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jueves, julio 17, 2014

Rabiosos

Inquieto, atrapado en su hábito de matar el tiempo a través de la lectura de noticias irrelevantes, Vargas se topó con un artículo de magazine escrito para enseñarles obvias verdades a tontas y tontos como él; desde luego a personas que dedican parte de su tiempo a la lectura de los nuevos versículos de la Biblia de nuestros días. Trataba de los rabiosos, de las personalidades rabiosas, y era como si lo estuvieran describiendo. En otro momento habría hecho clic y la página hubiese cambiado por otra, una noticia internacional, la oculta vida de un artista famoso, los entuertos de la política tramados para desorientar al lector más avispado. En otro momento hubiese hecho clic, pero ahora no pudo evitar seguir leyendo.
Por la mañana se le habían metido dos ideas a la cabeza. Una. La mente de los animales. Otra. El dinero en los bolsillos de la gente. Pero aquello había ocurrido antes de que se disputara la final del Mundial. Y esa final lo había cambiado todo, porque para bien y para mal se había comprometido demasiado con el juego, se le había ido la vida en el partido hasta el punto de haber insultado a su hijo en un momento de pasión. Tuvo que esperar varias horas para desahogar la ansiedad que le había producido el triunfo de su favorito. De pronto, en medio de los recuerdos que le dejaba el gol, se le presentaban pensamientos angustiosos. ¿Y si el rival hubiese convertido cuando pudo hacerlo? ¿Y si hubiesen ido a los penales, dejando el trofeo a la suerte? ¿Cuánto tiempo tendría que haber transcurrido para que volviera a salir el sol? ¿No era eso lo que sentían y se preparaban para seguir sintiendo millones de argentinos? Él no era de ellos; él era un vecino que estaba con los alemanes, como tantos en su tierra. Un problema ajeno que gratuitamente hacía suyo. Hasta cuándo el pesar, la apuesta al cara y sello, el vivir de ilusiones. Triunfo: sol. Derrota: tempestad. Y aún así se alegraba de recordar la victoria, que vibraba en la sangre de sus venas. No era algo que entonces pudiese controlar. Debía dejar que fluyera, esperar que pasara el hombre de la hoz.
Con qué desparpajo trataba el artículo de magazine a los rabiosos, no había empatía alguna de la autora con estos personajes anómalos, la autora simplemente fusilaba a los rabiosos. Conque los rabiosos eran acosadores, eran narcisistas y había que deshacerse de ellos si no cambiaban. Conque había que deshacerse de Vargas, conque Vargas era poco menos que un insano, un mal elemento, un castigador, un abusivo. Desde luego, a pesar de no llevar firma, a Vargas se le antojó que quien quería deshacerse de él tenía que ser una mujer.
Y claro que lo era (claro que era un rabioso), pero ¿deshacerse de él sin más, sin una gota de consideración por entender sus causas, por perdonarlo? ¿Qué de sus virtudes, que debían ser muchas? lo sospechaba con visos de seguridad.
Los rabiosos debían ser extirpados como tumores, como extirpa la sociedad a los torturadores.
No pudo dejar de sentir, a su pesar, cuánta verdad había en esa nota de pacotilla. Y en cuánto había hecho sufrir ¡toda la vida! a su mujer. Ella, en el fondo, lo había perdonado (¿porque lo quería? ¿Porque le temía?) pero a costa de transar su alegría y sus caprichos infantiles, caprichos de niña chica, caprichos que cada vez que los exponía quedaban sepultados bajo la rabieta de Vargas, una rabieta que caía sobre ella como una tonelada de hielo.
Era de verdad muy malo. Y todos lo sabían en su círculo íntimo. Y así habían aprendido a vivir con él. Su hija mayor, la sucesora de las rabietas que él mismo había heredado de su padre; su hijo, el de ojos taciturnos siempre abiertos para captar los menores detalles y siempre como ausentes de la vida mecánica que lo rodeaba; su hija menor, atribulada por el peso de su amor por los débiles; y su nieta, que se reía de él, queriéndolo, que se lo tomaba con filosofía.
¿Cuándo partió la rabia? Vargas recordó que no siempre fue rabioso, que con sus amigos no lo era, que en su trabajo no lo era, que en su adolescencia y en su niñez no lo fue; en fin, que solo en su casa lo era, y especialmente con su mujer, casi exclusivamente con ella. He allí un buen misterio sobre el cual reflexionar. Pero era un misterio riesgoso; el desvelarlo lo podía llevar a sentimientos de abandono prehistóricos o a querer desbaratar de un movimiento lo que se le antojaba en ese momento como el castillo de naipes sobre el que había construido su vida. Era mejor dejar las cosas como estaban y continuar con sus rabietas mientras no viniera la policía para llevárselo al calabozo.
Apagó la luz y se dirigió a la cama. Cuando apoyó la cabeza en la almohada comenzaron a desfilar los extraños personajes de un cuento que su mente ideaba para escapar de la trampa de la rabia que lo tenía atrapado durante tantos y tantos años. Era su forma de enfrentar la vida: apostando a pesar de todo a la belleza.
En un viejo salón se habían dado cita dos grupos de personas. Un grupo hacía de público y se instaló en improvisadas graderías; a sus miembros se les había repartido de antemano la misma cantidad de dinero y a la salida serían dejados libres, pero antes les había sido dada la misión de contemplar el espectáculo que les ofrecería el otro grupo, que a su vez estaba subdividido en dos: de un rincón aparecieron en la escena dos hombres y dos mujeres; del otro, cuatro monstruos de utilería, humanos disfrazados de animales. Pensaba Vargas que el cuento podría tratar de lo siguiente: por un momento, los cerebros de los dos hombres y las dos mujeres serían intercambiados por los cerebros de los monstruos de utilería, de tal forma que a partir de entonces los humanos se convertirían en animales y los animales, en humanos. Así, el público de las graderías observaría el nuevo espectáculo de la vida en la tierra. De un lado los hombres no tendrían perspectiva alguna, vivirían el momento, sufrirían el hambre y las enfermedades hasta regular su cuota en la cadena, dirían adiós por fin a las guerras y solo pensarían en comer, reproducirse y sobrevivir, mientras sus mentes, limpias, puras, retrocederían paulatinamente al estado primigenio. Del otro lado los animales se dedicarían a toda velocidad a recuperar el tiempo perdido y lo primero que harían sería someter al hombre, más por venganza que por necesidad. Expondrían sus cabezas en las carnicerías, sus pieles a la bajada de las camas, los harían dormir a la intemperie, atados del cuello a un árbol. Para poco más les serviría la débil criatura, puesto que acróbatas no eran, velocistas tampoco, animales de carga, a regañadientes. Ni siquiera podían pisar la arena del circo, despojados de su sadismo. Solo les quedaría de bueno la carne, el sabor de los testículos, la sutileza de los muslos femeninos infantiles, los sesos, el lomo y el filete. Mas sería esa solamente la partida para el nuevo orden, una feliz ilusión, el prólogo de interminables batallas que comenzarían a darse entre las distintas especies para cuidar y asegurar sus amenazados territorios.
Terminada la obra saldrían los espectadores a gastar su dinero y al cabo de un mes volverían uno a uno a declarar qué habían hecho con su libertad. Entonces el cuento remataría con una objetiva moraleja acerca del estado benefactor y la economía de mercado.

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