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miércoles, febrero 15, 2017

Don Feña, breve anecdotario

El mejor perfil biográfico del escritor y filósofo argentino Macedonio Fernández lo compuso Borges. Me temo que el mejor retrato de don Feña habrá de salir de mi pluma, simplemente porque ya no hubo interesados en llevar a cabo esta tarea. Borges cubrió de anécdotas seis páginas tributarias, que le bastaron para dibujar, ya ciego, un retrato perfecto de esta "figura breve y casi vulgar", entregada "a los puros deleites del pensamiento". Entre sus vivencias atrapadas por la imprenta se me quedó pegada una: Macedonio Fernández, recuerda Borges, podía estar horas en su cuchitril sentado al borde de la cama, sin hacer absolutamente nada. De su "inteligencia extraordinaria", sin embargo, el maestro no brinda pruebas taxativas.
Don Feña nació el 19 de septiembre de 1913 y fue uno más de tantos seres que estamparon su huella en Rengo, Rancagua, Santiago, Loncoche y las Termas del Flaco. Ejerció escasa influencia, jamás escribió nada y solo dejó su ejemplo. Una mirada superficial lo calificaría de baqueano tozudo. Digo lo anterior sin ánimo alguno de menoscabo, debe creérseme, pues lo que deseo -tratando de imitar el estilo de Borges- es contar algo de su vida a través de unas pocas anécdotas, como las que entro a relatar.
Don Feña se paseaba cabizbajo bajo el parrón de la casa de Ibieta, en actitud meditativa. Cada cierto tiempo murmuraba para sí mismo: "Igu... igu". Cerca suyo estaba el Julio, construyendo avioncitos de madera. Don Feña pasaba por su lado, como si no lo viese.
"Igu... igu".
-Qué le pasa, don Feña.
-Nada, Julín... "Igu... igu".
-¿Qué está diciendo?
-Pensaba en las casas donde viven los esquimales...
Don Feña era de ideas llanas, ajenas a dobles interpretaciones. Manejaba su viejo Skoda con el Julio por el camino longitudinal cuando se percató de que no portaba la licencia de conducir. Decidió aprovechar la ocasión para impartirle al adolescente que entonces era mi primo una gratificante enseñanza. "Mira Julín -le comentó- al carabinero siempre hay que decirle la verdad". El destino lo puso a prueba cinco minutos después, al pasar frente al retén de Los Lirios. Un carabinero lo hizo parar y le indicó que se estacionara en la berma.
-Caballero, permítame sus documentos, por favor.
-¡Ando sin documentos, mi cabo!.
-¿Ah, está de chorito? ¡Adentro!
Rumbo al calabozo, el Julio reconoció al policía. Días atrás se había apiadado de él y le había convidado café. El cabo hacía guardia de madrugada al lado de su casa, donde la flor y nata de la sociedad rancagüina asistía a una fiesta de matrimonio. "Usted estaba entumido y yo le di café. ¿Se acuerda, mi cabo?".
-Claro que sí, cabrito -y dirigiéndose a don Feña- Usted, vuelva al auto, pero no le vaya a dar de nuevo la lesera, porque ahí sí que lo dejo adentro.
Dormían ambos en la pieza que daba a la calle. Era verano y hacía calor; las ventanas estaban abiertas. Don Feña ocupaba la cama de la ventana y roncaba con la cabeza sobre el plumón, echando viento por la boca. El Julio ocupaba la cama del rincón. De lejos se sintieron pasos, que venían de Maruri, la calle del pecado, una cuadra al poniente, cruzando San Martín. Un curado asomó la cabeza por la ventana, miró hacia adentro y le dijo a su compañero de farra:
-Lorea, hay un pelado durmiendo.
Enseguida siguieron su camino, pero la voz despertó a don Feña.
-¿Qué pasó, Julín?
Reía el Julio al recordar otra de sus anécdotas. Don Feña había sido en sus tiempos un próspero panadero; esa tarde había estado maestreando y se había herido dos dedos, de los que había manado abundante sangre. Después le dieron ganar de hacer pan de dulce con crema pastelera, de modo que se arremangó y comenzó a amasar la harina. Estaba en lo mejor cuando apareció el Julio.
-¿Qué está haciendo, don Feña?
-Pan de dulce, Julín.
-¡Pero si acaba de cortarse los dedos! Yo mismo lo vi.
-No te preocupes, Julín, me puse unos parchecuritas -y le enseñó los dedos, tras sacar las manos de la masa.
En esos tiempos el Julio se había hecho amigo del Alfredo Tomasevic, un joven abogado aficionado a las carreras de caballos. Los sábados iban al Hipódromo y los domingos, al Club Hípico. Durante la semana solían juntarse en el centro. El Julio vivía una situación inestable: terminaba sus estudios de enseñanza media en el liceo nocturno y en el día hacía poca cosa. Vendía chucherías, llenaba un cuaderno con poemas pero sobre todo, regalaba su chispa humorística a quien quisiera escucharlo. Se tomaba la vida por encima y divertía a la gente.
Una tarde que paseaban por la ciudad en el auto del Tomasevic se toparon con don Feña, quien volvía de realizar uno de sus pitutos característicos, la pintura de letreros. El auto se detuvo.
-Suba, don Feña.
-Gracias, Julín.
Don Feña se instaló en el asiento posterior. El auto enfiló por San Martín. En una esquina los amigos divisaron a dos chicas y probaron suerte.
-Hola, ¿dónde van?
-Por ahí...
-¿Las llevamos?
-... Bueno.
Las chicas subieron por la puerta trasera y vieron a don Feña.
-¡Ah, es con abuelito la cosa! -exclamó una de ellas, como para sí misma.
Cada vez que rememoraba la anécdota el Julio terminaba contando que el baqueano tozudo les pidió que lo fueran a dejar a Ibieta, para no aguarles la fiesta. Que se haya sabido, don Feña era un hombre de libido normal, aunque claramente sus gustos y deseos iban por otro lado. Él mismo me contó un día -ya estoy metido de lleno en la década de los setenta- una anécdota de su juventud. Recordaba que en un momento de calentura sintió la urgencia de poseer a una mujer. Como no la tenía, se vio de pronto caminando maquinalmente por las calles de Rengo hacia una casa donde se la proporcionarían a un precio razonable. Dijo que pasó entonces por una frutería y vio un racimo de plátanos que lo tentó. Luego de pensarlo un momento decidió gastar su dinero en el racimo de plátanos.
Debe de haber sido por 1977 cuando el Vitorio contrajo la hepatitis. Lo internaron en el hospital de Coya y cuando lo visitábamos en su pieza aislada del primer piso teníamos que hablarle desde fuera del hospital, por la ventana. En una de esas ocasiones don Feña ofreció trasladar a Coya a mi mamá y a la Mirita en su viejo Skoda. A la entrada del campamento minero hay una pendiente fuerte, que por esos tiempos terminaba en el cruce del tren de carga a Sewell. En plena bajada don Feña descubrió que se le habían cortado los frenos, lo que anunció con voz tranquila, pero no tanto, porque los tres ocupantes veían con los ojos desorbitados que al cruce se acercaba el tren. Don Feña optó por tirarse contra el cerro y así se salvaron los tres, pero no el Skoda, que ya jugaba los descuentos.
En Rancagua vivía don Raúl, a quien el Miguel define como un "oficinista nervioso". Por una razón que no manejo, don Raúl era amigo de don Feña y confiaba en él, tanto así que por esos días le pidió que lo acompañara a Santiago a buscar un Cadillac que se había comprado, ya que no se sentía seguro en el manejo. Así lo hicieron y al recibir el auto, don Feña tomó el volante. Volvían ambos muy felices, conversando, cuando antes de enfrentar el peaje de Angostura don Feña paró el auto en la berma, se pasó al asiento del copiloto y le informó a don Raúl que de ahí en adelante él sería el conductor. El oficinista nervioso se hizo cargo del Cadillac y entrando a la garita del peaje lo chocó contra uno de los soportes de hormigón. Cuenta el Miguel que ese día estaba conversando frente a la puerta de su casa con el Toro Bastías cuando vieron a un auto doblar tan mal por San Martín, que al tomar Ibieta hizo una curva cerrada y se fue directo a la casa del Pato Valenzuela, impactando de lleno la muralla. Don Raúl y don Feña se bajaron corriendo, pasaron por el lado del Miguel y se metieron a la casa; una niñería, porque el daño estaba hecho y había que reconocerlo. "El Cadillac llegó a Rancagua lleno de cototos", recuerda mi primo.
Diez años antes yo había cumplido mi sueño de tener una guitarra. Al poco tiempo me di cuenta de que no avanzaba en su aprendizaje. Siempre tuve buen oído, pero el desaliento que provoca el fracaso me dejaba pegado, engañándome con la repetición de las primeras lecciones, de modo que paulatinamente la fui dejando de lado. La guitara, marca Tizona, pasó un buen día a la casa de Ibieta, donde el Julio, que no tenía oído, le arrancaba algunas notas, especialmente el comienzo de "Adiós al Séptimo de Línea", que tocaba sin respetar el ritmo, de manera apurada.
A principios de los setenta me fui a estudiar periodismo a Santiago. Volvía a Rancagua los fines de semana y entre mis panoramas provincianos visitaba la casa de Ibieta, donde seguía viviendo la Mirita con el Julio, don Feña y el Miguel. El Lucho ya era alférez de la Escuela de Aviación; llegaba a lucir su uniforme en la Plaza de los Héroes a la salida de la misa del domingo y por la tarde regresaba a San Bernardo.
Uno de esos fines de semana pregunté por la guitarra. Se produjo un silencio sepulcral. Finalmente la Mirita me dijo la verdad: el Julio y don Feña habían discutido y don Feña le rompió la guitarra en la cabeza.
Don Feña amaba la cordillera y mientras más alta, mejor; allí se sentía en su elemento. Al terminar el verano del 68 nos invitó a subir el cerro Angostura. Un juego de niños. Yo había ido a una fiesta la noche anterior y no dormí. El Vitorio y el Miguel se levantaron a las 5 de la mañana y los tres, más don Feña, partimos a tomar el tren que nos dejó en San Francisco. Habíamos acordado llenar las cantimploras con el agua del río a los pies del cerro, pero a los tres se nos olvidó y comenzamos a subir con la pura ración que llevaba don Ñafe. El año anterior la sequía apenas dejó caer 62 milímetros de agua en Santiago. El cerro estaba cubierto de un pasto amarillento y las hojas de los árboles nativos parecían rogar al cielo por el vital elemento. Encima, mi cuerpo estaba reventado por la trasnochada. En cada descanso me quedaba dormido y cuando despertaba mis compañeros me habían tomado mucha ventaja. Ocho horas después llegamos a la cima. La sed se tornaba insoportable, salvo para don Feña, que generosamente repartió su ración en cuatro partes, que alcanzaron para medio jarrito de te para cada uno. Lo tomamos al seco y seguimos buscando agua en unos cactus que partimos a piedrazos para chuparles su néctar. Mientras, don Feña comía tranquilamente harina tostada. Pasamos la noche en la cima y a la mañana siguiente comenzamos a bajar. Desde la altura divisamos una casa con piscina. Una chica se paseaba por la orilla mirando el agua, indecisa. De pura desesperación le gritamos al unísono: "¡Tírate, tírate!". Al llegar al río el Vitorio y el Miguel se arrojaron enloquecidos a beber. Yo me contuve. Llené un bidón de cinco litros y lo batí con harina tostada y azúcar, me puse de espaldas en el suelo y me lo eché a la boca, hasta que se vació...
El paraje cordillerano preferido de don Feña eran las Termas del Flaco. Pasaba allí el verano entero con la Mirita y a veces, buena parte del invierno, ausente de compañía, pues todo el pueblo había bajado mucho antes a San Fernando y en la montaña solo quedaban pensiones vacías, a medio cubrir por la nieve. La soledad entonces se tornaba monumental, la naturaleza reinaba sin más cortapisas que los desafíos de algún arriero que bajaba con atraso sus animales al valle. Uno de esos inviernos, contra lo que aconsejaba la prudencia más elemental, don Feña sintió el llamado de la montaña y fue hacia ella. No recuerdo que me haya contado cómo fue que pudo llegar, pero de llegar, llegó. Era una tarde de perros, la nieve cubría sin piedad los verdes e inofensivos lomajes del verano con su inquietante manto blanco, un manto que parecía el manto de la muerte. Pero él no se arredró, pues dentro de ese refrigerador topográfico lo esperaba un paraíso: las cálidas aguas termales que brotaban desde el centro de la Tierra y dentro de las cuales pasaría la noche, calentito, burlándose de la nieve que cayera a su alrededor. Para eso había viajado y ahora que se hallaba al borde de la vertiente situada al costado del río procedió a desnudarse, aterido. "Me tiré de frentón al agua, pero el río se había metido por alguna parte y el pozón estaba helado", decía, al rememorar la aventura.
-¿Y cómo logró salir de esa, don Ñafe?
-Salí del agua, me volví a poner la ropa empapada de nieve y me fui a guarecer a una pieza vacía, sin puertas ni ventanas. Con varios grados bajo cero estuve toda la noche dando vueltas en círculo, corriendo para no congelarme, mientras decía en voz alta chucha que hace frío, chucha que hace frío, chucha que hace frío...".
Don Feña se apareció por Rancagua en la década de los sesenta. Un buen día llegó a Ibieta, lo recibió la Mirita y se produjo algo parecido a lo que se conoce como un flechazo. Don Feña arrastraba un matrimonio fracasado y la Mirita era entonces una viuda relativamente joven. Se conocían de muchos años atrás, cuando él le había hecho los puntos sin éxito a su hermana, que era mi mamá. En esos tiempos de juventud era dueño de una fábrica de gaseosas en Rengo, que bautizó como "Nectarines Latorre" y según se contaba en la familia, algo pasó con su mujer que decidió abandonar sus negocios y vivir como los pájaros, con el exclusivo fin de no dejarle herencia alguna. Mi papá, que era celoso por naturaleza, no vio con buenos ojos su arribo y lo tuvo siempre entre ceja y ceja; jamás lo tragó. Mis primos, el Lucho, el Julio y el Miguel, lo miraron con recelo un buen tiempo y terminaron por aceptarlo. Transcurrido cerca de un mes de su llegada, una tarde golpeó la puerta de nuestra casa. Lo  recibieron mis papás. Don Feña declaró que sus intenciones con la Mirita eran serias, pero no quedó tan claro que hablara de casamiento. Se le dio el pase y así se fue quedando en la casa de mi tía, aunque nunca compartió cama oficialmente con ella. Todas las anécdotas que relaté pertenecen a su vida en Rancagua. Me faltaron unas cuántas, sobre todo cuando pasábamos noches enteras con él y el Julio jugando ajedrez hasta el amanecer. El Julio era de jugadas fulminantes, don Feña se divertía, ganando a veces y perdiendo en otras; yo pensaba demasiado y no me servía de mucho, pues solo era capaz de proyectarme hasta la tercera movida. Eran esos tiempos en que Bobby Fischer había revolucionado al mundo entero y la gente seguía el duelo con Boris Spassky jugada a jugada, en tableros instalados en las vidrieras de las casas comerciales del centro o por despachos urgentes de la televisión. Luego se dejó caer la crisis de la Unidad Popular. El Julio se fue a probar suerte a Argentina, se hizo camionero y murió a los 19 años en un accidente en la provincia de Neuquén, en noviembre de 1973.  
Don Feña murió mucho después, a los 83 años, el 9 de mayo de 1996. Dos días antes fue al colegio del Cote, un nieto de la Mirita, a llevarle unos dientes de vampiro que se le habían quedado para una presentación escolar. Después de almuerzo se encaramó a podar el parrón. Trabajó en eso buena parte de la tarde y luego se sentó a descansar un momento en el sofá. La Mirita estaba en el dormitorio y oyó un fuerte ruido. Don Feña estaba en el suelo. Lo llevó al hospital, donde le diagnosticaron un infarto. Por la noche se sintió mejor y alegó un buen rato para que lo dieran de alta, pero los médicos no dieron su brazo a torcer y la última noche de su vida la pasó en una cama blanca. A la mañana siguiente la Mirita lo fue a ver; en ese momento el corazón se le partió en dos y se murió.  


martes, febrero 07, 2017

El Carolo

La mente, máquina invisible y traicionera que se nutre de recuerdos, me lleva a Las Vegas de Pupuya. Estoy tendido en la playa de Laguna de Zapallar, bocabajo en la arena, vacaciones de haragán. Los ojos cerrados, la brisa salobre del Pacífico, la bendita ausencia de angustias y la placidez de las cosas que me envuelven facilitan el viaje.
Allá, en esa playa cercana a Navidad, el viento frío quemaba la cara en una sola tarde. Pocos lo resistían; había que abrigarse, aunque fuese verano. Entre los pocos destacaba el Leo Sequeida. Su figura se me antoja hoy como la de un espartano que enfrenta a pecho abierto los miles de granitos de arena levantados por el ventarrón marino. El Leo era un líder natural para los más chicos, como el Carolo y yo. Grandote, voz potente, universitario. A eso de las seis los jecistas regresábamos al campamento; se acercaba la misa del crepúsculo al aire libre. Luego vendría la cena, preparada en un ollón al fuego por las pocas mamás que nos acompañaban, y en la noche, la fogata. Eran días de poca plata y felicidad. El viaje al campamento de la Juventud Estudiantil Católica nos había tomado la noche entera, todos de pie en un camión de barandas altas, cantando y bromeando bajo las estrellas. La tierra sobre la que levantamos las carpas era seca y gredosa; nuestros cuerpos dormían sobre terrones, y aun así el sueño resultaba reparador, y sin pesadillas. Nuestros guías espirituales -el padre Caviedes y el Nano Muñoz, que en el lenguaje de la Jec era el Frater- dormían igual que nosotros, felices de compartir en la pobreza. Los sueños del Padre Hurtado se adueñaban de esas noches y su alma se hacía visible en nuestra confraternidad cristiana.
Cosas de la vida. El Frater, seminarista a un paso de ser cura, descubrió el amor terrenal en ese campamento, en la figura de una joven de gafas, y colgó los hábitos. El padre Caviedes con el tiempo llegó a ser obispo. Dejó una huella profunda en Rancagua y si allí aún quedan cristianos "de los de antes", la ciudad se lo debe a él.
El Carolo se había preparado para esas vacaciones. Trabajó durante un mes en la panadería Reina Victoria para disponer de unos pícaros morlacos. Cada uno de esos 31 días se levantó a las cuatro de la mañana para incorporarse al primer turno del pan. La paga, una suma que hoy parecería miserable, la compartió parcialmente conmigo. Cuando volvíamos de la playa, alrededor de la una de la tarde, finalizado el paseo matinal, el Carolo me apartaba del grupo y me señalaba una ramada perdida entre las dunas, protegida del viento. De lejos, el despiadado sol de la Zona Central la hacía parecer un espejismo vibrante; al arrimarnos a ella el techo de coirón proyectaba una sombra fresca en la tierra dura, sobre la que bailaban miles de lucecitas blancas que se colaban por el ramaje. Allí siempre había campesinos platicando alrededor de una jarra de vino. El Carolo ordenaba dos cervezas, que bebíamos de la botella con placer. Eran de esas pilsener verde-oscuras de la CCU, sin ningún tipo de rótulo en el vidrio. Naturalmente, estaban tibias, y aun así las recuerdo como las más ricas que he tomado. Por ser las primeras que asimilaba nuestra sangre, nos dejaban una sensación de mareo y felicidad que nos acompañaba durante el trayecto de vuelta al campamento. Pisábamos las docas olorosas que cubrían la arena y a veces nos deteníamos para tararear una canción, improvisando la primera y tercera voz. El acorde sonaba algo disonante, pero novedoso, revolucionario, y multiplicaba nuestra alegría.
Las vacaciones llegaron a su fin. Volví a mi casa pololeando. ¡Por fin conocía el amor! La última noche me atreví a separar de la fogata a la Marcela Ruiz, que me gustó desde el primer día. Tenía la voz áspera, el pelo corto, lindas piernas, un año menos que yo y había notado que me devolvía las miradas. Nos sentamos en un tronco tirado bajo un sauce y en completa oscuridad nos dimos el primer beso. De lejos se sentía el guitarreo. De cerca, casi al lado lado nuestro, gruñeron unos chanchos.
El Carolo, en tanto, volvió a su pieza del conventillo de la calle Estado, donde lo esperaba su abuelita. Alguna vez pasé un rato allí: era una habitación alta, de olor rancio, muros de adobe pintados con cal y piso de tierra. El agua, el lavadero y el escusado se hallaban en el patio central, donde lo compartían todos los inquilinos. Cualquiera de nuestros compañeros de curso se habría avergonzado o deprimido por vivir en ese ambiente; el Carolo no, porque aparentemente no conocía la tristeza, menos la vergüenza.
Durante el año armó un cuarteto que viajó al festival estudiantil de San Antonio. Para la ocasión los cuatro integrantes se compraron unas camisas op-art, que estaban de moda. Miles de cuadritos blancos y negros que impresionaban al ojo. Tres guitarras y un solista. A la vuelta le pregunté por los detalles. Me dijo, sin la emoción que yo esperaba que sintiera, que las calcetineras habían chillado apenas ellos subieron al escenario del gimnasio. Cantaron "Solo tú", "Díselo a la lluvia", "Si te vas" -todos éxitos del Clan 91 que con los meses me enteré resultaron ser copias de las canciones de los Four Seasons- y remataron con "Black is black", usando el mismo acorde que habíamos inventado en la playa.
Paralelamente, iba fallando en las notas de verdad. En septiembre se hizo evidente que su año escolar estaba hipotecado. Encima sufrió la desgracia de perder a uno de sus hermanitos. El niño jugaba bajo el block donde vivía con sus papás y sus demás hermanos, cuando del cuarto piso otro niño tiró por la ventana un cenicero de metal, que le cayó en la cabeza. Fui al velorio. Subí hasta el cuarto piso. El Carolo me recibió con una sonrisa nerviosa. En el centro del living comedor la familia había instalado el cajoncito blanco rodeado de velas eléctricas. Le di la mano: la tenía húmeda, pero eso no era novedad: en él las manos húmedas y el sudor en el bozo representaban su sello personal.
Una racha de viento me devuelve a Laguna de Zapallar. Es la hora de volver. En la casita de la playa nos esperan Lina y Miguel Ángel. Caminamos con Patricia, confundidos entre la materia. Los pies se hunden en la arena caliente, el veraneante le ofrece su guata al sol, un golpe seco de pelotas de tenis choca contra unas paletas, los sufistas sortean pequeñas olas, los restaurantes ofrecen sus menús, las verdulerías tientan con sus frescuras; dulces de La Ligua se asoman en los quioscos. Nada de esto apela a la memoria. El momento rige al universo. El tiempo y sus bemoles han desaparecido en el quehacer gozoso del balneario enangostado por la playa y los primeros cerros de la Cordillera de la Costa.
En la pequeña terraza, Miguel Ángel destapa dos Escudos. Por la esquina de la calle de tierra pasa una Ford Ranger roja, flamante, recién comprada.