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domingo, junio 28, 2015

Tres peleas

Descontando los enfrentamientos con el Vitorio, tres veces he peleado a combos y dificulto que haya una cuarta: hace muchos años decidí no ser de los gallos que se ven en la cancha, decisión que -siempre lo he pensado- le restó un buen poco de virilidad a mi carácter. No se trata de andar peleando por cualquier cosa, pero más de una vez debí responder a los ataques recibidos con una cuota mayor de hombría. Lo admito.
Esta conducta la aplico a todas las facetas de mi vida; el resultado es lo que se ve. Cargo de lado, ofrezco pocos flancos donde recibir golpes y cuando soy atacado me hago el desentendido, como si no supiera muy bien lo que está sucediendo a mi alrededor, lo que generalmente descoloca a mi rival. En tales casos al menos pierdo la contienda por puntos o la empato, cuando no la gano a mediano plazo.
La mía ha sido una larga vida de planificación y espera. Ignoro qué cosa es la que espero, pero sé que la espero. Vivo mundos imaginarios; para seguir viviendo necesito llenarme de ensoñaciones positivas al levantarme de la cama. Estas se despliegan, en mis actuales días, en la caminata al café, la charla con los amigos, las buenas noticias de mis hijos y mi nieta, el amor de mi mujer, la copa de whisky al atardecer, la lectura de un libro y el argumento de un cuento. Son todas imaginaciones que me sirven para ir construyendo el día de verdad, que a veces se parece mucho al de mi imaginación y otras se ensucia con problemas imprevistos que me enferman de la cabeza. Mi imaginación es una jaula que cuenta con todas las comodidades habidas y por haber, pero cuando el día le arranca de cuajo el candado y le abre la puerta obliga a su dueño, que soy yo, a salir a un mundo que desearía no enfrentar, porque es espinudo, cruel y odioso.
De la primera pelea guardo imágenes difusas. Ocurrió en 1960. Yo tenía siete años y mi contrincante, ocho. A la salida de la Escuela 1, en calle O'Carroll, frente a la cárcel, estoy acostado en la vereda y el hijo del doctor Fuenzalida me aplasta y me pega; varios alumnos nos rodean, avivando la cueca. Alrededor del cuerpo del Fuenzalida veo las caras enloquecidas de los demás niños. No ofrezco demasiada resistencia porque de antemano había dado la pelea por perdida, eso lo recuerdo a la perfección. Él era un líder dentro del curso y yo, un personaje del montón. No tenía posibilidad alguna de ganar y hasta hoy no me explico qué me llevó a entrar en una disputa física con él. A pesar de haber sufrido una derrota humillante no hubo llantos ni paliza. Tampoco rencores ni venganzas. Todo quedó ahí, al borde de la calle, frente a la escuela vecina, la escuela 9 de niñas.
La segunda pelea se dio cuando tenía 12 años y cursaba segundo humanidades en el liceo. Con el Gallegos veníamos cultivando una amistad de meses; él visitaba mi casa y yo iba a la suya, en la población Esperanza, donde su abuelita hacía berlines con azúcar flor. Había un brasero sobre el piso de tierra y la mamá usaba el pelo tan largo que le tapaba la espalda. Un día que yo estaba enfermo me pasó a ver antes de ir a clases. La garganta me traicionó y se me salieron como tres gallitos; él se rió y yo también. Era un buen alumno de seis y cincos coma ocho. Le faltaba para ser genio, pero era aplicado y sobre todo alegre y despierto. Pero una pelea de estudiantes que vi a la salida del liceo, en una plazuela, despertó mis ansias de gloria y lo desbarató todo. Imaginé cómo sería pelear en un escenario así, en medio de un corro eufórico, y se me inflamó el pecho. Elegí cuidadosamente a mi rival. Sería el Gallegos, y desde ese día comencé a sembrar nubes negras en nuestra amistad. Él fabricó las propias, herido por la traición, y un día, antes de una hora libre, ambos nos encargamos de anunciar la pelea a través de nuestros padrinos. El curso se animó de tal forma que cuando comenzó la hora libre todos se hallaban en la plazuela. Al centro, el Gallegos y yo. Los árboles nos daban sombra y la rueda humana nos escondía de las miradas ajenas. Sin embargo, a los pocos minutos la asistencia olió el tongo que se venía: los combos y las patadas brillaban por su ausencia, porque no había pasión. No había ojos inyectados en sangre ni arrestos temerarios. La pelea entera fue un puro round de estudio. Nadie debió separarnos y tras quince o veinte minutos de cámara lenta, público y boxeadores regresamos al liceo, decepcionados. No volvimos a pelear, pero desde ese día la amistad entre ambos terminó para siempre.
Mi última pelea fue un año después. Frente a mi casa de Bueras con Palominos pasó un adolescente de mi edad, pero más flaco. Eran cerca de las cuatro de la tarde. Sin que le diera motivo me gritó un garabato y se lo respondí. Siguió caminando hacia Millán mientras se daba vuelta y me desafiaba a pelear. Corrí, lo alcancé y le tiré un combo, con tan buena suerte que con el nudillo del dedo del corazón le di en la punta de la nariz y la sangre le saltó a chorros. El desafiante se aterrorizó y echó a correr. Yo lo miré desde la calle, parado sobre el piso de huevillo, excitado por el color de la sangre de mi primera víctima.          

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