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lunes, junio 06, 2016

El mar

Vinimos del mar y nos prestaron un tiempo a la ciudad. Pero llega la hora de volver.
Ella y yo, los amantes de siempre.
El mar no se halla lejos, menos aún del barco que aloja nuestros cuerpos. Demasiadas puertas, eso sí, una tras otra, puertas que conducen a la siguiente habitación, habitaciones más y más pequeñas en las que de pronto cabe apenas mi figura, no la suya, que se me pierde entre el laberinto de puertas blancas, puertas blancas en cada una de las cuatro paredes. Ya no son piezas, son clósets, receptáculos verticales blancos con manillas de puertas.
Antes de seguir debo confirmar que no estoy durmiendo. Lo hago abriendo bien los ojos, lo que me hace ver las cosas en detalle, especialmente las líneas y el color blanco invierno de las puertas. Hasta ese momento siempre avancé por la puerta delantera, creyendo que bastaría invertir el proceso para volver al principio. Ahora he decidido girar una manilla lateral. Así es como logro salir del barco y bajar a tierra, donde nos espera el mar, a ella y a mí.
Es una inclinación bastante molestosa; hay que hacer fuerza con las pantorrillas para no resbalar e irse de bruces.
Nos precede una mujer a la que llevan atada de una cuerda; la multitud festina con su suerte. Bajamos todos por ese camino de tierra dura y húmeda. Al borde del camino, una arboleda difusa. Al borde izquierdo, un vacío. Abajo la esperan los carabineros, delante de la multitud. Se percibe una vibración en el ambiente. Son varios funcionarios vestidos de verde, abrigados por el frío de la tarde.
Ella y yo nos distanciamos un poco para no ser confundidos, atrapados a los pies de la meta. Resuelvo que caminemos como dos personas de mediana edad, de modo de llegar al mar como una pareja de burgueses tomados del brazo, lo que en efecto nos salva del hostigamiento policial.
¡Ah, el mar! ¡Por fin el mar! ¡Volver a mis orígenes!
Piso ansioso unas piedras mientras me voy hundiendo en el agua. Me incomodan los zapatos, tan apretados, y la casaca de cuero. Pero son inconvenientes pasajeros y una vez que sea pez todo aquello habrá desaparecido, toda carcasa material, todo despojo del hombre que antes fui.
Sí, ya en el agua, pero... ¿y ella? ¿Cómo saber quién es entre decenas, cientos de peces que comienzan a rodearnos, dándonos la bienvenida?
Es el viaje definitivo; no podemos darnos el lujos de separarnos, de extraviarnos entrando al objetivo, al inicio del vasto e invisible horizonte oceánico.
Entonces distingo al rojo pececillo; lo acojo en la cuenca de mis manos. Reconozco en sus ojos, sus aletas y el lomo de su cuerpo a la compañera de mi vida.
Ahora sí estamos en condiciones de adentrarnos en el azulado paraíso.  

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