Es un domingo de marzo. La luminosidad del Sol anuncia al otoño. Apacigua el calor la brisa fresca; el silencio se suma a la desesperanza del retorno. En la tarde de Ocoa la atmósfera entera se asemeja a los dulces cuentos de Poe, extraviados en la persecución de la belleza divina y perfecta que solo la pluma imagina; las aves sobrevuelan la nube de angustia que a esta hora cubre la casa y los roedores corren por la hierba seca, proyectando largas sombras antes de esconderse en el hueco del tronco de un boldo. Esas tardes, en esos jardines, con esas criptas que guardan cadáveres adorados.
¿Son todos los viajes así? La víspera, explosión de locura irresponsable. Se enancha el alma y pugna por volar desnuda. El día del regreso se repliega como tortuga avergonzada. Y con tarjeta paga la cuenta del bar.
No esperar nada de la vida. Crear, como si los domingos fuesen lunes. Carecer, como joven que sueña con lo que hoy engorda. He allí tres mandamientos para ser enfrentados a la hora inevitable de la gravedad del confesionario.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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