Visitas de la última semana a la página

domingo, febrero 09, 2014

Alexander Nevsky

La orquesta había brindado una versión maravillosa de la cantata Alexander Nevsky. El público bajaba los escalones del Teatro del Lago, repleto esa noche de gala, y la dicha era visible en los rostros. Se trataba de gente más bien conservadora, de apellidos alemanes, gente de recursos, pero también había jóvenes y matrimonios de clase media venidos de todo el país a disfrutar del concierto. Decenas de lámparas verticales que semejaban cuchillos irradiaban una luz que hacía resplandecer la planta baja, donde la marea humana se confundía, comentaba la función y postergaba unos minutos la retirada, asumiendo el conjunto formado por esa arquitectura y los seres humanos que le daban vida una impresión de felicidad reverberante. Aunque doscientos, quinientos años más tarde el recinto sucumbiera ante el paso del tiempo y sus ruinas no fuesen sino un remedo de su edad de oro, esa imagen de una noche de gala permanecería grabada en la memoria universal, de la misma forma en que habían persistido las heroicas acciones del príncipe de Nóvgorod al derrotar a los teutones en la batalla sobre el hielo del lago Chudskóye.
En Frutillar era pleno verano y fuera del teatro llovía. Dos horas después volvería a ser el pueblito lacustre de casas idílicas y calles desiertas, silenciosas, mojadas. Pero en el intertanto, y siguiendo esa lógica que aspira a inmovilizar la felicidad (cuando en un descuido suyo se la ha logrado agarrar del moño) muchos de los asistentes habían entrado a las cafeterías y restaurantes con vista al lago a darle otra vuelta de tuerca a su dicha. En uno de estos locales, en una mesa del rincón, participaban de una amena tertulia un grupo de músicos de la orquesta. Decir amena tertulia es revelar la impresión que daban desde la puerta de entrada. Sin embargo, si el parroquiano se situaba en la mesa de al lado, la impresión se iba ajustando naturalmente hasta arribar al sentimiento verdadero que fluia de la charla. Comían los músicos los platos y sándwiches más baratos que ofrecía la carta del local, pero no era eso lo que los disminuía ante ellos mismos, era el visible encono que los dominaba por el trato que a su juicio les había dado el director. Durante la conversación no hacían más que lanzarle dardos venenosos, aunque discretos, no tan evidentes como para ser traicionados por algún Judas confundido en el grupo. Parecían molestos, sobre todo ante los inmerecidos laureles que se había llevado del público y de la organización. Toda la amena tertulia giraba en torno a él, a sus fallas de lectura, a sus problemas con las corcheas, al maltrato que les dio en los ensayos, a la pose seductora y vanidosa que utilizó ante la audiencia. Se les iba la cena en esas reflexiones en voz alta, que se iban sumando unas con otras hasta edificar una pequeña gran pirámide de resentimiento soterrado, pirámide que se disolvió al momento de pagar la cuenta. El local bajó la cortina y los clientes se fueron desgranando, los músicos caminaron hasta su hospedaje y Frutillar retornó a su apacible oscuridad nocturna. Desaparecieron como por encanto las hazañas de Alexander Nevsky, la algarabía en la sala de conciertos, los encendidos gritos del coro, las notas de la orquesta, las grandezas y miserias del café, el ronronear de los motores, hasta el ruido de los pasos se esfumó, dejando al pueblo a merced del rumor de las olas y de unas nubes que al abrirse dieron paso a las estrellas y a su eterno rodar, su eterno cambio.
Descontando la batalla sobre el hielo, de esto que relato fui testigo presencial.    

1 comentario:

Anónimo dijo...

Entonces D. ¿ya volvió de Frutillar?
!!!Qué lindo paraje!!!
Un abrazo