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lunes, diciembre 21, 2015

El dictador. Un esbozo


Nació en el campo. De niño buscaba nidos de pájaros para quebrar los huevos y mató lagartijas, como todos. Con sus amigos sacaban las arañas peludas de sus cuevas. Y las hacían pelear entre ellas.
Acudió junto a los demás a la escuela rural.
A los 9 años era un niño dócil; a los 13 también. Fue a los 20 años cuando se empezó a diferenciar del resto. Sintió que ya se habían grabado en su alma todas las experiencias que se pueden acumular en el tránsito del hombre por la tierra. A esa edad ya intuía las mareas sobre las que navega el pueblo, la forma mutante de las masas y la estructura universal del corazón. Procedió en consecuencia.
Qué más se podría reseñar sobre los orígenes del gran dictador que alumbra las sombras por las que atraviesa la humanidad. Nada. El resto se halla envuelto en un halo de misterio, incluyendo el nombre de sus padres. Ni siquiera sus más cercanos consejeros conocen los enigmas de su ser, ni siquiera ellos han logrado acceder al manantial de donde emana su fuerza.
Acabará siendo apuñalado por la espalda, como los egregios dictadores. Pero antes le habrá dado muerte a la bestia prehistórica que habita en los bosques de cedro, hazaña que los poetas cantaron hace miles de años pero que ya no recogen los libros. Solo por esa gesta debería recordársele sin asomo alguno de envidia; vayan de antemano para él la admiración y el reconocimiento de un pueblo que no supo agradecerle en su día.
De vuelta a la civilización, con la cabeza del monstruo en la mano, fue reconocido y elevado a los altares de la fama, porque se atrevió a demostrar su genio. También los demás sabían qué hacer, pero había que ser temerario de verdad, despreciar la vida como la entienden los parroquianos de la taberna: una suma de buenos momentos y aspiraciones quiméricas, nunca el Irkalla de vecino.
Los años le irían jugando en contra. Nada menos recomendable para la gestión de un gobernante que un pueblo satisfecho cuando ve a su enemigo moribundo. El músculo se afloja; la cabeza no guía rebaños. Los dictadores no nacieron para tiempos de paz.

II

Grandes convicciones nunca tuvo. A veces se preguntaba él mismo qué perseguían sus actos, por qué los demás iban detrás de él. Entendió que en cada uno de los hombres de la tierra duerme la semilla del gran dictador. No podía mostrar el más ligero signo de debilidad; el mínimo error lo arrojaría al despeñadero donde los buitres se sacian de carne podrida.
Procedía entonces de acuerdo a los momentos. Y la última adición daba la consecuencia.
Los domingos, al acercarse el mediodía, debía ser visto en el coche engalanado. Era una victoria tirada por dos caballos blancos adornados con guirnaldas. Detrás del cochero, de pie entre los dos asientos, saludaba al pueblo que se agolpaba en la plaza para rendirle pleitesía. Luego los padres llevaban de la mano a sus hijos a tomar leche azucarada y comer pan de huevo a la confitería ubicada en la otra punta de la iglesia. Y todo el mundo se sentía mejor al regresar a sus casas.
A esa misma hora el dictador comía espárragos y bebía agua mineral, nervioso, insatisfecho. No era la paz que ansiaba aquella que se vivía en las paredes grises de su palacio subterráneo. Intentaba leer, pero las letras le bailaban en las páginas y terminaba apartando el libro, desorientado y ausente. Se le había informado que a su alrededor todo marchaba según sus directrices. Su pueblo era pobre; él le encendía una candela que le permitiera entrever en las tinieblas. El gusano en la manzana.
Conduciría a su gente al matadero, pero no había más opción. Y él fue el elegido de los dioses. La luz de la candela terminaría alumbrando sus llagas purulentas.

III

Su relación con las mujeres, dicho esto en el sentido erótico, daba vueltas y vueltas en el centro del remolino de sus secretos. Se afirmaba de él que era un atleta sexual; una oficina secreta sería la encargada de seleccionar para su privado goce los mejores ejemplares del género femenino, noche a noche. No era raro que en alguna fiesta de fin de año una chiflada se atreviera a sugerir, pasada de copas, que el dictador era el verdadero padre de sus hijos. El comentario más frecuente aseguraba que las mujeres ingresaban de incógnito, disfrazadas de aseadoras, y de madrugada salían despedidas por la puerta trasera, con dinero en efectivo. También se decía que abandonaban el palacio envueltas en sudarios, directo a la fosa común o al cinerario. Muy en la intimidad, otras voces comentaban que el dictador jugaba con lo ambiguo, de allí el aura de hermetismo con que se rodeaba todo lo concerniente a su vida personal. Incluso otro de los corrillos postulaba que de joven había sufrido un accidente que desembocó en la extirpación de sus testículos, de cuya desgracia surgió un hombre voluntarioso pero de apariencia amable, suave y serena, concentrado en la política, no asexuado sino célibe.
Jamás se pudo comprobar el más mínimo rumor, ni a favor ni en contra.

IV

Con su manto dorado, el crepúsculo va suavizando la luz en la faz de la tierra. Los campesinos vuelven de la magra jornada a sus casitas de adobe, donde los esperan sus mujeres y sus hijos. Entran extenuados y son recibidos con una jarra de agua dulce que les sacia la sed. A esa misma hora el dictador cita a sus hombres de confianza a la pieza más profunda de su palacio subterráneo, donde les imparte las órdenes que deberán cumplirse al día siguiente.
El trigo no ha brotado, la sequía agota los manantiales y a las ovejas no les queda pasto que comer. Nuestra tierra está baldía, pero los campos del país vecino refulgen de verdor y las cosechas llenan sus canastas.
¿Cómo encender la llama de la guerra, si nuestros hombres son pacíficos y humildes, faltos de ambición?
El problema ha sido planteado; las preguntas han sido planteadas. La sala se agita.
Irán cuatro al bosque y matarán al niño. Irán disfrazados de enemigos. Eso encenderá los espíritus y nos devolverá el agua y el trigo; es la necesidad.
No surgió voz opositora, ni siquiera una duda; esa apariencia amable, suave y serena es arma demasiado poderosa. Cada palabra que pasa por su filtro sale limpia y justa.
Fraguado el crimen, ¿perdona Dios la miseria? ¿Es cómplice pasivo del dictador que vela por su pueblo?
El sacrificio se cumple, el niño apuntado por la mano del destino se extravía y es hallado muerto, horriblemente mutilado. Los asesinos dejan huellas falsas y el espíritu del campesinado se inflama. Una invasión vengativa les devolverá el trigo y las cosechas; habrá una ofrenda y la tumba del niño se cubrirá de velas. La nación marcha hacia la guerra, morirán justos y pecadores, culpables e inocentes. El hombre ha vuelto a ser esclavo de su pasión. El dictador mueve monigotes sobre un mapa.

V

Las arcas están llenas y la ciudad se reconstruye; se han firmado pactos y tratados, ha vuelto la paz. Del enemigo vencido brotan sonrisas compungidas. Cerca de Dios, el dictador.
Se multiplican sus paseos por la plaza; accede a ser entrevistado. Huele la fragancia del éxito y la fama.
Es el momento de recomponer la madeja, volverla a su color blanquecino, borrar el color rojo de la lana. Pero el dictador no dispone aún de la tecnología para emprender tal desafío y pronto descubrirá que el paso del tiempo solo se encarga de ahondar la herida del vecino.
¿Qué deseaba lo más profundo de su corazón? ¿Dónde radicó el motivo de sus actos?
En un acto de arrojo, el dictador emprendió la ocupación de la tierra fértil para ser recordado y amado por su pueblo. Y para darle una demostración de su amor, llenando las arcas vacías.
Quiso amar y ser amado. Esa fue su única verdad, desprovista de ropajes filosóficos.
Las cartas han sido echadas; los hilos del destino le irán revelando con el correr de los días que habrá de fracasar en todos sus empeños. Morirá empalado, decapitado, crucificado.
El pueblo celebrará su ejecución y derribará sus estatuas.
El día siguiente será el día del caos.
Al surgir la decadencia, con trazos tenues, apenas perceptibles, el dictador cita a sus asesores y les anticipa lo que habrá de ocurrir años después. Es ahora cuando hay que detener lo inevitable o será tarde; es ahora y de no mediar remedio no solo él sino toda la sala reunida probará el sabor de su propia sangre, vertida a la vista del pueblo.
Surgen interminables teorías. Algunas motivadas en el miedo, otras en la desconfianza, otras en la indiferencia. El dictador contiene su ira y dibuja en la pizarra.
Qué dibuja. Una serpiente mordiéndose la cola.
He aquí el principio y el fin. Sus palabras no me han servido para nada. Retírense todos. Váyanse a beber. Y brinden por mí.

VI

Decálogo del dictador

El pueblo deambula en las tinieblas para ser iluminado.
El pueblo tiene nervio. El nervio requiere orden.
El pueblo tiene estómago; requiere pan.
El pueblo tiene piel lampiña. El pueblo requiere techo.
El pueblo tiene uso de razón; requiere circo.
Las necesidades del pueblo son infinitas.
El pueblo es ignorante. El pueblo intuye y olfatea.
El pueblo paga con su vida por sus sueños.
El buen dictador ama a su pueblo; de ahí que lo regañe.
Por emplear un eufemismo, el amor del dictador debe ser severo. Torturador.
El pueblo es traicionero. Si se le somete se amansa; si se le libera asesina.
El dictador necesita al pueblo. El dictador sin el pueblo no es nada.
Pocas veces el pueblo necesita dictador, contadas veces el pueblo exige dictador, nunca el pueblo está conforme.
Si el dictador no se rodea de aduladores es que no es un buen dictador.
Todo adulador debe morir en las mazmorras, mejor aun en el patíbulo.
Si el sucesor del dictador no aprendió la lección de gobernar, el dictador debe apartarlo por su propio bien.
El dictador no debe reír jamás. Su sonrisa le está reservada para los días de fiesta y una sola vez se le permitirá derramar una lágrima.
El día de su muerte el dictador deberá exhibir el temple de Hitler y Ceausescu.

VII

Cuando de los perdidos lindes de su territorio le llegaron las primeras noticias de la invasión reparó en lo mal que había hecho algunas cosas. No bastaba ganar una guerra. Las guerras debían ser eternas, una vez que se entraba en ellas. Declarar la guerra era apostar a la sangre fresca. La sangre seca no da frutos. Se limpia la baldosa con mangueras y la baldosa queda manchada de pasado. Esa mancha no sale con cloro; debe resignarse uno ante la presencia del recuerdo sucio.
El Decálogo, polvoriento, en una caja fuerte.
Negándolo, negándose a sí mismo, su memoria confusa lo había confinado al olvido, sobre todo los puntos siete y seis.
Alguno de sus consejeros le había metido en la cabeza que él siempre fue un demócrata. De modo que la lengua de la serpiente iba ya apuntando hacia la cola.
Ejércitos panzudos volvieron a la guerra. Caballos cansados. Las ruedas de los tanques chirriaron que dio dolor de muelas, porque les faltaba aceite. Los ministros en su gabinete. No había causa para matar a un niño. El pueblo veía televisión; había llegado la luz y el pueblo se informaba por la televisión, echado en los sillones.
Los generales dialogaron con los invasores a los pies de la ciudad, así de tanto habían avanzado. Los enemigos pidieron la cabeza del dictador, pero había que estudiar el modo. El comandante en jefe le transmitió en persona la noticia. El pueblo no estaba en ánimo de guerra. El dictador salió a la calle y un loco enfurecido le gritó que cerrara el trato; otros se le unieron y de pronto la plaza se llenó de vociferantes. Una masa no era, a lo más doscientos, trescientos, pero bastaron para incendiar los espíritus de los revolucionarios de sillón.
De esa forma se cumplieron los augurios.
El dictador fue entregado al pueblo y murió crucificado.
El pueblo celebró su ejecución y derribó sus estatuas.
El enemigo recuperó sus tierras.
El día siguiente fue el día del caos.

VIII

Pasan los años. Su flama se cuela entre los corazones del pueblo. Y los entibia.
Se le ve vagar a veces por las calles; sale de una esquina, aparece en una foto.
Empieza su imagen a poblar estanterías; las bibliotecas se nutren de su sangre.
Despierta la nostalgia.
Turbado, el pueblo confunde su fantasma con el de Gilgamesh y en el Parlamento un descerebrado presenta una moción para endiosarlo. Del inframundo surgen lenguas de fuego que arden en el cielo, como arreboles místicos.
Oh, dioses que malguían nuestros pasos y escamotean la escasa luz con que sorteamos las tinieblas de este mundo, apártense de una vez y dejen vivir al hombre a la usanza del hombre. No tenemos destino, la vida es el presente y el miedo es nuestro eterno compañero, pero ustedes se empeñan en dar vuelta el espejo y nos llenan de cuentos la cabeza. Hay tiempo para todo, nada nos faltará y si jamás llegó a mis brazos el amor por el que me amanecí esperando es que se trataba de un truco del espejo.
La madre del pueblo parió al dictador; su padre fue un borrachín.

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