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miércoles, diciembre 20, 2017

Dos poetas, el tercer hombre y un café de domingo

Escribir un cuento sobre dos poetas: uno genial en su vida diaria y en su obra y otro pedestre en las mesas redondas y brillante en sus libros. Unirlo al relato del hombre preso de sus ideas machistas, acorralado por los cambios de la sociedad, que no le permiten expresarse como siente, desea y piensa. Uno de los dos poetas necesariamente debe ser extravertido, histriónico, bocón; el otro, silencioso, observador, acomplejado. El tercer hombre no es la síntesis de ambos, sino un personaje desplazado a la vera del camino por la máquina del tiempo. Los poetas le cantan. Uno lo condena con metáforas punzantes, el otro lo hiere con versos decadentes; los dos envidian su violencia reprimida, la violencia del hombre de los primeros estadios de la infancia.
-Huguito, no te lo puedo explicar con palabras. Deberías imitar, seguir mis gestos -le decía su padre con sus ojos y con su forma de andar.
Así empezarían a definirse los rasgos del tercer hombre.
Era Nochebuena y se hallaba solo. Siempre la noche del 24 de diciembre fue la más hermosa para él, la única en todo el año en que su familia olvidaba las diferencias alrededor de una mesa generosa en manjares y licores, la única en que se leían versículos del Nuevo Testamento y se ofrecía el primer brindis a los que ya no estaban entre ellos. Enseguida se hablaba y se discutía a destajo, con alegría. Pero esa noche se hallaba solo y más que lamentarlo, vivía ese momento como novedad; es decir, con los sentidos despiertos. Estaba a punto de estallar en una hoja en blanco.
Así continuaría. El poeta doble.
Tengo demasiada facilidad para amar; debo contenerme. También odio, menos. Más bien me irrito, me dejo vencer por la irascibilidad. No sé hablar, no sé qué decir; amo y odio en silencio desde que tengo uso de razón, separado del mundo, en comunicación conmigo mismo. Así no me enseñaron, pero algo me marcó.
Eso diría el poeta acomplejado.
Viene un día de calor agobiante. Bajo el ciruelo que le da sombra a la terraza del local, un vaso grande de agua con hielo atenúa la amargura del café. En la mesa de atrás, dos mendocinas hablan con una decisión y una naturalidad que dan envidia. Si cierro los ojos veo a la derecha de mi campo visual una pequeña E invertida pintada de verde neón; si los abro, mi reflejo sombrío en la ventana del  café. Conversan, sin ansiedad, de la noche de Año Nuevo, una de ellas desea ver los fuegos artificiales, que no los disfruta hace trece años. Hacen planes, divagan, se dejan llevar por la charla como un barquito de papel sobre el arroyo hasta que llegan sus invitados, dos muchachos jóvenes, ¿pareja? Chica, vení, ¿sí, qué desean?, qué linda ella, Chori, pedí lo que quieras, cuando tengo plata soy así. Vos también, Chori 2, un jugo, unas tostadas con palta. Si es por eso, una parrillada, dice el Chori...
¿Qué me deja ese encuentro? ¿Logré olvidar la molestia en los hombros, el cansancio en las piernas, superé por un momento la insatisfacción que llevo dentro? Mientras camino hacia el hogar siento desvanecerse a los dos poetas y al tercer hombre, mientras crecen los comensales del café, que no son más que eso, viajeros que me han acompañado durante un segundo de mi vida, no dan para cuento, no son personajes literarios sino personas de carne y hueso, material de crónica.
Un gorrión sobrevuela el pasto sombrío entre la calle y la vereda, lo veo de reojo al caminar, persigue una pelusa que le trae la brisa, no es una pelusa, es una polilla que aletea, huye de su pico y vuelve a caer en él, son pasmosos los reflejos de su cuello para dar en una fracción de segundo con su presa, huye otra vez y consigue salvarse de la muerte hasta que el gorrión, el ave más sencilla de la tierra, el ave del que tal vez se esperaría acaso un rol menor en el reparto estelar de la comedia de la vida escenificada en los alrededores de un café, mediodía de un domingo de calor agobiante, se la lleva.  


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