Era una noche muy oscura; todo lo que se veía a mi alrededor me hacía recordar las jornadas vividas como enviado especial a Temuco, cuando cenaba en el restaurante del hotel Continental, un espacio del porte de una cancha de básquetbol con mesas dispuestas una tras otra y tras otra, sin más comensales que mi compañero de trabajo y un vendedor viajero que nos observaba de reojo a unos 15 metros de distancia, en diagonal. La vieja garzona emergía del fondo del salón con la bandeja humeante, posaba los platos en la mesa y se retiraba, se iba achicando con la perspectiva, como si volviera al destierro. En el comedor la temperatura era agradable, pero en la calle el frío calaba los huesos. Lo sentíamos cuando salíamos a dar una vuelta para estirar las piernas y beber un par de copas, antes de recogernos en la penumbrosa habitación.
En la noche que ahora paso a describir reinaba el silencio en el invierno del gimnasio en ruinas. Un ancho pasillo recto como vagón de tren, con paredes de madera sin barniz, conducía al baño de servicio; el cielo era tan bajo que casi se tocaba con la cabeza. Las pisadas fantasmales no dejaban huella en el suelo alfombrado. Una luz mortecina surgida de faroles alineados matemáticamente en los costados no ayudaba a elevar la moral, más bien la echaba al suelo. Toda la escena infundía al alma una sensación de inseguridad y abandono; daba la impresión de que la noche me iba arrinconando, decidida a encerrarme en ese baño claustrofóbico, apenas visible al fondo del pasillo.
Hubiese esperado que no ocurriera nada, que la noche diera paso al día con la velocidad que el sueño les regala a los muertos, pero yo mismo escribiría que no podía ser así. Ya dentro del baño, aprisionado en una atmósfera de incertidumbre y un presentimiento de tragedia, con la sensación de no haber corrido el seguro de la puerta, miré hacia la insignificante ventanilla mientras me lavaba los dientes: de la cara filuda de un hombre solo se veían sus dos ojos claros que me miraban fijamente, y el hombre no decía una sola palabra.
Mi nombre no tiene importancia, mi edad tampoco. Sólo diré que mi título de Vicioso y Hombre Malo me fue conferido, tras estudiar la vida entera en su academia, por una milenaria formalidad ideada naturalmente por los hombres. Y que si de algo soy testigo es de un derrumbe moral que me ataca por todos los flancos y me obliga a sumarme a él, en el entendido de que la verdad no es otra cosa que aquello que todos tratan de ocultar.
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