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martes, julio 11, 2017

Una bandada de loros

La bandada de loros no dejaba dormir al chino del cuarto piso. El chino se revolvía en la cama, con las ventanas y las cortinas cerradas, pero la locuacidad de los loros instalados en la rama que daba justo frente a su habitación traspasaba toda barrera. El chino se levantó y telefoneó al conserje, exigiéndole que hiciera callar a los loros. El conserje le contestó que haría lo humanamente posible. El chino volvió a la cama y se tapó hasta la cabeza, pero los loros se le metían dentro de la cama.
De pronto cesó el barullo. Los loros guardaron un sepulcral silencio. El chino no cantó victoria, sino que se concentró en el silencio, esperando el mínimo roce de una rama antes de entregarse al sueño. Los loros volvieron a su alegato; era una pausa que se habían dado sin explicación.
Santiago amaneció nublado; al mediodía el esmog se hizo insoportable y por la tarde se veían carabineros pasando partes. El chino volvió al edificio muerto de sueño, casi arrastrándose. Antes de entrar miró hacia las ramas. El conserje había entrado a su turno hacía poco.
Años atrás la plaga de los loros no existía. En cambio se veían demasiados gorriones, que eran considerados feos, mínimos, grises. Lentamente los mirlos fueron reemplazando a los gorriones; pero los loros salieron de la nada y ahora se repartían las alturas con las palomas. Los loros en los árboles y las palomas en las cornisas y en las baldosas de las plazas. El chino mezcló un par de huevos fritos con carne mongoliana y se sentó a ver la televisión. Era impresionante cómo se mataba a cualquiera hoy en día. Hundió el pan en el huevo, en su país no se acostumbraba a comer así, su madre lo habría regañado, tratado de traidor, poco chino. Bebía cerveza Escudo.
Las noches santiaguinas se habían dividido en dos: noches sosegadas y noches movidas. Los días de semana, noches sosegadas; los fines de semana, noches movidas. Pero también los barrios se habían dividido en dos: barrios sosegados y barrios agitados. El chino celebraba a todo volumen con sus amigos en el cuarto piso; le era imposible oír el citófono, de modo que el conserje se tuvo que dar el trabajo de subir y llamar a su puerta. Eran las cuatro de la mañana y el edificio entero le suplicaba que terminara la fiesta, si es que esas, suplicar y fiesta, fuesen las palabras correctas. Los amigos bajaron a trastabillones y el chino bajó con ellos. Hacía un frío de los mil demonios, habían anunciado heladas al amanecer, pero los parranderos iban en mangas de camisa. Subieron a un solo auto, se sintió un intenso ruido de motor y el vehículo se perdió en la oscuridad en cosa de segundos.
Como la mayoría de los chinos, el chino tenía una edad indefinible. Bien podía estar bordeando los cuarenta como los sesenta. Por ahí andaba. Su forma de expresarse tampoco ayudaba mucho. Apenas pronunciaba el español y qué decir de escribirlo. El cheque de los gastos comunes era regularmente devuelto por el banco a la conserjería. Invariablemente escribía noventa y cinco mil nobi taci col y no había forma de corregirlo. En vez de Santiago ponía Shang Go y para colmo firmaba hacia abajo, saliéndose casi los sinogramas del papel. Acabó pagando el dinero en efectivo.
Los maleficios que le echaron al chino esa noche de parranda le enseñaron una nueva frase a la bandada de loros. El chino despertó a las cinco de la tarde, con una pulmonía en ciernes y la cabeza abombada; los loros exclamaban chino cochino, chino cochino.
Otra mañana el chino se revolvía en la cama, intentando desentenderse del problema de los loros; los loros repetían:
-Ta lloviendo... Ta lloviendo...
Otra mañana el chino no podía conciliar el sueño; los loros repetían:
-Ta nubláo... Ta nubláo...
El chino aprendía el español gracias a los loros; los loros lo aprendían del vecindario.
-Pone la tetera, pone la tetera...
-Mamita la papa... Mamita la papa...
El conserje veía la televisión en su aparatito de nueve pulgadas, situado bajo la cubierta del mesón. El chino lo vio de lejos y entró nervioso; portaba un maletín y una funda larga que trataba de disimular llevándola en forma vertical, paralela a su pierna derecha, la que no daba al mesón. Perfectamente podría haber contenido un arma. Un rifle. El conserje lo saludó y continuó mirando su programa, "Vértigo". Se reía solo con las bromas pesadas de Yerko Puchento, el humorista vocero del Partido Comunista. El conserje no era comunista, pero se sentía identificado con el discurso del humorista político. Esa era la maravilla de los comunistas: hacían que la gente, las personas, se sintieran como si fuesen comunistas. Cuando despertaban del sueño ya era tarde; los comunistas habían cambiado su discurso, como la bandada de loros.
El chino se metió al ascensor, sobándose las manos. Entró a su departamento y corrió el cierre de la funda: efectivamente, guardaba un rifle, al que no tardó en instalarle un silenciador que sacó del maletín. Puso además sobre la mesa una cajita de postones y un visor nocturno infrarrojo.
La ventana estaba abierta. Apuntó con sigilo al loro más fácil, disparó y le voló un ojo, pero no lo mató. La bandada se dispersó en el cielo; el loro herido quiso seguir a sus hermanos, pero lo hacía en círculos que lo iban alejando más y más de la bandada, a su pesar. Una nube ocultó la luna y lo privó de la escasa visión del entorno que aún lo mantenía en el aire, y así se vio obligado a devolverse al árbol de su desgracia, errando de tal manera la ruta que fue a dar a la pieza del chino, quien lo observó estupefacto.
-Pone la tetera... Chino cochino...
Se puso guantes y lo tomó en sus manos. El ojo le colgaba de la órbita. De un tirón se lo sacó y el loro gritó de dolor.
-¡Ta nubláo!... ¡Ta nubláo!...
Lo encerró en una caja de zapatos. El loro enloqueció de terror y fue perdiendo el conocimiento por falta de aire. El chino hundió varias veces la punta de un lápiz en la tapa; los portillos le proporcionaron el oxígeno que necesitaba y el animal pareció tranquilizarse. El chino acercó la oreja a la caja y sintió su respiración rítmica y serena: ahora dormía todo lo plácidamente que podía. Pensó durante un segundo traer dos cucharas y hacer un redoble de tambores en la caja, de tal manera que le fuese imposible conciliar el sueño, mas le pareció de una crueldad sin límite. Ya se había vengado, y bien vengado; ahora comenzaba un nuevo capítulo en la historia.
Cortó una telita negra de género con sendas perforaciones en sus extremos a la que amarró con esmero un elástico. Abrió la caja y rodeó el elástico por la cabeza del loro, dejando la tela sobre el ojo huero. El loro dormía profundamente. Le recortó las alas con una tijera y volvió a cerrar la caja. Luego se fue a su cama. En cosa de minutos el chino roncaba como nunca en su vida.
No había aclarado, pero andaba cerca, cuando fue despertado por la bandada de loros. Estaban enfurecidos y lo miraban directamente a la cara. El loro tuerto los azuzaba desde la caja de zapatos; los mensajes se cruzaban y el chino, vestido en calzoncillos entre ambos, apuntaba al árbol con el rifle a postones. Pero los loros habían aprendido la lección y se echaron a volar antes del disparo, que fue a dar al edificio del frente. El postón pegó débilmente en una ventana, sin mayores repercusiones en el orden material, aunque el sonido bastó para que la vecina que arrendaba dicho departamento sacara la cabeza y viera al chino armado de un rifle. El chino corrió la cortina y volvió a la cama. El árbol se hallaba repleto de loros, un ejército de loros que se distribuyó en batallones ubicados estratégicamente en torno a su enemigo. La mayoría permaneció en las ramas que daban al departamento del chino, otra buena parte se ubicó unos dos pisos más arriba y la sección que podría tildarse como la de los boinas verdes puso sus patas en el alféizar de la ventanilla de la cocina, que había quedado abierta y por la cual fueron entrando uno a uno, hasta asentarse en el terreno ya conquistado. Sentados alrededor de la mesa del living comedor, el chino se vio obligado a firmar un armisticio en los términos más degradantes para él y su destino. De aquí en adelante debería enseñar el idioma chino mandarín al loro tuerto, quien transmitiría las enseñanzas a sus hermanos una vez a la semana, en clases que les dictaría desde la caja de zapatos. Las clases se realizarían a las cuatro de la mañana de los días sábados y durarían tres horas. El chino puso la firma y los boinas verdes regresaron a su hábitat.
La vecina del departamento del frente veía todas las tardes al chino hablándole a una caja de zapatos.
-Sha yïngwu... Sha yïngwu...
-Bié fán wo... Bié fán wo...
-Yïngwu wài... Yïngwu wài...
-Qu Nanjing...
Los sábados en la madrugada, a eso de las cuatro y cuarto, el chino se revolvía en la cama, martirizado con la defectuosa repetición de sus propias enseñanzas.
-Chinguwa... Bifanwó...
No tardó la vecina en avisar al conserje. Quince días después se dejó caer por el barrio una señora de baja estatura y rasgos orientales, vestida de gris, edad indefinible, diríase entre setenta y cien años. La recibió el conserje y la acompañó hasta el departamento del chino. Tocó el timbre y se retiró, dejándola sola frente a la puerta. La vecina del frente vio cuando la mujer entró al departamento y agarró a bastonazos al chino, sin que este hiciera el menor intento por detenerla; a lo más se cubría con los brazos mientras el loro sacaba la cabeza de la caja de zapatos y miraba la escena con el ojo solitario.
-Ta lloviendo Hong Kong... Ta lloviendo Hong Kong....
La señora estaba el día entero viendo la televisión. Era de no creer la cantidad de información valiosa y desechable que recibía su cerebro, teniendo en consideración que la mujer era fanática del zapping. Así se enteró de la existencia del músico Rodríguez, "Sugar Man", y de las ocurrencias de Ziggy Stardust, quien no la terminaba de convencer, pues se le antojó que su música era más teoría que música, a diferencia de las canciones de Leo Dan, que eran música pura, sin teoría alguna que la respaldara. Aun así echaba de menos la ópera china y en las tardes brumosas apretaba el bastón con la mano y daba golpes tan fuertes en el piso que no pasaban cinco minutos antes de que el conserje concurriera al departamento a pedir silencio.
Si el loro salía de la caja de zapatos le daba un bastonazo. Un día le dio un bastonazo tan violento que el loro falleció, víctima de un traumatismo encéfalo craneano, pero la mujer no dijo nada y lo encerró en la caja de zapatos. Cuando el chino hizo su ingreso esa tarde lo recibió de mejor humor. El chino estaba preparado para los bastonazos; en cambio la mujer le ordenó que se lavara las manos. Al sentarse a la mesa lo esperaba un loro al horno al estilo Nanjing, acompañado de verdura cocida en cuadraditos. El chino lo reconoció por el ojo huero. La  mujer lo había cocinado con esmero, pero un pedazo de elástico pegado a la cabeza producto del bastonazo se derritió en la fuente y el loro adquirió el clásico sabor amargo de la comida japonesa. Mientras cenaban frente a la pantalla, ambos con ese pensamiento en la mente, que no se confesaban, el del maldito sabor del loro, sabor japonés, sabor del enemigo que los había humillado en la guerra, la bandada permanecía al acecho, esperando el llamado del loro tuerto, que no llegaba. El edificio sacaba el habla; los loros repetían:
-Vuelva luego miamó... Vuelva luego miamó...
Tal como un hombre que se desplaza a tientas sobre un terreno minado, como si fuese un artista que se adentra en el campo de la poesía sin conocer de ella más que lo que le dicta el corazón, ignorando sus variables técnicas e históricas, la memoria de los especialistas, los comentarios sesudos, el chino usufructuaba de un espacio que no le pertenecía. Nada de lo que lo rodeaba le pertenecía, era el mundo entero un enigma plagado de contradicciones y ataques a su persona. Especialmente los eternos ataques de su madre. Si hubiese querido vivir de otra manera no habría podido, pero tampoco habría sabido decir cómo había llegado a vivir la vida que llevaba.
Por la mañana despertó con una sensación rara. Miró el despertador: eran pasadas las 11 y media, ya no tenía sentido llegar al trabajo dando explicaciones. Sobre el velador estaba la sierra eléctrica. ¿Qué pasó que no lo levantaron a las 7 en punto a bastonazos? Movió la cabeza a ambos lados, puso cara de extrañeza, se desperezó y partió a la cocina en calzoncillos, a prepararse el desayuno. La ola de calor anunciada la víspera ya se hacía sentir. Por la tarde, al volver a su departamento, la bandada de loros no se movía de las ramas, abrasada, presa de un ardor intranquilo. Sin embargo los ojos apuntaban a su ventana, todos juntos, llorando de rabia, conscientes del secreto. Cuando al chino le pareció que ya era conveniente echar un vistazo a la otra pieza, se asomó y vio que la mujer yacía muerta en la cama, partida en dos. La bandada de loros lo recriminó, a gritos ensordecedores:
-¡Sipantú!... ¡Sipantú!...
El chino se acercó a la cama y examinó el cadáver. Le parecía curioso que no hubiese una sola gota de sangre. Descubrió que los loros primero la habían asfixiado y enseguida le habían extraído la sangre con una manguerita, sangre que vertieron al escusado, según revelaban unas manchas descuidadas sobre la baldosa, que limpió con un paño. Las aves habían puesto su rúbrica con la sierra eléctrica.
El chino pensó completar la tarea de los loros y descuartizar a la mujer. Pero sintió que habría sido de una crueldad sin límites, otra vez el mismo pensamiento, proceder de esa forma y entonces ideó sacarla del lugar y hacerla desaparecer. Por la mañana salió y volvió con una silla de ruedas; el conserje le escuchó decir que ella retornaba a la República Popular de la China, de manera que minutos más tarde no le extrañó verla bajar sentada en la silla de ruedas, y el chino empujándola, claro que estaba demasiado pálida, pero los orientales tienen la piel amarilla. La mujer se balanceaba de forma muy rara en la silla, tanto así que de pronto la mitad superior del cuerpo descendió bruscamente hasta tocar el asiento, en tanto que las piernas, que estaban cubiertas por una manta, se le alargaron hacia adelante, como si su cuerpo se hubiese achicado por arriba y crecido por abajo. El chino la subió con silla y todo al espacio de carga de la camioneta, sujetándola con un pulpo de goma cuyos extremos de alambre ancló a los bordes del vehículo. Cuando llegó al vertedero de Til Til la arrojó entera sobre el montón de desperdicios, pero justo venía un camión de la basura y el chino tuvo que salir corriendo para no ser aplastado. El camión volcó su carga y emprendió el regreso a la ciudad. Desde un promontorio contempló la escena: los zapatos de la mujer sobresalían apenas del cúmulo de inmundicias; a un par de metros podía verse su torso, de frente, mirándolo a los ojos, una mano apoyada en el bastón y la otra moviéndose de arriba abajo, saludando como el gato chino de la suerte. El chino bajó a la basura, le vació el extintor, cubriéndola de espuma, y se marchó. Los loros repetían, frente al edificio:
-Tonto leso... Tonto leso...
-Te sacái puros rojos... Te sacái puros rojos...
En el servicentro de Til Til pidió que le llenaran el extintor con parafina. Se le cumplió su singular petición con débiles reparos; el chino se salió con la suya y volvió al departamento. Atardecía. Allí lo esperaba la bandada de loros, soportando estoicamente el calor infernal que azotaba a la ciudad. Los loros  le seguían sus pasos con una mirada enfermiza, la vecina del frente se echaba aire con un abanico.
-Chino cochino... chino cochino...
El chino se echó desnudo sobre la cama y cerró los ojos, sudoroso, pero la bandada de loros no lo dejaba dormir, con su griterío diabólico. Extrajo el extintor, se acercó a la ventana, lo abrió a todo dar y frotó el encendedor. Pero la parafina salió del tubo como la orina de un enfermo de la próstata y el fuego cayó en gotitas y apenas alcanzó para encender una cortina del departamento; carecía de la presión necesaria para apuntar a los loros. El chino abrió todas las llaves del gas, echó la parafina en una palangana, la encendió y le aplicó el secador de pelo. El gas, que iba ocupando su espacio, hizo lo suyo y el fuego salió disparado hacia los loros desprevenidos, que se incendiaron con las ramas, echándose a volar. El cielo de la noche se cubrió de estrellas rojas, fosforescentes, figuras danzantes de luz, una poesía de la muerte, estrellitas que volaron hacia lo alto durante un minuto, hasta que se apagaron y cayeron carbonizadas al vacío entre el ulular de las sirenas, como restos de fuegos artificiales.


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