Estaban tomados de las manos, y aún no amanecía. Enlazaban sus dedos fuertemente; en la oscuridad de la noche los dedos eran como eslabones de una cadena, pero no eran eslabones fríos, porque transmitían amor, un amor correspondido, mezcla de alivio y pesadumbre que no necesitaba más que de la unión de las cuatro manos para manifestarse. No se decían nada, les bastaba a sus cuerpos recostarse de lado y a sus manos, unirse de frente. Cuando despertó se imaginó que ella había muerto.
Jamás la pudo ver a los ojos, no supo amarla, no supo desprenderse de sus propios defectos y hoy, muchos años después de la historia que lo dejó marcado, sólo poseía la esperanza de soñar con ella.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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