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martes, julio 07, 2015

El asesino oculto

Se sabía que dentro de aquellos túneles en ruinas se alojaba un asesino; pero mi sobrino era inocente, no lograba comprender ni el alcance ni el entramado de sus decisiones. Cuando bajó a los túneles le advertí que saliera de inmediato y lo hizo, pero en un momento mío de descuido volvió a entrar. Y ya no salió más. Luego un torrente de hombres emergió de los túneles y a todos los acorralé contra la gran pared de tierra que daba la entrada al laberinto. Estaba armado y no había duda alguna de que entre ellos se hallaba el asesino por partida doble.
Llamamos a la policía y tardó no poco en llegar. Había que trasladar al asesino a la ciudad, pero el vehículo policial era antiguo, de modo que varios civiles debimos sumarnos a la misión. A mi mujer con mi hija, que disponían de un station, les tocó llevar a dos sospechosos, pero en el último minuto decidí camuflarme en el maletero, sin que estos lo supieran. Las hice callar cuando me vieron entrar al auto y echarme sobre la esponja, cubierto con una frazada.
Se inició un largo viaje; entre nuestros sospechosos podía ir el asesino, también podía ser que no fuese ninguno de los dos. Como no había constancia y estábamos ante algo que solo le cabía determinar posteriormente a la justicia, nos resignamos a dejarlos viajar en libertad en el asiento trasero, no esposados. Mi misión era impedir que escaparan o que les hicieran daño a mis seres queridos.
Al atardecer entramos a la provincia y fuimos bien recibidos. Antes de pasar a tomar la once sonó el teléfono. Me pidieron que contestara y lo hice, imitando la voz de la dueña de casa, una señora entrada en años, de aspecto venerable. Del otro lado de la línea cuchicheaban. ¿Llamaba el asesino? Al principio lo pensé, porque hacían demasiadas preguntas; después olvidé mi papel y empecé a hablar con voz grave, de hombre.
Oscurecía. La turbia atmósfera provinciana se iba volviendo más y más tensa, por el efecto del chal de la señora, el olor de la estufa a parafina, el piso encerado, las moscas en las cortinas.
Por la noche llegamos finalmente a nuestra casa, donde los encargados trabajaban en diversas reparaciones y ampliaciones ordenadas por la constructora, sin costo para nosotros. Una pieza de metal brillante instalada para recubrir la chimenea se estaba fundiendo ante nuestros ojos, pero los entendidos insistían en que era a prueba de fuego. Luego recordé que ya habíamos vendido la propiedad, de modo que los beneficiados con las ampliaciones serían sus nuevos dueños, quienes se encontraban en salones interiores, diría yo sin atreverse a despedir a sus viejos y gastados ocupantes para plantarse como amos del lugar. Después de todo no era una gran casa. Era una casa inquietante de población; no se llevaba una buena vida allí.
Comencé a examinar seriamente la posibilidad de que el asesino oculto no fuese otro que yo mismo, por ciertos detalles, ciertos elementos que bordeaban mi memoria.

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