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lunes, marzo 24, 2014

La señora que barre

Ese caballero que pasa ante el gran salón de arriendo y venta de disfraces, ese caballero de pausado andar que me ve barriendo las hojas del otoño, barriendo para que el frontis de la tienda luzca presentable e invite a entrar, ese caballero que se viene preguntando si habrá otra vida que no sea esta, para qué vivimos, por qué cada hombre hace cosas diferentes a las que hacen otros hombres, preguntas inútiles, propias de filósofos, de astrónomos, de teólogos, no de personas como él, preguntas del tipo de si hay anhelos más sublimes que otros, de si al final de cuentas la concupiscencia es solo un deseo más, tan valioso como el de darse a Dios para honrarlo sobre todas las cosas, preguntas invisibles sobre mi propia esencia de persona que barre la vereda, como por ejemplo por qué decidí comprar este local para vivir de él o tal vez por qué decidí trabajar aquí, darle mi vida de empleada, a cambio de un sueldo insignificante, al rubro del arriendo y venta de disfraces, a sabiendas de que adentro de la tienda penan las ánimas y de que sus únicos moradores son Dráculas roñosos, tarántulas empolvadas, coronas regias de cartón piedra, capas de espadachines fabricadas con seda artificial, trajes de payasos tristes, máscaras de gorila, máscaras de Chaplin; ese caballero se viene haciendo esas preguntas y hasta se ha compadecido de mí al hacérselas porque no conoce mi vida, no sabe lo que pienso y no sabe cómo pienso. Desfila por su mente un carrusel de imágenes y se engaña al incluirme en ellas, cree que con dos datos es capaz de reconstruir el mundo y que si lo reconstruye día a día responderá al fin las preguntas que le martirizan los sesos.
Le contestaré algo que lo dejará de una pieza.
De partida, me gusta mi trabajo. Enseguida, soy clarividente; lo que él presume yo lo veo de verdad, aunque mi poder es limitado, se opaca a los tres metros y se esfuma a los diez metros. Cuando pasó y me vio barriendo las hojas del otoño vi sus contradicciones con toda nitidez, supe lo que había hecho esta mañana, lo que se proponía hacer en ese instante y los planes que tenía para el resto del día; vi también sus preocupaciones, como la que incluía a mi persona, pero a los siete metros todo me pareció difuso en él y a los diez metros solo fui capaz de ver su espalda saludable y sus piernas fuertes, pero blancas, faltas de sol.
¿Querrá saber más el caballero?
Si yo barría era para distanciarme de la tienda de disfraces. Una vez que entro, mi mente sí que se puebla de historias, pero no de historias imaginarias, sino de historias reales. Cada disfraz me cuenta cien historias, cada máscara me relata las grandezas y miseras de sus arrendatarios. Un día vino una pareja y se llevó la máscara de Chaplin y la máscara de gorila. Al día siguiente estaban de nuevo en el local: las habían usado para hacer el amor, él vestido de gorila, ella de Chaplin. Un anciano arrendó la de gorila para una noche de Halloween; un fracasado llevó la de Chaplin a un concurso de talentos, pero no se vio en pantalla porque no pasó la prueba de selección. Con la tarántula y el espadachín he sabido de anécdotas sabrosas, juntas y por separado. Los ojos de la araña le infunden terror al mirarse el disfrazado ante el espejo, eso lo he visto muchas veces, y aun así aquel traje es uno de los más requeridos. Uno de los tantos espadachines que recuerdo hizo dedo y viajó dentro de un camión cargado de caballos vivos. Los caballos sacaban la cabeza por la baranda, iban al matadero y les sudaba el pelaje; el espadachín imaginó que si se ponía allí mismo el disfraz y montaba uno de ellos, a riesgo de parecer ridículo ante los demás conductores que lo mirarían extrañados en la carretera, le brindaría al caballo un motivo glorioso que lo haría morir eufórico, le regalaría una muerte de héroe, pero todo quedó en sus pensamientos, porque le dio vergüenza proceder. El payaso no se usa tanto para fiestas infantiles como para ceremoniales satánicos, está de moda. Al payaso le presentan un gato a los pies de una tumba y el payaso lo degüella y la secta bebe de su sangre antes de arrojar al gato detrás de una lápida. Luego huyen, saltan la pandereta y se disgregan entre los cerros del puerto. El traje vuelve a Santiago y por más que haya sido lavado con detergente no puede ocultar el propósito perverso al que ha sido sometido.
Estaría toda la vida contando historias como esas, pero no quiero molestar: la concentración es un tesoro precioso en estos días; no se debe abusar de ese poder, y el que lo hace no abandona sino que es abandonado.  

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