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miércoles, enero 09, 2013

El Mundial del 62

Cuando abrí el sobre y apareció la caricatura de Píriz sentí un estremecimiento. Me tembló el cuerpo, se me nubló la vista y quedé con la mente en blanco. La búsqueda había llegado a su fin, después de decenas de intentos en que las figuras de Pelé, Yashin, Leonel Sánchez, Di Stéfano, Sivori y otros astros se me repetían hasta el cansancio. Por una razón desconocida, los fabricantes del álbum Calugas y Chicles Mundial, llamado "álbum de los cabezones" por la desmesurada proporción del rostro en las caricaturas, habían decidido que la lámina difícil, la imposible, sería la número 325. La del uruguayo Píriz.
Llegué a mi casa, le puse goma en el reverso, la pegué y completé el álbum. Era el segundo que llenaba. El primero había sido el libro Caramelos Campeonato, que para los niños de la época constituyó el verdadero despegue de la fiebre del Mundial del 62. En él las láminas estaban representadas por fotografías de los jugadores y también contaba con figuras difíciles, pero no tanto. Un domingo llegamos con mi mamá y el Vitorio al teatro Apolo, mostramos el álbum completo, nos dieron un número y entramos al sorteo de premios. Lo animaba Sergio Livingstone, quien recorría las provincias de Chile con ese objetivo, contratado por la empresa Salo. De aperitivo ofrecía al teatro lleno el noticiario UFA "El mundo al instante", con esa inconfundible voz nasal que le daba un locutor español, noticiario que siempre remataba con grandes partidos jugados en Alemania, con tomas en blanco y negro desde la tribuna, o en primer plano, o en cámara lenta.
Quedaban pocos premios que repartir y la frustración de mi mamá iba en ascenso. De pronto el Sapo Livingstone dictó un número y mi mamá saltó de alegría. Agarró de la mano al Vitorio, lo arrastró de la mano por las butacas y corrieron al escenario. Livingstone le hizo un  cariño en la cabeza al Vitorio y le entregó un juego de palitroque. Cuando estábamos de nuevo en la oscuridad, los tres sentados, le toqué el brazo a mi mamá para llamar su atención:
-Mami, mami...
-Qué.
-No era el número.
Ella miraba al frente y sonreía, nerviosa.
-Sí era.
-No era, mami, era otro número.
Me dio un pellizco, me habló al oído y cortó el diálogo.
Días antes de que empezara el Mundial del 62 mi papá me llevó al estadio Braden y me enseñó mi asiento reservado. "Vamos por Millán hasta que llegamos al estadio. Entras a la galería Rengo y buscas el asiento 960, que está en la quinta fila, al lado derecho del marcador". Era una indicación fácil y de hecho al momento de ingresar al partido inaugural no me costó nada dar con la ubicación. Me pareció que los demás murmuraban llenos de admiración: "Mira, a la edad que tiene ese niño y ya sabe llegar solo al estadio". Lo intuía en ciertos gestos del público, pero ahora pienso que pesaba más mi fantasía.
En Rancagua jugaban Argentina y Bulgaria. A los 3 minutos Argentina metió un gol en el arco sur, a metros de mi asiento. Fue el único gol del partido, un disparo cruzado, y una pila de argentinos se puso a celebrar en las tribunas; no recuerdo nada más. A esa misma hora Chile debutaba en Santiago con Suiza y los pocos espectadores del estadio Braden estaban más preocupados de lo que sucedía en el Estadio Nacional que del encuentro que veían con sus propios ojos. Cada vez que allá Chile hacía un gol, acá se escuchaba un griterío y los equipos se desconcentraban, pero seguían jugando. Todos los asientos habían sido cubiertos con cojines de maicillo y haciendo una gracia yo volví con seis cojines a la casa, "de recuerdo". Mi mamá me esperaba en la puerta y gritó de alegría. Mi papá recién apareció en horas de la madrugada: los triunfos de la selección le sirvieron de excusa perfecta para farrear de lo lindo durante los 17 días que duró el Mundial.
La señorita Olaya, que era nuestra profesora de música, nos enseñó a los miembros del coro el himno nacional de Argentina y nos llevó a cantarlo a la Escuela 9, que guardaba el pabellón del país vecino. La Escuela 9 era la escuela de niñas y estaba al lado de la Escuela 1, de niños, donde yo estudiaba, mejor dicho donde iba a clases, ya que por esos tiempos aún no me había puesto aplicado. Ambas escuelas públicas se habían construido hacía poco tiempo; al frente se levantaban los enormes muros de la cárcel, desde donde se había fugado el preso Cobián, del que se decía que fue acusado injustamente de asesinar al dueño del diario "El Rancagüino", pero ese es otro tema. El hecho fue que días antes del Mundial en la Escuela 9 se organizó una modesta ceremonia de homenaje a la selección argentina, a la cual asistieron todas las estrellas del plantel. Les cantamos la canción nacional, los jugadores se nos acercaron y el arquero Roma me dio la mano.
Mi papá, que siempre fue democrático y protector, había comprado dos abonos, que le costaron carísimos. La primera serie de boletos, para su uso, correspondía a los partidos del Estadio Nacional, donde jugaba Chile y donde se desarrollaría una semifinal y la final. El otro abono fue para la sede de Rancagua, que repartió entre el Lucho, el Julio y yo. Para el partido de cuartos de final entre Hungría y Checoslovaquia, que vimos los cuatro en Rancagua, compró entradas extras. Además hizo un canje con su vecino de asiento en Santiago. Cada uno sacrificaba dos partidos a cambio de poder asistir con un familiar a otros dos. Así el Vitorio (debut y despedida, por ser demasiado chico) pudo ver en Santiago a Italia versus Suiza. A mí me llevó a ver a Alemania contra Suiza.
Tenía 9 años y confieso que no vibré con el Mundial; los partidos no me quitaban el sueño. Para mí el Mundial fue más un magno evento deportivo, una obligación imperdible, la noticia del año, la colección de láminas, que una pasión. Mientras Chile enfrentaba a Brasil, disputa que le podía dar nada menos que el paso a la final, yo jugaba a las bolitas detrás del quiosco del tío Pablo mientras alguien llegaba con la noticia de los goles que se iban produciendo. La final entre Brasil y Checoslovaquia me la perdí porque preferí ir a la matiné del cine Rex. En cambio mi mamá, que no entendía nada de fútbol, acudió esa tarde soleada del 17 de junio a la Plaza de los Héroes, donde se instaló un televisor que transmitió a la masa de rancagüinos el triunfo de Brasil. La definición del tercer puesto la vi por televisión en una casa de la población Rubio que generosamente abrió sus puertas a los vecinos. El living se llenó de gente, habría unas 30 personas, y yo por ser niño me senté en el suelo, muy cerca de la pantalla. Para ver televisión en Rancagua en esos años había que conectarle al receptor una antena gigantesca que captara la señal emitida desde Santiago. De ese partido recuerdo unos monos que se desplazaban por la cancha en blanco y negro entre los miles de puntos de nieve titilantes que ensuciaban la pantalla. Aun así, al momento del gol de Eladio Rojas en el último minuto, Chile jugando prácticamente con ocho hombres, todos saltamos como locos en la habitación.
Para mí el Mundial se fue agigantando con el tiempo. ¡Ese partido con Rusia en Arica! Lev Yashin, "La araña negra", desconcertado ante el zurdazo de Leonel. Y el tremendo taponazo de Eladio Rojas desde 30 metros, algunos dicen 35 y ya hay quienes hablan de 40. La noche de esa histórica victoria se me grabó a fuego una frase del Maestro Lucho, pronunciada en mi casa. "Ya estamos entre los cuatro primeros", comentó eufórico el hermano de la tía Lila, que se ganaba la vida como carpintero. Todo se veía movido. La gente corría de un sitio a otro de la casa. La frase del Maestro Lucho a la que aludo fue dicha en la cocina; me parece que la dijo de lado, pero al momento siguiente la cocina estaba vacía. Todas las luces se encontraban encendidas y de cualquier rincón irrumpían ecos de voces triunfales.
Luego de ese triunfo en Arica vino lo esperado, la profecía autocumplida. Habíamos volado demasiado lejos, llegamos a los pies del Olimpo y al levantar la cabeza vimos algo así como el Castillo de Kafka. No hay vacantes; laureles reservados hace cien años. La tragedia estaba escrita, sólo había que representarla en el teatro griego a cielo abierto. Debía perderse con Brasil; se perdió con Brasil. Debía ganársele a Yugoslavia; se le ganó a Yugoslavia. Pero debía ganársele con heroísmo; se le ganó con heroísmo. Nunca en la vida hubo algo más perfecto para Chile; el tercer puesto encajó como pieza de un rompecabezas mitológico. Se juega el último minuto, Chile espera el espantoso alargue con tres hombres lesionados que hacen número en la cancha del Estadio Nacional, impresionante zapatazo de Eladio, Marcovic desvía la pelota, el arquero Soskic se retuerce y llega tarde, la pelota se anida en el fondo de la red y el estadio se levanta, se le hinchan las venas del cuello a Julio Martínez Pradanos, se inicia el paseo de Riera en andas, los jugadores dan la vuelta olímpica, la Plaza de Armas de Santiago aplaude por la noche a un negro de Brasil montado en un caballo blanco, Brasil gana al otro día el título y en Praga los checos se levantan el lunes a mirar los diarios en los quioscos, se detienen en la foto de Mauro con la copa Jules Rimet y siguen caminando, no compran el diario, el Mundial se ha terminado.
Los archivos fílmicos que hasta hoy siguen sumándose en Youtube han creado una interpretación particular de ese momento de la historia. Para los más jóvenes el Mundial del 62 es un episodio de media hora en blanco y negro; sería inconcebible que aquello equivaliera a "nuestros días", en que el mundo está normal, viste normal, camina corre y piensa normal. El pasado tiene algo de ridículo, aun en la forma de hablar de las personas. Supiera la gente cuán parecida es no lo creería. Dicen que los hombres prehistóricos miraban noche a noche las estrellas y discutían de religión, dicen que hasta hubo dramas pasionales en la cueva de Altamira, no puede ser, si eran poco menos que animales.