Visitas de la última semana a la página

miércoles, julio 29, 2015

Vergüenza

Vagos recuerdos alimentan mis días y de ellos unos pocos, muy pocos pero fuertes, precisos, inolvidables, me avergüenzan. Provienen de creaciones que he dejado impresas. Las palabras necias, los gestos ridículos, las actitudes absurdas del pasado se aceptan como hechos de la vida. Si durante el velatorio de un pariente anciano, en una fiesta de familia o en una reunión de amigos alguien devuelve esos hechos al presente, sirven como excusas para reír de buena gana (siempre que los recuerdos se hagan en los jardines de la iglesia, en el caso del velatorio). Pero son evocaciones que no avergüenzan. Lo que avergüenza es el testimonio inscrito en el papel, el testimonio que no acepta dobles interpretaciones. Hablo naturalmente de un tipo de vergüenza; diría una vergüenza terrenal, menuda, de la vergüenza infantil que hiere la inteligencia; esto es, la vanidad. Las grandes vergüenzas no caben en estas líneas. Haría falta un libro entero para intentar esbozarlas, otro para reconocerlas y un tercer volumen para expiarlas. Las grandes vergüenzas hablan de senderos mal escogidos y peor transitados, de traiciones, cobardías, secretos inconfesables, robos de almas, castigos brutales a seres que no lo merecían, imprudencias temerarias, deslealtades, decisiones insensatas y otros pecados atribuibles a la estupidez humana.
De modo que de las vergüenzas de que hablo son de las vergüenzas necias.
¿Cómo pude ser tan tonto?, me pregunto al revisar la obra en cuestión. Recuerdo mis respuestas en las pruebas, a temprana edad. ¿Qué pasó al hundirse la Esmeralda? Todos se mojan. Diga las partes del aparato digestivo. Boca, faringe, estómago, intestino grueso, intestino flaco, recto y ano. Mis padres reían a carcajadas al leerlas en la mesa y solo entonces caía en la cuenta de que algo no cuadraba en mi pensamiento, de que tenía que averiguar el origen de la ridiculez plasmada en el papel, de que no podía volver a caer en trampas como esas. Más crecido, habiendo dejado atrás el peso de la niñez, en plena edad del pavo, dominador del mundo, inventaba historias chistosas en vez de contestar simplemente las preguntas de los controles. Sacaba a relucir, sin asunto alguno, a la mosca tse-tse, de cuya existencia me había enterado hacía poco; la usaba como argumento para hacer dormir a mis compañeros, o como excusa por ignorar la materia, tal vez como método inconsciente de denuncia del aburrimiento soporífero que debíamos soportar, clase tras clase, hora tras hora en las aulas del liceo. Que yo sepa, no obtuve rédito alguno de mis osadías; apenas unas sonrisas de complicidad de los alumnos al abandonar la sala -complicidad engañosa-, cuando yo mismo les mostraba, en clave de reclamo pero también de orgullo, la escuálida nota que merecían mis respuestas.
 ¡Y pensar que al crearlas me sentía poderoso y hasta genial, y me ufanaba de enseñarlas!
Llegó el momento en que me atreví a dibujar la caricatura del profesor en la primera página de una prueba, junto a su nombre y a la asignatura. Un ratón de anteojos fumando pipa. ¡Confesaba yo mismo el delito y lo exponía a su vista! El roedor humano era un perfecto símil de los vestidos de lentejuelas que lucían los escaparates luminosos de la calle Independencia; era imposible que uno y otros pasaran inadvertidos en una ciudad tan escasa de luz como Rancagua, ni siquiera las volutas de humo que salían de la pipa eran capaces de ocultar la canallada juvenil. De modo que acepté la nota 1 de vuelta, avergonzado, herido en mi amor propio y decidido a cortar de raíz con ese vicio creciente. Fue mi última manifestación de estupidez recubierta de rebeldía.
Hoy pienso, sin embargo, que si el profesor hubiese sido yo, no le ponía el uno al alumno. Tal vez no me hubiese reído ante su ocurrencia, o quizás sí. Con el corazón en calma discurro que habría sabido aprovechar la ocasión para indagar en sus motivos y darle una lección que habría retenido durante toda su vida.
¿Qué le hubiese aconsejado? Haga esto siempre; rebélese. O: hágalo siempre, pero con astucia. O: no lo haga nunca más, sea respetuoso de sus mayores, proteja las bases del edificio que lo cobija. O: ¿eso dicen de mí a mis espaldas, que soy un ratón que fuma pipa? Bueno saberlo, vaya noticia que me has dado, tal vez convendría tenerte de mi lado para averiguar otras cosas.
Con mi esposa limpiábamos ayer de revistas viejas el desván; era un sábado de vacaciones de invierno y teníamos el día entero por delante. Nos esperaba un rico almuerzo y por la tarde, una función de teatro, escribo esto último sin cálculo estilístico alguno. De pronto, listo para ser echado a la basura, surgió ante mis ojos una "obra de arte" creada a mis 18 años. Un material encuadernado en tamaño carta, con una tapa de cartulina, que contenía dibujos, fotos, poemas y un cuento. Todo en él se notaba apresurado -las fotos con pelusas del negativo, los dibujos sin haber pasado por el cedazo del criterio, el calco de la máquina de escribir gastado- porque la idea se me había ocurrido a principios de diciembre. El destino era ser regalado en Navidad a mi mujer, quien era entonces mi polola. Todo a la rápida, todo entero digno de vergüenza, de ser en efecto echado a la basura. Y sin embargo, a centímetros del tacho, surgió de sus hojas la vibración de una súplica. La obra, que había vivido agazapada, hacía su último esfuerzo de defensa antes de perecer tragada por el tiempo; brotaban del polvo de sus páginas el cariño, la delicadeza, el amor puro, la ansiedad de amar, los sueños de grandeza que entonces nacían de mi alma. Se me vino un torbellino de imágenes a la cabeza, mis años de juventud, mi candor, los deseos que entonces tenía de hacer el bien, los rechazos y hasta la indiferencia que puede que aquello despertara en las personas que amaba.
El cuadernillo se llamaba "Horas de soledad" y estaba dedicado "a mi amorcito". Leí en la presentación: "Sergio Mardones, uno de los valores jóvenes de la literatura, actualmente está en periodo de receso, pero según los críticos, produciendo sus mejores obras".
La vergüenza y la piedad me dominaron. Sentí un violento repudio hacia mí mismo, nacido de la constatación de mi mediocridad, al tiempo que un sabor azucarado en la garganta, producto del amor que me han despertado siempre los perdedores.
Antes de que mi mujer descubriera la obra la deslicé otra vez, con discreción, hacia el desván. Perdonaba mi falla y acogía mis vergüenzas, que habrán de seguir vivas hasta mi último día, hablándome desde la hibernación.

No hay comentarios.: