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lunes, noviembre 28, 2016

El "Pequeño gran circo"

Mi mamá me dio a elegir: Huguito, ¿quieres ir el sábado al "Pequeño gran circo" del Instituto O'Higgins o celebrar tu cumpleaños en la casa con invitados?
-¿Cómo al "Pequeño gran circo", mami?
-En el Instituto O'Higgins van a hacer un circo, con películas, globos, bebidas y torta. Ese sería el cumpleaños.
-¿Y los invitados?
-Los niños que vayan serían como invitados.
-¡Al circo!, respondí, sin dudar.
Mi decisión se reforzó durante la semana, pues todo el mundo -todo mi mundo, que no era más que la sala de clases, las casas de mis primos y los límites de la población Rubio- no hizo sino hablar del "Pequeño gran circo". Los comentarios se iban alimentando unos de otros y las expectativas subían como espuma. Al llegar el día sábado la ansiedad se tornó insoportable.
Bien pronto me arrepentiría de mi decisión.
Del "Pequeño gran circo" y de la torta me ha quedado poco y nada; de las películas, el sabor amargo de la frustración.
Aunque nunca me desvelé ante el panorama de una fiesta de cumpleaños, exceptuando el nervio al momento de recibir los regalos, tampoco habré de afirmar que el circo me quitaba el sueño. Con el Vitorio íbamos a casi todos los que pasaban por Rancagua, más que nada hipnotizados ante el desfile preliminar por Independencia, Brasil y San Martín, al mediodía de la primera función nocturna, cuando los artistas desplegaban al máximo sus encantadoras triquiñuelas y las fieras rugían que daba gusto (a causa del hambre, diría hoy, descreído). Solo una vez, de grande y con mis hijos sentados en mis piernas, abrí los ojos de par en par: fue cuando un hombre de goma hizo su ingreso a la pista dentro de un cubo de vidrio, una especie de acuario seco. Dos ayudantes lo trasladaban en vilo y lo dejaron sobre una mesa. El hombre fue sacando sus extremidades por parte hasta salir del depósito, entretuvo al público doblándose durante varios minutos como un monigote de plasticina, luego se metió de nuevo al cubo y fue sacado de la pista entre aplausos. En otra ocasión me impresionaron unos motociclistas que corrían alrededor de una esfera zumbando sus motores, cruzándose en un viaje metafórico, interminable, como si fuesen rutinarios seres humanos adiestrados por la rotación de la Tierra para renovar una y otra vez sus aventuras. Pero los circos de la infancia, lo admito hoy sin sombras de tristeza, me dejan el regusto de una compleja serie de sensaciones melancólicas: tal vez presentía que de vuelta a casa no hallaría a mi papá, tal vez las gracias de los animales no despertaban mi capacidad de asombro. Los payasos nunca me hicieron reír de verdad. Aún más que los trapecistas, los malabaristas me angustiaban con sus carreras tras los platillos dándose agónicas vueltas sobre un alambre que vaticinaba el fatal momento del error y su precio doloroso: la compasión de un público pegoteado de vergüenza ajena. De modo que no fue el circo lo que me llevó ese sábado al espectáculo organizado en el Instituto O'Higgins.
Fueron las películas.
La tarde pasaba en cámara lenta mientras el "Pequeño gran circo" continuaba la función. Para colmo no estaba resultando ser un circo hecho y derecho, sino exactamente un pequeño circo, un remedo de circo, sin pista, sin carpa, sin trapecistas, sin animales, y su show montado en el patio. Desganado, contemplaba acostado en la baldosa los números interminables cuando me animé a sacar la voz y le pregunté a mi mamá a qué hora daban las películas.
Me tomó de la mano y nos fuimos corriendo hacia las aulas. Atravesamos el mesón de las bebidas, el mesón de las tortas y el mesón de los globos. Me tomó en brazos y de pronto me vi dentro de una misteriosa oscuridad; al minuto pude advertir los rostros fascinados de otros niños mirando hacia una pantalla que cegaba la vista y doblegaba la razón. La sala estaba repleta, olía a niños agitados. El valeroso Tarzán voló en unas lianas y lanzó su mítico aullido en blanco y negro justo cuando dos palabras brillantes lanzaron un imprevisto mensaje en inglés:

The End

Los afortunados, que eran una  multitud, abandonaron la sala satisfechos, pero aún con energías para agarrar los últimos números del circo. Ya habían olvidado la película, aunque sospecho que el recuerdo les endulzaba el alma. Imaginé la ínfima posibilidad de otro filme de Tarzán o por último de una película cualquiera, pero mi mamá, tras hacer sus averiguaciones, me reveló tibiamente que la función había terminado. Yo estaba cumpliendo siete años y a esa edad ya estaba demasiado grande como para llorar, así que achaqué el episodio a la fortuna.
Mala suerte. Hora de volver a casa.  

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me asombra tu memoria, o como reconstruyes los recuerdos.
Vuelvo
Un abrazo
La Lechucita