su favor.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

Le leo....aunque me quede en silencio después.
Un abrazo en la distancia