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viernes, febrero 14, 2014

Jesucristo, los soldados, el transatlántico y yo

Por las noches se desataban mis fantasías. A los cuatro años ya avizoraba uno de los motivos centrales de mi vida. Necesitaba destacarme a como diera lugar, ser el mejor, el más brillante, el más famoso. La cama, la mente inquieta y la oscuridad eran el mejor caldo de cultivo para desarrollar ese proyecto a través de mi imaginación, ya que esta culminaba por la noche con su envase a medio llenar. Durante el día yo era lo que se podría llamar "un niño tranquilo", del cual nada haría pensar en arranques de ese tipo. La transformación ocurría a la hora de acostarse.
Cualquier sicóloga diagnosticaría de inmediato esa fantasía, que por amor propio no me animo a llamarla patología. La profesional (por alguna misteriosa razón los sicólogos infantiles son casi siempre mujeres) habría dicho simplemente en tres palabras: delirio de grandeza. Yo mismo relacionaba dicha fantasía años atrás, al analizarla, con la circunstancia de haber vivido bajo el paraguas protector de una madre perfeccionista y algo ausente. Hoy no veo así las cosas. Más bien me inclino a pensar que la necesidad humana de destacarse es propia de la especie, de lo que el hombre ha sido y será: un animal incompleto.
Barajaba mis cartas y me decía: pues a quién debes superar, cuál es tu misión de aquí en adelante. Y me respondía, anticipándome varios años a John Lennon: debo ser al menos tan conocido como Jesucristo. La cultura de un niño de cuatro años no es de las mejores, y por eso mismo es capaz como ninguno de visualizar la fama. Los famosos, los personajes realmente famosos, se cuentan con los dedos de las manos y entre ellos estaba y estará, mal que les pese a los no creyentes, Jesucristo.
Me avergüenza declarar algo tan infantil, tan cándido. Todo quedaba en mis fantasías. Jamás atisbé en la práctica la menor posibilidad de acercarme siquiera a algún obispo que representara a Jesucristo en mi diócesis, hablo de la fama del obispo. Años después, trasladadas mis fantasías al plano literario y sin haber escrito aún un sólo párrafo, el premio nacional de literatura me parecía poca cosa, no así el Nobel, que ya miraba con cierto respeto, a pesar de sus grandes desaciertos y omisiones.
Compartía mis fantasías megalómanas con las sexuales. Mi primera experiencia sexual la tuve entre los dos y tres años y mis primeras fantasías sexuales aparecieron a los cinco años. Ambas -fantasías y experiencias- hicieron un largo rodeo, que sorteó las preparatorias y buena parte de la secundaria, para retornar a la hora natural con furia, a veces impuras, pecadoras, llenas de malicia.
Algún día, cuando mi energía siga la corriente de un arroyuelo desconocido y retorne, vaporosa, ingrávida, al universo, la acción se acabará y ese día seré un agradecido de Dios: por fin me permitirá ver y gozar la vida de otro modo. En cuanto a las fantasías, no creo que acaben nunca; me acompañarán a la tumba y quizás se metan, pícaras, hasta dentro del cajón.
Entraba a los tres años cuando la vecinita del frente me invitó a jugar a su casa. Nuestro mundo era aún el del piso, pues las ventanas, muy altas, no nos dejaban mirar hacia fuera y los sofás parecían gatos enormes echados: no gratificaba almacenar el cuerpo en sus cojines.
Movíamos palitroques, carritos de madera, soldaditos, cuando desde la cocina apareció la mamá y se acuclillo frente a mí, sin ningún recato, por cierto, dejándome ver completos sus calzones blancos, que atravesaban su entrepierna de arriba abajo para perderse entre los glúteos. El brillo de la tela en esa penumbra prohibida escondía algo secreto, atemorizante, inimaginable, pero que ya era capaz de intuir. Abandoné mis soldaditos y clavé mi vista en ellos. En ese momento, y en lo que va de uno a dos, una corriente me recorrió el espinazo. Cuando me di cuenta de la sensación, ya no existía. La mujer se había puesto de pie y vuelto a la cocina.
A los cinco años solía dormirme por las noches con una imagen fija: la señorita Esperanza, mi maestra, caía al mar desde un transatlántico y yo la salvaba. Todo era gris: el océano ondulante, las nubes nocturnas, el metal del barco, el bote de madera al cual la subía, su traje dos piezas, el mismo que usaba cuando me enseñaba a leer en la clase. Después ambos nos acostábamos en una cama grande con sábanas blancas y nos abrazábamos y yo la besaba en la cara. A continuación volvía a caer al mar y de nuevo estábamos en la cama y entonces aparecía en el bote y luego caía y la besaba, hasta que me quedaba dormido.




1 comentario:

Sandra (Aprendiz de Cassandra) dijo...

Cómo me gustan tus letras....!!!!