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viernes, noviembre 17, 2017

Noches de turno

Las noches de turno en el diario guardan su encanto. Hay un momento en que todo se recoge, como preparándose para dormir. Dejan de sonar los teclados y los teléfonos, los escritorios se despojan de la ocupación humana que les da sentido, la primera tirada se imprime lejos, en los faldeos cordilleranos y los pocos turneros matan el tiempo ante las pantallas de sus computadoras, a la espera del último aliento noticioso de la extensa jornada: el despacho de la edición de Santiago. En tal momento, mientras las noticias descansan -oh, bendición para mí y para el mundo- suelo bajar a compartir un café con mi querido amigo el corrector de pruebas Germán Arellano, atraído por las profundas verdades del alma humana que revelan sus historias. Germán no pareciera alegrarse en demasía ante mi presencia, ya que generalmente aprovecha ese paréntesis para ver alguna película por Youtube, pero con los minutos empieza a entusiasmarse. Yo, que lo trato de usted, por el respeto que le tengo y los diez años que me lleva, abro la conversación con algún tema literario y el diálogo se hace fácil, fluye como el agua cristalina en el arroyo. Llegamos así a los premios Nobel y a la soberbia y la envidia, que se dan mucho en ese ámbito, y de inmediato surge una anécdota.
"Hay poetas que no valen nada y se creen el hoyo del queque; en cambio otros como mi amigo Rolando Cárdenas, un gran poeta que no fue reconocido en todo su mérito, mueren en el olvido", comenta.
Le pregunto si le gusta Gabriela Mistral. Me responde que no mucho, pero que tiene algunas cosas, eso sí. Le hago ver que el año que ganó el Nobel, el otro candidato era Herman Hesse, detalle que domina, pues me acota: "Poeta mayor. Se lo dieron al año siguiente". Le afirmo que en mi opinión, Neruda llegó más lejos que Gabriela Mistral. Se abre entonces una interesante veta que ocupará nuestro interés durante gran parte de la charla.
"No se le pueden negar sus méritos, señor Lamordes, aunque a Neruda lo ayudaron". ¿Lo ayudaron? "Claro pues". ¿Quién lo ayudó? "Lo ayudó... el Partido" (al declarar esto pone ojos de huevo frito y tiende a sonreír). Me uno a su comentario y le recuerdo que el poeta tenía olfato, sabía arrimarse a personas claves, como él mismo confiesa en su libro de memorias. Germán admite lo anterior y cambia de tema.
"Yo fui bien amigo de Poli Délano, que en paz descanse", dice.
Le doy una buena mascada a mi sándwich de jamón y queso, bebo un sorbo de café y me dispongo a oír lo que viene.
"Cuando cursaba estudios en el Pedagógico, una noche estuvimos tomando hasta las tantas con varios más; Poli Délano era nuestro profesor. A la mañana siguiente nos cruzamos en el patio de la facultad y ni me miró. Habría esperado un saludo aunque fuera, pero el hombre se daba ínfulas. Y gran escritor nunca fue. Lo mismo Macías".
Le preguntó quién es Macías.
“Sergio Macías, otro que se arregló. Hay gente que vive arrimándose a los poderosos, como Macías, como un ex jefe que tuve, cuyo verdadero trabajo consistía en complacer a sus superiores”, afirma. Al revelarme el nombre de su ex jefe doy fe de lo que dice. Yo mismo le oí contar a ese ex jefe que en la feria persa descubrió un libro antiquísimo escrito por el padre de su director. Costaba una fortuna, pero lo compró y se lo regaló. Luego se ufanaba de su gesto y lo ponía como ejemplo de lo que nos faltaba a nosotros para llegar más arriba. Germán ofrece otra guinda para la torta. “Una tarde lo vi hablando amistosamente con un periodista. Apenas se separaron comentó sobre él: chancho que no da manteca”.
Pareciera que ambos estuviésemos respirando por la herida al hablar. Yo de una manera y él, de otra. En mi caso, admito el desaliento que me embarga al recordar que mis propios escritos han pasado sin pena ni gloria por el mundo literario criollo. Él debe de sentirse herido por otras razones, que desconozco.
Germán vuelve a Macías. Dice que se arregló los bigotes con el gobierno de la Unidad Popular, que lo nombró agregado de cultura en España. Después del golpe se quedó en Madrid, mientras su gran amigo Salvatore Coppola se exiliaba en la República Democrática Alemana. Hace aquí un breve rodeo para refrendar la historia que viene, sobre las peripecias de Gonzalo Rojas cuando dejó su misión diplomática en China para instalarse en la RDA. "Al poeta se le ocurrió mandar en barco desde China a su casa de Chillán una marquesa oriental de dos plazas. Fue toda una aventura, porque después se vio en la necesidad de viajar desde la República Democrática Alemana a Chile para recibirla", cuenta.
Antes de continuar con la anécdota de los amigos Coppola y Macías destaca que Coppola tenía un modo deslenguado para hablar. La cosa fue que Coppola quería reunirse con Macías, pero le costó un mundo, no por asunto de plata. Germán recuerda así lo que le contó Coppola una tarde que se juntaron a tomar pipeño. "Tú no sabes lo que sufrí para viajar a verlo, Germán. Tras infinitas negativas, porque chucha que costaba salir de Alemania Democrática, me conseguí un permiso de las autoridades para visitar España. Le dimos la noticia y con mi mujer viajamos en tren toda la noche, hasta que por fin llegamos a su departamento en Madrid, esperando ser recibidos con grandes abrazos. Pero al abrirnos la puerta la esposa de Macías nos leyó la cartilla de entrada: 'Shhh, el maestro está escribiendo. No se le puede molestar. Orden perentoria', advirtió. Le hice ver, aunque por supuesto ambos lo sabían, de dónde veníamos, y la vieja seguía con la misma. 'Shhh, orden perentoria'. Entonces me salí de madre y le grité: 'Dígale que haga un lulo bien grande con lo que está escribiendo y se lo meta por la raja'. Tomé a mi mujer del brazo y partimos de vuelta".
El tema del éxito, la envidia, la ambición y los fracasos se agota. Le recuerdo, más bien le advierto entonces a Germán, que su vida es un manantial de historias que deben ser traspasadas al papel. Si él se sigue negando a reproducirlas lo haré yo, para rendirles el honor que se merecen, amenazo.
-Ese capítulo de su vida en que se fue a vivir a una pensión de mala muerte, por ejemplo, no puede quedar sepultado en el olvido.
-Ah, sí -responde con cierta indiferencia.
-¿Me lo podría contar una vez más? Recuerdo una pelea y que su pieza estaba separada de la otra por una tabla de cholguán.
Vuelve a animarse; este es su relato:
"Para ahorrar un poco de mi sueldo, porque en esos días andaba muy acogotado, se me ocurrió arrendar una pieza re barata en una pensión de Santiago poniente. Duré como tres meses y me fui. Me tocó una habitación en el tercer piso. Una pocilga. Arrendaba la pieza de al lado una peruana bien interesantona, de unos cuarenta y cinco años, pero nunca trabamos relación. Al otro lado vivía la señora Sarita y en la pieza de más allá su hijo, el Patito. Era bien callado el Patito. Llegaba del trabajo y se encerraba en su habitación. En el cuarto piso vivía un vago atorrante que se pasaba discutiendo con el dueño. En el segundo piso arrendaba pieza un bailarín con el que hicimos buenas migas y en el primer piso completaba esta fauna un canuto zángano con su esposa, que era contadora, pero medio tontorrona. Cuando uno la escuchaba se decía: "Puta la cabra tonta". Yo traté de hacer amistad con todos, pero el primero que se me cruzó fue el canuto. Vivía leyendo versículos de la Biblia en el patio central al que daban las piezas. Una mañana tenía la música a todo chancho y yo, que había llegado del turno pasadas las tres, no podía dormir, así que me levanté, me puse la bata, salí de la pieza y desde el balcón le pedí por favor que bajara la música. Él me miró y me dijo "bueno". Pero al ratito la tenía de nuevo a todo chancho. Le gustaba oír música árabe, pero se le pasaba la mano.
"Una tarde el atorrante del cuarto piso bajó a hablar con el dueño y con su mejor voz le informó que su sobrino del sur llegaría a pasar la noche a su habitación. Ese mismo día yo andaba con ganas de comerme una carnecita y como tenía libre le pregunté a la señora Sarita si se animaría a preparar una cena para nosotros, porque ya había averiguado que cocinaba rico. Me dijo que encantada y al rato volví con la carne y el acompañamiento. Llevé de todo, pero me faltó el vino. Invitamos al bailarín y al Patito, pero el Patito se llevó la comida a su pieza, así que al final comimos los tres con el bailarín y la señora Sarita.
"Pasaron veinte minutos, pasó media hora y la señora Sarita recién empezaba a adobar la carne. Echaba un aliño y paraba, otro aliño y paraba; se lavaba las manos, se las secaba, sacaba un cigarro y se ponía a fumar. El bailarín no decía nada, porque era un invitado; yo tampoco, por educación, pero se notaba que los dos estábamos con el medio diente...
"De repente la señora Sarita sugirió en voz alta: 'A esto le falta un tintolio'. Con el bailarín partimos a la botillería de la esquina y volvimos con dos botellas, justo cuando iba entrando a la pensión el sobrino del atorrante. Era un mariconcito del barrio, un cabrito flaco bien afirulado; no pensaba ser sobrino. Cuando subió a la buhardilla y antes de que nosotros entráramos a la pieza, le entornó los ojos al bailarín, pero él no le hizo ni caso. Ya adentro, descorchamos las botellas. La señora Sarita cocinaba y se penqueaba, cocinaba y se penqueaba, puta que se demoraba en cocinar la vieja. Al final nos sentamos a la mesa como a las diez de la noche. Pero cocinaba rico.
"Al olor de la comida salió el canuto y se puso a blasfemar contra nosotros. '¡Nido de víboras! ¡Ya les llegará su hora! ¡No hay peor pecado que la gula!' Seguro que hablaba así porque no lo habíamos invitado. El bailarín, que al final de cuentas tenía su genio, salió al balcón y le gritó ¡cállate, zángano! De la otra pieza el atorrante pensó que le estaba gritando a él y como se había puesto celoso bajó un piso y le sacó chicha al bailarín de un solo combo. El bailarín lloraba y le chorreaba la sangre por el balcón. ¡Llamen a los carabineros! ¡Llamen a los carabineros!
"Las cosas se calmaron y cada uno volvió a lo que estaba haciendo. Con la señora Sarita le curamos las heridas y por fin nos sentamos a la mesa a disfrutar de la cena. Entonces se comió y se brindó, pero de repente, a pito de nada, la señora Sarita nos miraba con una cara rara y levantaba la voz, muy seria. 'Noto que no se me trata con respeto. ¡Pido respeto!', nos recriminaba".
Dice Germán que después de esa noche resolvió volver a su antigua pieza del departamento dúplex que le arrendaba una mujer que vivía con su hija retrasada. Le había caído la teja de que existían cosas peores. Y me regala de llapa la última anécdota de la noche.
-La niña andaba por los 18 años; estaba crecidita y era bien grandota, pero tenía un CI de cinco a veinte puntos, a lo más. Se llamaba Dámaris. Murió hace poquito, producto de los problemas inherentes a su retraso. Una noche la mamá me pidió que por favor la cuidara un par de horas en la pieza de arriba, porque ella tenía un compromiso con alguien en la sala de abajo. Yo le dije cómo no y subí a cuidarla. Estaba leyendo de lo mejor un libro en el sofá, la cabrita al lado mío, cuando la siento acezar y aletear como las gallinas. Era asmática y le estaba dando un ataque. Me levanté y la tomé por detrás para llevarla a acostar, pero me tropecé y caímos los dos sobre la cama, ella encima mío y seguía con el ataque. Era tan pesada que en un momento pensé "me voy a morir"; trataba de hacer palanca para zafarme de ella y no había caso, estábamos perdiendo la respiración tanto ella como yo, pero también pensaba "puta madre si sube la vieja va a pensar que me la estoy chiflando", porque andaba con una falda corta que se le había levantado y me tenía el poto encima. Con suerte no subió, yo hice un esfuerzo feroz y la desplacé hacia el lado. Fui al velador, tomé el inhalador y la hice respirar hondo hasta que se fue calmando y se quedó dormida.
Alguien anuncia que han vuelto las noticias. Así van pasando los minutos, los días y los años, cada uno en su elemento.

lunes, noviembre 13, 2017

Apuntes del diario vivir

Echado de bruces en la cubierta inferior del velador, polvoroso, el aparato celular dejaba pasar el tiempo sin emoción alguna, pues sabido es que los celulares, siendo forjadores de emociones, carecen de ellas.
Sus dueños repararon en él la mañana del domingo, antes de salir a pasear en bicicleta.
-Pronto este grandulón será una antigüedad.
-¿Y entonces, qué haremos con él?
-Lo podríamos colocar en la repisa, o junto a la vieja máquina de escribir.
Hacía mucho calor; aun así el paseo resultó agradable: la brisa se colaba entre la ropa fresca y los añosos árboles de la avenida regalaban generosa sombra. En la cafetería de siempre él ordenó un expreso y un empolvado; ella un té de jazmín.
A la vuelta ella se fue a celebrar el cumpleaños de una amiga; él se quedó solo, por primera vez en meses. Todo un domingo por la tarde para él solo. Sin mujer, sin hijos, sin nietos. Buen momento para escribir.
Calentó la lazaña y se la comió con una ensalada en un par de minutos; bebió un vaso de jugo de piña preparado por él mismo, con tres cubos de hielo. Lavó la loza, subió al segundo piso y se recostó en la cama a leer "El Mercurio", los suplementos Artes y Letras y Reportajes, en ese orden. Más tarde habría tiempo para escribir. De fondo escuchaba su radio favorita, RTE Lyric FM. A la primera hoja ya dormía siesta. De lejos le llegaban sus propios ronquidos; cuando los reconocía despertaba a medias, luego seguía durmiendo.
Al despertar de verdad reparó en que solo habían pasado 20 minutos. Hacía demasiado calor en la pieza, el cuerpo le pedía una ducha helada y le dio en el gusto. Luego reparó en un detalle molesto que venía evitando hacía varios días: las uñas de los pies. Acometió la tarea con paciencia; lo peor era la uña izquierda del dedo gordo, encarnada desde que en el internado universitario le pusieron un tubo de cartón sobre la puerta; él ingresó y en vez de caerle en la cabeza se fue recto hacia la uña del pie, que perdió en el acto. Quedó chueca para siempre y a partir de aquel instante, cada vez que entraba la tijera corta cutícula dolía. Pero era un dolor soportable. Había que sentirlo.
Repuesto y satisfecho del cacho que se había sacado de encima bajó al sofá, se estiró a lo largo, puso dos almohadas en la cabecera y leyó el primer suplemento, sin quedar del todo cómodo. De vez en cuando doblaba el cuello para evitar una tortícolis, y sentía cómo le sonaban las vértebras. El segundo suplemento lo disfrutó sentado en una silla del comedor, al que llegaban los rayos oblícuos del sol. Adentro estaba más fresco que afuera. Después de leer reparó en que no había escrito una sola línea, pero también miró el pasto de la calle: estaba seco y rogaba a su modo por un chorro de agua, haciéndose el amarillo. Su clamor de víctima desamparada le llegó al alma; salió a la calle con la manguera y lo regó una hora y tres minutos. Descubrió fecas de perro entre la hierba. Siempre las descubría cuando ya era tarde, cuando los vecinos y sus mascotas habían desaparecido, dejando su huella. Agudizó el chorro de la manguera y las empujó al centro de la calle. Con el paso de cada auto echaba un vistazo. Pronto se transformaron en una mancha verdosa y luego ya pasaron a ser un recuerdo. En eso estaba cuando vio caminando a lo lejos a su mujer.
-¿No ibas a ir al cine?
-No, me di la gran vida y me quedé en la casa. ¿Cómo te fue?
-¡Comí recién a las cuatro! Cuando llegué había puro maní salado y vienesas fritas. Después apareció un montón de haitianos y haitianas de la parroquia.
-¿No era un cumpleaños con los amigos?
-Sí, pero ya sabes como es ella...