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jueves, noviembre 05, 2015

El carnet

Mi mamá me levantó más temprano que de costumbre y me llevó al registro civil. Fue un día frío y yo me puse el abrigo de solapas cortas, abrochado hasta el penúltimo botón. Debajo, en vez del uniforme, usé un banlón beatle verde oscuro; si lo recuerdo a la perfección es gracias al documento que hoy aparece ante mis ojos mientras me deshago de algunos cachureos.
Hacía frío porque estábamos entrando al invierno. Era el día 3 de junio. Llegamos a la oficina, me parece que en O'Carroll o Gamero, y gracias a sus contactos me atendieron pronto. Mientras estaba sentado en la sala de espera miré un afiche pegado a la pared. Un niño dibujado en colores cruzaba la calle mientras un carabinero hacía parar el tránsito. Todos los personajes del dibujo sonreían. El afiche decía en letras mayúsculas SU MAJESTAD EL NIÑO.
Yo mismo era un niño y sentí que nunca nadie me había tratado así; jamás había reparado en los privilegios especiales sobre los mayores que me correspondían por mi condición de niño. Mi autocalificación había sido siempre la mínima, hay una palabra que la refleja mejor, y es insuficiente. Yo no era suficiente ni física ni mentalmente, no era suficiente ante el mundo, desplegaba colgajos de insuficiencia por todo el cuerpo, visibles a cualquier ojo adulto. Por eso mientras esperaba, mientras los grandes preparaban sus documentos y sus máquinas en la oficina; sentí que no merecía ese trato y me avergoncé del privilegio tácito que me otorgaba la sociedad, de lo que concluí que el mensaje explícito del afiche no era real sino engañoso, y posiblemente lo habían dibujado por otra razón, que bien podía ser la contraria. La sociedad necesitaba exculparse frente al maltrato que le daba al niño, imponer una nueva conducta, reforzar un nuevo mensaje que dijera que el niño era realmente su majestad, a través del expediente de un cartel pegado en las paredes de todas las oficinas públicas. Desde luego, en mi insuficiencia era incapaz de idear un razonamiento como este, de modo que lo fabriqué a través de una sensación de desasosiego, la que sentí tras la observación de ese cuadro.
Ya casi estaban por llamarme, dentro de unos minutos pasaría a tener identidad. Hasta ese momento era tan niño que no necesitaba poseerla. Me bastaban mi segundo nombre de pila y el apellido que pronunciaba todos los días la señorita María Eugenia cuando pasaba lista. Interiormente, sin embargo, ya iba notando un vacío. Si nunca había gozado plenamente la libertad de ser niño, ¿para qué prolongar un estado falso de las cosas? ¿No era hora de intentar un tímido debut como grande? Hoy algunos me tratan de señor, con respeto y a veces hasta con miedo; ignoran el secreto que escondo, pero a esos rostros mansos de amaneceres provincianos también les llegará su hora y elevarán la voz.
Primero me mancharon los dedos, cuyas huellas puse una a una en un libro; luego me sentaron, me pidieron mirar a la máquina, se encendió una luz  y listo. Ya tenía identidad, había pasado a ser el número 175.261. Tenía identidad, pero no tenía carnet. Gran desilusión. No lo entregaban de inmediato. Había que retirarlo como a los diez días. Y eso hice.
Cuando llegué a buscarlo iba preparado, me habían dicho que había que estampar una firma en el carnet, así que durante esos días estuve ensayando una. Debía ser parecida a la de mi padre, que empezaba con una S gigante, seguida del apellido, ilegible, y una cola que lo subrayaba. La mía la hice no igual, para que no se notara, sino con dirección vertical en vez de la cursiva que usaba mi padre. La firma de mi mamá era más bonita, porque su letra era más bonita, fina, redonda y cariñosa, pero eso significaba demasiado simple. La letra de mi papá era de sílabas separadas, bruscas y con recovecos ordenados que delataban un asomo de angustia.
Estampé mi firma en el libro, luego en el carnet y me lo entregaron. Curioso que algo tan sagrado, selecto y custodiado me perteneciera enteramente a partir de ese momento, sin ningún tipo de seguro. Era elegante, de plástico verde, con varias hojas. Caminé hasta la Plaza de los Héroes y me senté en un escaño. Lo abrí y lo primero que vi fue mi foto. Sentí palpitaciones y se me heló la sangre de las venas. ¡Había salido horrible de feo! y encima con un lunar de mentira a un costado del labio superior. La oreja izquierda se me veía aún más grande de lo grande que era y el pelo corto, casi al cero, era como una sombra erizada que me cubría la cabeza y realzaba mis cejas juntas. Mi mamá siempre me recordaba que debía cortármelo "para que no se me calzara la frente". A veces yo mismo me medía la frente ante el espejo y no alcanzaba a los dos dedos. Otras veces ella se untaba el dedo con saliva y trataba de echarme el pelo hacia arriba; en fin, cada 15 días la máquina de la tía Mirita pasaba a mordiscones sobre mi cabeza. En cambio al Vitorio le permitían usar chasquilla porque era frentón. Él se veía bien y yo me veía mal.
Y en esta foto del carnet ni siquiera sonreía. Estaba serio como un preso condenado a muerte, aunque no asustado, más bien aburrido. En resumidas cuentas estaba frito: el tesoro que soñaba con exhibir a mis amigos debería quedar guardado bajo siete llaves.
Esto ha venido a mi memoria a propósito de la ligera revisión de una gaveta, pero sobre todo porque hoy vivo obsesionado con los documentos valiosos que guardo en mi billetera. A cada rato me la palpo en el vestón para ver si todavía existe, a sabiendas de que la pérdida de cualquiera de esas tarjetas de plástico haría de mi futuro inmediato una catástrofe. Mi identidad se ha dispersado en ramificaciones increíbles.

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