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martes, agosto 13, 2013

Mañana a las 3, donde siempre

Mil noches por descubrir. Más que una realidad, una imagen; gozaba secretamente viéndose a sí mismo cruzado de piernas en el mullido sofá, charlando con sus amigos a la hora del aperitivo, con insignificantes novedades que contar, mientras de la cocina surgían deliciosos aromas y sus ojos de duende lagrimeaban de placer. A través del ventanal se podían ver, relativamente lejos y hacia abajo, los roqueríos y la espuma que salpicaba de las olas en su inútil viaje hacia la playa. El mar era una sombra plana, morada, que se unía al cielo del crepúsculo sin despertar ninguna sensación, salvo la que depara el sosiego. Nada hacía recordar al mar hambriento que ha devorado remeros, pescadores, galeras completas de uno y otro bando, poetas suicidas, avistadores confiados, al otro mar que engulle hasta la médula del hueso, eternamente insatisfecho en su sorda y fluida oscuridad, como si fuese realmente un dios antropomorfo el que habitara dentro de él. De vez en cuando Hernán se levantaba a echarle otro leño a la chimenea; Héctor rellenaba las copas y Hugo paladeaba el licor que lo iba entonando, le hacía arder la garganta y brillar sus ojos azules de duende. Todo aquello lo disfrutaba desde su sofá en una de esas tantas mil noches por descubrir, cual si otra persona fuera testigo de la escena. Y lo mejor era que le restaban aún 999 noches por vivir, 999 noches de aperitivos, regadas cenas y conversaciones frente al mar y sus roqueríos despidiendo espuma. Para un jubilado, la buena amistad, la buena mesa y el buen vivir valen mil y una noches.
Héctor dominaba la charla; hablaba sobre las bondades de la nueva casa, pero sobre todo de la pesadilla que había significado la construcción, con sus papeles, permisos y los meses y meses y meses de atraso antes de ver los planos convertidos en obra de verdad. Hernán asentía, calmadamente; Hugo les hacía ver sin embargo el acierto de su elección, evitando confesar su deseo más íntimo, que era el de apropiarse en alguna forma de ellos, aspiración que iba de la mano de otra aún mayor, inconfesable hasta para él mismo: liberarse por un rato de la tiranía de su generala.
-Aburre y desespera tanto papeleo y tanto maestro irresponsable, a mí me pasó lo mismo, fijaté, pero al final ese abismo te ha dado la razón -subrayaba, mirando las rocas, casi sintiendo la sal del mar en sus narices.
La conversación se desvió hacia los gustos musicales de Hernán, que poco interesaban al resto. Hernán esbozó una disertación sobre los estilos de Shostakovich y Stravinski, que se interrumpió cuando del reproductor de música surgió la obertura de On the town. Entonces el celular del viejo duende emitió dos pitos agudos, la característica alarma de un mensaje recibido. Lo abrió con la torpeza de una razón ya nublada por las primeras copas y la malsana curiosidad que despiertan esos aparatos en los ancianos. "Te espero mañana a las 3 donde siempre", decía la minúscula pantalla. El remitente no se encontraba registrado, era un número desconocido para él y por ende, la evidencia de que se trataba de un error, pero bastó para sacarlo por un momento de la magia de la cena con sus amigos. Las olas retumbaban a lo lejos, como timbales anunciando una sinfonía angustiosa; ya no se veían: había oscurecido.
Cuando fue invitado a pasar a la mesa Hugo notó que se le trababa la lengua, pero no le importó demasiado; pensaba que sus amigos lo acompañaban en su estado, lo que no era efectivo. Hernán apareció con una fuente de paella entre las manos y Héctor descorchó un vino que sirvió a 18 grados exactos, como lo comprobó con un termómetro. Hugo se sintió tan feliz que lo expresó en voz alta y brindó por sus amigos. Ellos le correspondieron con un brindis por su salud. Enseguida, a propósito de nada, introdujo un tema de conversación de lo más extraño: allí quedó en evidencia que el alcohol lo estaba privando del buen tino. Dijo que tal como iban las cosas por el mundo, pronto llegaría el día en que en la guerra estaría prohibido matar. Como la idea no fue comprendida exactamente se vio obligado a desarrollarla. Explicó entonces, atarantado, mezclando las palabras que salían de su boca junto con granos de arroz, que las minorías se habían alzado con el poder y que el mundo, cobarde ante esa nueva realidad, relegaba las pasiones a las mazmorras, renegaba de ellas. Los hombres se maravillaban de haber sentido, condenándose a sí mismos a untar sobre su piel una corteza de respeto.
-Es como si barriéramos la mugre bajo la alfombra -dijo.
-¿Preferías lo de antes? -inquirió Hernán, suavemente. Hugo no halló qué decir. No podía admitir la tenue bestialidad que guardaba su corazón, tenue ya que lo suyo eran palabras; jamás había sido un hombre racista ni homofóbico, ni siquiera machista: su mujer era la prueba.
-No digo eso. Lo que digo es que si los mapuches perdieron sus tierras las perdieron, y si los peruanos y los bolivianos perdieron sus tierras las perdieron, y si nosotros perdimos Laguna del desierto la perdimos.
-Explícate mejor, Hugo -intervino Héctor.
-Si todos los que pierden quieren recuperar sus tierras a la fuerza y son vencidos en su empeño, ¿matarlos está prohibido?
Héctor se sobresaltó:
-¿Matarías a los mapuches, Hugo?
-¿Y por qué no, si ellos nos están matando? ¿Vamos a permitir que nos falten el respeto unos cuantos indios apoyados por terroristas extranjeros? Ese es el triunfo de las minorías.
-Es el triunfo de la democracia y de la tolerancia, Hugo. Imagínate que volviéramos a los tiempos de la dictadura, cuando una sola mente era la dueña de la razón.
-A veces me dan ganas...
Iba a continuar, pero se detuvo. Aun en su estado intuyó que esa postura no lo llevaría a nada. No estaba en su ánimo discutir con sus amigos.
Relativamente tarde, a eso de la una y media de la madrugada, Hugo se despidió con un abrazo de sus amigos y enfiló a su propia casa, una construcción bastante más pequeña, y sin vista al mar, edificada cuando vislumbró hace cinco años que se acercaban los días del retiro. Caminó más que achispado tarareando una canción a media voz y a trastabillones, alumbrado por su infaltable linterna y por la luz pálida de la luna menguante. De lejos parecía un gnomo orejudo zigzagueando al borde de la filosa colina que lo llevaba de vuelta a su hogar. Su baja estatura le daba fuerza a esa imagen mitológica, que fácilmente pasaría por real a cualquier ojo nocturno.
Sacó el celular para mirar la hora, pero en su descuido tropezó y cayó.
Hilda se levantó inquieta y odiosa, echando pericos contra los amigotes que de nuevo estaban metiendo a su marido en la rutina del trago; tanto le había costado llevárselo a la costa, lejos de la tentación de la botella. Corrió la cortina del living y miró hacia el camino, la escasa luz irradiada desde el cielo le impedía ver más allá de cien metros y lo que alcanzó a ver no le dijo nada, de modo que volvió a la cama y trató de dormirse, hasta que sin darse cuenta lo consiguió.
Hugo despertó en medio de la noche, empapado. La comida y el alcohol le habían regalado una horrible pesadilla. Soñó que iba a la clínica para un tratamiento contra un dolor muscular y los médicos le aplicaban una inyección que lo dejaba paralítico. Al despertar, empapado de agua, entre dolores insoportables, quiso mover las manos y los pies, para convencerse de que sólo había sido un sueño. Apenas pudo dar un par de aleteos, no los suficientes como para levantarse, ni siquiera para moverse. La marea subía, ya la sentía en el cuello de la camisa que combinaba el sabor de la sangre con la espuma de las olas que reventaban en las rocas.
Ese control diario, de esposa autoritaria, que llevaba sobre la vida de su marido, más hijo que marido, ese control sobre sus hábitos y sus vicios la tenían harta. Había algo invisible en al aire que parecía burlarse de su fracaso en la misión. La revisión minuciosa de veladores, muebles y los escondites más insólitos, todo aquello se venía abajo con la simple instalación de un par de amigotes en las cercanías, así los llamaba en voz alta y Hugo callaba al escucharla, con el tino de un duende travieso, temiendo que una sola palabra lo encarcelara hasta el día siguiente entre las cuatro paredes de su casa y lo privara de esas mil noches tan ansiadas.
Avanzada la mañana, Hilda lo seguía esperando de malas ganas, sin desayuno y con la cama por hacer, sentada de manos cruzadas ante el modesto jardín y cubierta la cabeza con un sombrero blanco, alón, como una estampa de postal antigua. Ya volvería él a hacerse cargo de la limpieza y la cocina, en menudo lío lo había metido su vicio. Pero el sol llegó a su cénit, comenzó su descenso y Hugo no volvió.
De su persona solamente fue rescatado su celular, a la orilla del acantilado, que archivó la fiscalía mientras se desarrollaba la investigación. Se concluyó, sin asomo de dudas, que el hombrecito se había desbarrancado, al torcer el camino de regreso. Lo recibieron las rocas del acantilado cortado casi a pique; luego el mar se lo tragó y sus bestias le improvisaron una tumba. Se le organizó un funeral simbólico, al que no asistieron ni Héctor ni Hernán, para evitarse un insulto gratuito de parte de la viuda. Una vez que el caso se cerró el celular le fue devuelto a la mujer. Ella quiso iniciarse en ese hábito moderno, pero no se acostumbró y lo guardó en el cajón del velador. Deshizo la casa de la playa y se volvió a Santiago, al pequeño departamento que rentaba en la avenida Portugal. El arrendatario entendió los motivos y lo desocupó en el plazo legal.
Contra lo que indicaría la costumbre, para Hilda el mundo no se acabó y al poco tiempo Hugo pasó a ser sólo el recuerdo de un hombre bueno y generoso que la sacó de la soltería en el ocaso de su vida, dejándole a su presente de viuda respetable un sabor más dulce que agrio. Sin Hugo su existencia había sido austera, fría, avara como una bolsa de higos secos guardada en una caja de concheperla. Con Hugo conoció las virtudes de ser esposa o en otras palabras, el goce de la pasión del poder, del mando sobre otro ser humano como ella, y también de la derrota ante ese ser más débil; sin pensarlo así entendía el matrimonio y jamás se le cruzó por la cabeza que ese ser utilizaba sus sentidos únicamente para disfrutar de ellos. Ahora su destino había de retomar la senda natural del amor por el dinero almacenado, con el agregado de una pensión extra y de dos bienes raíces que se sumaron a los que ya disponía. Se inscribió en un club social, emprendió algunos viajes, pero en lo fundamental retornó a su vida solitaria de usurera despiadada; el corazón se le durmió de nuevo, sin pasiones ni vaivenes que lo hicieran latir más de lo conveniente; hasta su salud era de hierro.
Todos los meses entraba a la iglesia con flores y velas para San Antonio. Le pedía por el alma de Hugo y dejaba unas monedas. Se retiraba más tranquila. Ya podía seguir con sus negocios.
Si fuese cierto el proverbio aquel que dice que el destino baraja las cartas, pero es la persona  quien las juega, Hilda jugó bastante mal las suyas a partir de ese momento. Y fue un ligero detalle la causa por la que fue perdiendo uno a uno los triunfos de las manos. Una gotera en el lavaplatos.
Cuando llegó el gásfiter a reparar la falla, su ojo de cafiche vislumbró que la mujer era maleable, una dama de cera detrás de sus ojos de hierro. La conquistó en dos visitas y se fue apropiando de sus bienes sin que nadie pudiese evitarlo, ya que se trataba de un acuerdo entre las partes. Una cosa a cambio de la otra. A Hilda, que había vivido hasta ese momento para amasar fortuna, que había recurrido a la usura para aumentarla, que había despreciado a sus parientes por el temor a que le quitaran su dinero, que acumulaba el oro para experimentar la feliz agonía del avaro, a esa misma Hilda de garras que atrapaban una moneda sin valor del suelo para echarla a la alcancía, a esa misma anciana ahora no le significaban gran cosa sus bienes, pues vivía tardíamente la etapa delirante del enamoramiento, la que se nutre de pasión, desengaños, alegría incontenible, sufrimientos, espasmos e insatisfacciones. Descubría el sol en el ocaso; le imploraba a su amante que no la dejara sola y el cafiche reía a carcajadas; se arrodillaba a sus pies y el hombre la premiaba bajándose los pantalones: allí la locura de Hilda se tornaba insoportable y no era capaz de verse a sí misma haciendo el ridículo, a pesar de que el espejo del salón se lo gritaba en todos los idiomas hablados y gestuales. Se fue degradando, feliz degradación en la noche de su vida, conoció los placeres vedados de la carne, que siempre le pareció que estaban reservados a los espíritus derrochadores; sus aullidos de éxtasis parecían uñas de gato bajando por un tubo de lata y se escuchaban en el piso de arriba y el de abajo. Perdió toda vergüenza, se entregó en cuerpo y alma al cafiche que embaucaba ancianas utilizando su oficio y como es de presumir, el gásfiter le quitó lo mucho de material que poseía en pocos meses, salvo su pensión de jubilada y el montepío que le heredó Hugo, el esposo de las flores secas. Las fauces del maestro se tragaron tres casas, el departamento con sus muebles y el oro escondido en inocentes cajitas de cartón. No habiendo más se acordó de las pensiones: el malnacido le pidió un poder para facilitar las cosas y a partir del mes siguiente le administró la pensión y el montepío, condenándola a la ruina. Confinó a su amante en un asilo de mala muerte, el más barato que encontró para deshacerse de ella. Solamente le dejó su celular y si lo hizo fue por descuidado: hasta los pillos tienen defectos.
De vez en cuando, en un tiempo que se iba distanciando más y más, la llevaba a un motel para satisfacer sabe el diablo qué apetito, pues a esa altura no la precisaba para nada, ya le había sacado el jugo. Tal vez demostraba su acto que hasta los malos poseen conciencia o que el terror inmemorial a las brasas del infierno aún no desaparece del todo de las almas que habitan en la tierra. Esos días Hilda se vestía como la heroína de Sunset Boulevard, una princesa o más bien una reina apolillada; lustraba ella misma sus zapatos de taco alto y abandonaba el asilo exhibiendo en su cuello un collar de perlas falsas del brazo de su amante, que se hacía pasar por su sobrino. Volvía al atardecer, suspirando; el sobrino la conducía a su pieza y en la oscuridad ella lo besaba en los labios, beso torpe y largo, de lengua inepta que suplicaba más. Luego se quedaba irremediablemente sola.
Pasó un verano entero, con su Pascua, su año nuevo y sus vacaciones, y el amante no volvió. Entrado el otoño su mente se planteó lo que su corazón evadía y así perdió las esperanzas, no del todo, porque en ese tipo de batallas siempre gana el corazón.
Abandonada del mundo, atrapada en un cuerpo sano y arrugado que se negaba a morir, víctima de su infantilismo de vieja crédula, Hilda veía pasar los días desde su humilde pieza del asilo ubicado en la comuna de Estación Central. Sentada en la cama, no queriendo mezclarse con sus pares, contemplaba las hojas del naranjo, perennes como ella y de triste verdor como su verde tristeza. Algunos carcamales paseaban por el patio interior como osos en la jaula, de un lado a otro esperando la hora de la cena; otros dormían sentados con la boca abierta, otros mataban el tiempo alrededor de un cartón del juego de la Metrópolis, celebrando como niños los golpes de suerte que los premiaban con billetes de mentira, otros miraban al vacío sin entender por qué estaban donde estaban, uno pensaba por qué la esposa muerta no lo iba a ver, otra por qué un hombre le tomaba las manos y se hacía pasar por hijo si ella no pensaba tener hijos siendo tan chica, solamente tienen hijos los mayores.
Hilda entre ellos, bestia en corral ajeno, suspirando por su amante.
Una noche, vencida por el insomnio, manipuló el celular y sin saber cómo llegó a los mensajes. Había uno. Decía: "Te espero mañana a las 3 donde siempre". Faltó poco para que el corazón le llegara al techo. Ignorante de la tecnología, no se le pasó por la cabeza consultar ni la fecha del mensaje ni el número del que se había emitido. Para ella la frase contenía todo lo que le pedía al mundo, fue el mágico ungüento que la encendió y, cosa curiosa, la relajó. Se durmió en minutos, entre ensoñaciones y dulces fantasías. Sólo al día siguiente, y como al pasar, se preguntó por qué no la venía a buscar como otras veces, por qué no la sacaba del brazo como siempre, pero no era momento de reproches, menos cuando la ocasión se pintaba tan calva, de modo que consumió la mañana en labores de cosmetología, depilación y lustrado de zapatos. Apenas probó bocado, luego corrió al baño a limpiarse la placa, echó sus pocos ahorros en la cartera y salió a la calle a hacer parar un taxi.
Mejor no lo hubiese hecho. Al bajarse discretamente del auto a media cuadra del motel, diez para las tres, para no despertar sospechas, ¿de quién? ¿del conductor? él jamás habría pensando nada así de una vieja, al bajarse vio a su amante. Apenas descendió del auto y se irguió cuán baja era sobre sus tacos de aguja, apenas inició la caminata al sitio del encuentro con su aire de reina apolillada, mientras se inflamaba de sentimiento y de deseo, su amante salía del edificio acompañado de una chica de trasero y busto prominente, una joven proveniente sin lugar a dudas del mundo de los cafés con piernas. Del encuentro se podría escribir tanto una comedia de equivocaciones como una tragedia de Sófocles. Para la chica del café, lo primero; para Hilda, lo segundo; para el gásfiter, lo intermedio, un filme de Woody Allen. Él la divisó de lejos y se puso nervioso, la chica lo adivinó todo y le echó en cara su pésimo gusto, su depravación, y se burló de ambos y sintió vergüenza ajena y auténtica vergüenza de sí misma. Hilda se dio la media vuelta y no miró hacia atrás. Gastado casi todo su dinero en el auto de alquiler debió retornar al asilo caminando.
El gásfiter, rendido de amor como estaba, flechado hasta decir basta, se comió el buey como se dice y la llenó de promesas; no a la vieja, de la cual ya solamente estrujaba sus pensiones, sino a la joven, que  las hacía suyas con un solo pestañeo. Le prometió una vez más a su querida este mundo y el otro y ella recibió, pero siempre encontrando que era poco. Los tres personajes desaparecieron de la esquina, que volvió a quedar vacía, a la espera de otros tacos que renovaran el brillo de su acera.
La vida continuó, ahora entre la chica del café y su amante el gásfiter. Cada vez que éste conseguía llevarla a la cama -no sin antes gastar lo que no tenía en obsequios exclusivos- la cafetinera arriscaba la nariz apenas notaba la menor imperfección en la escenografía montada para su lucimiento, lo que no conseguía otro efecto que apresurar el orgasmo de su hombre, qué hombre, roto con plata, qué otra cosa podía esperarse de un mamarracho de uñas negras como ese. Así vivió él un lindo amor de meses, así se le dio vuelta la tortilla; mientras duró la plata fue romántico el amor, pero cuando empezó a mermar tomó color de hormiga y la perdió, color de hormiga para el gásfiter porque a decir verdad a ella nunca le faltaron los amantes con dinero y aunque él quisiera engañarse en torno al tema, minúsculos detalles se lo recordaban a cada momento, he allí el problema de los celos.
Acostumbrada al lujo, la chica del café recibió a manos llenas y a manos llenas gastó, porque su cuerpo equivalía a un tonel sin fondo, a una gallina de los huevos de oro que sólo deja de dar huevos cuando se hace vieja, pero en esas cosas ella no pensaba, porque el cerebro de pollo jamás ha derivado en gallina prudente. Y como en este cuento ya se escribió hace rato el final, mejor dejarlo hasta aquí. La chica codiciada no da más que para decir que con el tiempo perdió un par de dientes, acumuló grasa e hizo un curso de peluquería. Uno de sus amantes -como yo lo fui, es de caballero reconocerlo, pues de otro modo esta historia se tomaría por despecho- me comentó en la tertulia del mediodía que la había divisado en un cerro de Valparaíso, casada felizmente con un panadero. Antes que eso Hugo e Hilda se habían convertido uno en pasto de jaibas y cangrejos y la otra en polvo, así como en polvo se convertirán Héctor, Hernán, mis lectores y yo, más temprano que tarde.

2 comentarios:

La Lechucita dijo...

Al final todos polvo, quiero decir hechos polvo por la ambición. La camarerita casada con el panadero quizá terminara como la pobre Hilda desplumada por un amante y en un asilo de mala muerte y la historia vuelve a empezar.
Un abrazo.

La Lechucita dijo...

Al final todos polvo, quiero decir hechos polvo por la ambición. La camarerita casada con el panadero quizá terminara como la pobre Hilda desplumada por un amante y en un asilo de mala muerte y la historia vuelve a empezar.
Un abrazo.