Arribó a la playa como un estropajo humano, poco menos. No provenía de tierra adentro sino de las olas del mar, provenía del naufragio.
En la cabina, dos hombres intentaban zafarse de sus enormes dificultades. Atrapados en la fe de los desesperados se movían lentamente, como jaibas, y daban miedo.
La eternidad que encerraba ese minuto quedó reflejada en la perfección del inconsciente. No había nada que agregarle al destino; cualquier asomo de explicación, un tímido intento de ahondar en detalles hubiese sido adorno.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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