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viernes, octubre 24, 2014

De Geyter 566

Llegó finalmente el momento de cambiarnos de casa. Los sueños de mi madre se habían hecho realidad. Las reuniones de invierno en la Escuela 2, de las que los socios de la Covimar salían cargados de ilusiones, con los bolsillos pelados y tiritando de frío, pasaban al archivo de los épicos recuerdos. Las visitas a la obra se sucedían domingo a domingo, mientras los trabajos de la constructora iban cubriendo poco a poco las dos canchas de tierra, que ahora servían de base a la población. Con el cambio de casa se nos cerraba una época y se  nos abría otra. Todo estaba revuelto en el país por esos años; el gobierno de Frei entregaba viviendas a la clase media a través del sistema de cooperativas y mi mamá se subía a la nave del progreso con nosotros y mi padre, aunque el viejo lo hacía a regañadientes, porque jamás entendió que el progreso fuese algo material. El progreso era para él sinónimo de seguridad.
Uno de esos domingos soleados los cuatro juntos partimos a recorrer los terrenos de la población, superficie convertida a esa altura del año en una especie de ruina romana, quiero decir pilares elevados hacia la nada, habitaciones oscuras de ladrillo, pisos plagados de cajetillas vacías, clavos, tachuelas y trozos de tablones que deslucían los radieres. A nosotros con el Vitorio no nos interesaba tanto la casa; más nos atraían las comisiones de volantines que coloreaban el cielo. Ambos vestíamos de terno y corbata, con elegancia provinciana. Uno de los volantines que surcaban el espacio bajo las nubes algodonosas perdió de pronto la firmeza de su vuelo y se fue a las pailas. El viento lo trasladó bamboleante hacia nosotros y el hilo curado que avanzaba como antena a tierra quedó atrapado en mis manos. Sin quererlo me hacía dueño de un precioso tesoro, pero la alegría duró segundos. De entre unos sacos de cemento, unas carretillas y unas escaleras aparecieron dos granujas que nos exigieron el volantín. Reclamaban tener el derecho a esa joya por ser hijos de los cuidadores. Les hicimos ver, primero con palabras y luego a garabato limpio, nuestro derecho superior, pero fue como hablarle al mar embravecido. Cuando se nos vinieron encima solté el hilo y el volantín siguió su curso, arrastrado por la fuerte brisa primaveral. Todos habíamos perdido la batalla y la consecuencia fue una feroz pelea a combos que terminó con magulladuras, sangre en las narices y pantalones rotos por lado y lado. Volvimos donde nuestros padres con sentimiento de culpa y la frente en alto. Nos miraron y dictaminaron tácitamente: peleas de cabros chicos.
Meses después, a comienzos del verano, nos instalamos en la casa nueva. Todo era diferente; el barrio se veía más bonito y los vecinos, de mayor roce social. Ya no vivíamos en el mundo tosco y ramplón de los mineros del cobre sino en el de los profesores que en sus tertulias hablaban de libros como Juan Cristóbal y La buena tierra y de películas como Divorcio a la italiana o Los 400 golpes. Entrábamos al mundo de mi mamá y dejábamos el de mi papá y sus amigotes el Conejo, el Ojos grandes, el Cumplido y los hermanos Pezoa. Mi mamá se había salido con la suya, lo que no le significó cantar victoria. Aunque ya no los veíamos pasar por la ventana, el viejo continuó farreando con sus yuntas de siempre.
Para el día de la inauguración de la casa mi mamá había palabreado al padre Caviedes -nuestro guía en la Juventud Estudiantil Católica, Jec- con el fin de que fuese a bendecirla. A la Jec me había llevado hace poco el Tonyi y de partida me gustó porque se podía fumar, había chicas y se hacían reuniones a corazón abierto, en las que uno hablaba sobre lo que estaba sintiendo. Yo llevé a la Jec al Vitorio y el Vitorio llevó al Miguel. Muchas de las jornadas sabatinas se realizaban en el seminario Cristo Rey y si en algún segundo mi alma alojó la descabellada idea del sacerdocio se lo debe a esas jornadas y a los sermones del padre Caviedes. En aquel seminario había un gran limonar. Una vez me comí tantos limones que se me peló el paladar y se me destemplaron los dientes. El padre Caviedes, quien llegó a ser obispo de Osorno, nos daba sanos consejos, decía las cosas por su nombre y juntos leíamos y analizábamos los evangelios. Lo secundaba en su misión el Nano Muñoz, el Frater, quien a poco andar se enamoró y tiró la toalla. El Frater era mi asesor directo. Una noche lo acompañaba por las calles de Rancagua cuando vimos a un mendigo botado en un rincón; el Frater se agachó y le dio el equivalente a unos 20 mil pesos, toda una fortuna, el dinero que tenía para sus gastos. Cuando charlábamos, en otras ocasiones, afirmaba con alegre sinceridad que él nunca tenía pesadillas porque vivía una vida plena, sana. Yo me comparaba con él y me encontraba horriblemente malo, pues a mis 14 y 15 años no solo tenía pesadillas sino que las que padecía eran repugnantes y me despertaban en medio de la noche con el corazón a mil por hora. El Frater y el padre Caviedes eran presbíteros de distinta madera -el primero más revolucionario, el segundo más conservador- pero ambos se asemejaban porque ejercían su apostolado bajo el influjo aún radiante del padre Hurtado. El auge de las ideas socialistas, que conllevaban otro tipo de solidaridad y de igualdad, acabó con todo aquello. Entrados los años setenta la Jec se desbandó, el Frater colgó los hábitos que estaba a punto de ponerse, se casó y se metió a la Izquierda Cristiana. Solo quedó, arriba, solitario, el faro del padre Caviedes, que despedía su luz para atraer a los ex jecistas en los aniversarios; y abajo, la Sonia, encargada de repartir las invitaciones, contactar a la gente y difundir las novedades de los ex miembros. La Sonia, apodada Sonia la única, al igual que la cantante, nunca tuvo la calidad de jecista titular. Entró por la ventana, como se dice. Era bizca, gorda y carecía de educación, pero se apegó al movimiento como hiedra a la pared. No lo soltó, lo cubrió con sus acciones y nadie que haya pertenecido a la Jec podría ignorarla a la hora de pasar lista. Hasta donde tengo noticias se dedica a vender números del Loto en la esquina de Independencia y Campos, a los pies del Banco de Chile. Cada vez que la veo, ahora que estoy entrado en años, me transmite noticias de mis compañeros, relacionadas cada vez más con el colon, el hígado, la diabetes, la hipertensión y el cementerio.
Los recuerdos me traicionan. Decía que llegó el gran día de la inauguración de la casa. Fue un sábado, avanzaba la tarde y el padre Caviedes no aparecía. Estaban allí todos los que tenían que estar, menos el padre Caviedes. Estaba la Mirita, el Lucho, el Julio y el Miguel; el tío Isidoro y la tía Lila con la Ángela, el Rigo y la Tati; el tío Pablo y la tía Georgina; Hugo Miranda y la señora Ana; la señora Astrid con Jaime Rojas; la tía Gloria con Aliro, la tía Julieta, eterna solterona, y creo que pare de contar. Se esperó al padre Caviedes hasta una hora prudente y cuando alguien llegó con el recado de que había tenido que viajar al campo a administrar la extremaunción a un huasito, mi mamá dio el vamos al comistrajo y a la fiesta, de cuyos avatares no recuerdo absolutamente nada.
Pasó una semana exacta. Eran cerca de las siete de la tarde cuando sonó el timbre. Desde el ventanal mi mamá vio al padre Caviedes y dio un gritito de sorpresa. Mi papá comenzó a echar chispas, sin hallar otra salida que subir y bajar a mi mamá con reproches contenidos. A diferencia del sábado anterior, en que la mesa estaba repleta de los más sabrosos manjares, esta vez no había nada para servirle cuando acabara la ceremonia. Y así, mientras mi papá, que jamás fue católico, lo hacía entrar y le metía conversación para ganar tiempo, ingeniándoselas de manera magistral para enredarse con los diálogos, mi mamá se encerraba de urgencia a preparar unos canapés de huevos duros y de sardinas en lata, lo poco y nada que había en la despensa. Yo contemplaba la escena desde un rincón pasivo, sin aportar lo mío, que habría sido provechoso en vista del conocimiento que tenía del padre Caviedes y de los evangelios, pero una vez más me traicionó la falta de personalidad y opté por el silencio. El Vitorio se paseaba por el living comedor y parecía disfrutar la escena.
De pronto el padre Caviedes carraspeó. Su tiempo valía oro; era el momento de comenzar la bendición. De un solo rugido el viejo le ordenó a mi mamá salir de la cocina. Mi mamá apareció con el delantal puesto, saludando con una gran sonrisa que detrás escondía su ansiedad, me parece que la estoy viendo. El padre se puso una túnica blanca y una franja sobre el cuello, sacó el incienso, dijo unas lindas palabras y fue rociando de agua bendita las paredes. Al cabo de 15 minutos ya estaba vestido nuevamente de negro; mi mamá volvió corriendo a la cocina y salió con una escuálida bandeja de canapés que fueron devorados en segundos, ya que nosotros también teníamos hambre. El padre Caviedes comió lo poco que había que comer y cuando se dio cuenta de que no habría una segunda bandeja tomó sus cosas y se fue. En realidad no tenía mucho más que hacer allí. Lo suyo, que era lo esencial, ya lo había hecho. Nunca se enteró de la escena que se armó nomás volvió a la calle. El viejo dio rienda suelta a su furia y cargó todo el peso de sus propias culpas y angustias contra mi mamá y su improvisación, su falta de precaución, su falta de inteligencia o lo que fuera. Era una cantinela conocida, pero no por eso menos desagradable.

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