Visitas de la última semana a la página

martes, noviembre 17, 2015

El misterio de los bosques

El calor era agobiante; Vargas había sido engañado por el pronóstico del tiempo y esperaba una lluvia que lo oscureciera todo. El camino de ripio levantaba polvareda y parecía no terminar nunca, lo que encendía su ansiedad. De la radio del auto hubiese deseado que surgieran las voces de los Beatles jóvenes cantando Can't buy my love, esa vieja melodía pegajosa. Pero a la sombra de los árboles nativos el tema habría lucido ajeno, leve, aplastado por el peso del enigmático sur de Chile, de modo que durante todo el trayecto desde el aeropuerto la radio había estado apagada.
Tras doblar una más de tantas curvas emergió una construcción fantástica que se elevaba en medio del bosque. Parecía una salvaje torre ideada para una película de ficción, con sus muros tapados por las enredaderas y las ventanillas iluminadas que sobresalían como luciérnagas en la noche de la zona austral.
-Creo que hemos llegado -le dijo a su mujer.
Estaba cansado y excitado. Tenía ganas de beber, comer y darse un baño de agua caliente.
-Qué hermoso -apuntó ella.
Solo dos palabras, que traducían su tensión acumulada durante cuarenta años.
Cuando entraron a la habitación, Vargas sintió que el mundo se le venía abajo. No veía aquello que había imaginado, sino algo muy distinto, cerrado, rústico, ordinario. Había telarañas en los rincones y las ventanas de duendes apenas dejaban entrar la luz que perdonaba el bosque.
La fortuna, sin embargo, se puso de su lado en el momento justo: observó que el frigobar convenido no se hallaba en ninguna parte, un detalle sin importancia, pero que le dio pie para exigir un cambio de habitación. Ella, maravillada por el entorno, no decía nada. Vargas intuyó que la única preocupación de su mujer era de que él no estuviese feliz, de modo que solucionado el problema, llevados ambos a una suite en altura con frigobar y vista al bosque, todo anduvo sobre rieles.
Las noticias que llegaban desde Europa le provocaban sentimientos encontrados. Sensaciones de angustia e incredulidad.
Aunque vivía tan lejos y su alma parecía ser tan ajena a esa experiencia, no podía dejar de hacerse la pregunta. ¿Por qué ellos les abrían los brazos a sus propios verdugos?
En el pasado remoto todos los pueblos partieron de cero. Los europeos habían usado las mismas armas y se habían impuesto al mundo por la fuerza, la inteligencia y ese poder de organización que brota de la voluntad de ciertas ideologías. Ahora, con la culpa en sus corazones y la ausencia de un Dios temido que los impulse a proseguir su misión, abrían sus brazos solo para recibir bofetadas de sangre, bombazos que hacían astillas sus almas y sus edificaciones.
Aquella reverencia hacia la debilidad, traducida por la sociedad moderna en humanidad, también la observaba en su país, mas no en los animales, que continuaban cumpliendo su destino, al igual que hace millones de años. Ellos no habían cambiado prácticamente nada. Solo evolucionaban de la manera en que evolucionan los animales; algunas especies desaparecían de la faz de la tierra, incapaces de adaptarse a los mandatos del matar para vivir; otras se mantenían, otras se convertían en plagas. A Vargas le pareció, caminando por el sendero que seguía el correr de las aguas turquesa del río Fuy, que la plaga era el hombre. Había demasiados, sobraban millones; el progreso de la ciencia ahora podía mantener con vida hasta a los desahuciados; los viejos iban llenando los espacios como si fuesen zombies que estiran los brazos a los seres vivos para alimentarse de ellos.
El bosque, el hotel de lujo, el ambiente de aniversario se prestaban para esas insensatas reflexiones antes del baño de vapor, de la copa de espumante en el balcón, mirando los árboles silenciosos y las nubes corredizas del cielo del sur. Reflexiones de ganador.
Al día siguiente un muchacho alegre les ofreció huevos en una cocinería del pueblito de Neltume. Se sentía feliz porque Vargas y su mujer le habían alabado la música que dejaba oír desde su computadora. Era música en inglés, de la que a ellos les gustaba. Temas de John Lennon, de Santana, Eagles. El destino del muchacho alegre era ese lugar. Trabajar para vivir. Mantenerse con tres chauchas, alejado de los centros donde se toman las grandes decisiones. Su sonrisa parecía sincera.
Quizás la solución imposible fuese rebobinar la historia. Detenerse en el nacimiento de Cristo. Hacer como que nunca nació, que nunca fue. No darle prensa. Dejarlo como un profeta más de esa región. Hacer que se peleen entre ellos mientras Roma sigue creciendo, cada vez más pagana y feliz, como se estila que hoy en día sean las personas.
¿Tanto les debemos a los primeros cristianos que pasamos a ser sustancia de esa religión nacida en Medio Oriente? Nos invadieron el alma; hoy rechazamos a quienes se apartan de sus mandamientos, pero al mismo tiempo abrazamos al dios dinero, al dios progreso, al dios de la salud, al dios de la gastronomía, al dios del ejercicio y al dios del consumo. Volvemos al politeísmo. Los bárbaros entran a Europa como los primeros cristianos y se inmolan como si se echaran ellos mismos a los leones. Da la impresión de que el único dios pareciera tener más fuerza que todos los demás juntos, al igual que el dictador ante la democracia. El único dios que ordena obedecer y elige para la foto a los más pobres mientras el hombre sigue haciendo su negocio.
-Mira allá -le dijo de pronto su mujer.
En pleno bosque, al lado de la reserva de los ciervos, una inmensa catedral de madera se levantaba a los pies de un monte tupido de verdor. Era el museo de los volcanes, construcción impropia, desmedida, como los hoteles del resort. El techo de piedra volcánica semejaba una cúpula negra y las puertas de madera nativa parecían abrirse a la verdad eterna.
Quedaba aún el tema del amor. Y la única verdad de Vargas, aparte de sus hijos, su nieta, su trabajo, sus amigos, sus dioses y su tiempo era él mismo. Él y su mujer. El misterio concentrado en las figuras suya y de su esposa. Caminando entre la húmeda sombra de los coigües y las lengas ella le comentó que le era más fácil entender el alma de su hermano que la suya propia. Pensó entonces Vargas a qué misterio podría referirse, su alma de fisgón elucubró sin base alguna en las veces en que ella pudo haberse echado a los pies de algún amante en un arrebato de locura, en las excusas que alguna vez pudo enhebrar para dar rienda suelta a las palpitaciones de su corazón, en si ella habría amado de verdad. Porque en el rescoldo de sus dudas, en el fondo pantanoso de su alma insegura, Vargas siempre pensó que ella no lo amaba de verdad. Antes lo asumía con abatimiento, hoy con la fría serenidad de quien comienza a despedirse de la vida. Y sin embargo allí estaban los dos, caminando de la mano, bebiendo el agua cristalina del torrente, celebrando cuarenta años de matrimonio envueltos en el misterio de los bosques.
De vuelta en el hotel su mujer reparó en la cantidad de espacios para el descanso en los pasillos. Sofás de los más variados estilos se desplegaban a la vista como cartas de naipe, como dados echados para un descanso que nadie tomaba. Las chimeneas encendidas no calentaban los huesos de nadie. Estaban allí no por ostentación, sino como la materialización de un sueño. Alguien había soñado esa grandeza y la había hecho materia. La desmesura está en el ADN de los genios, pensaba Vargas ya de noche, con la petaca de whisky en sus manos, bebiendo a sorbitos bajo las estrellas; son ellos quienes siembran la semilla de la locura en los espíritus dóciles, los mansos corderos que somos todos los demás.

No hay comentarios.: