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martes, enero 09, 2018

Dilo con tus propias palabras

El gigante se sentó en la butaca que los promotores de la compañía le habían asignado en el balcón preferencial. Los espectadores se dieron vuelta y lo miraron, algunos discretamente, la mayoría sin medir su reacción. La curiosidad apuntada a su figura no le provocó efecto alguno; ya se había acostumbrado a que lo vieran como un fenómeno. Faltando algunos minutos para que empezara el concierto alcanzó a retener parte de los comentarios del programa antes de que el elegante director, Iván Fischer, hiciera su ingreso entre aplausos. El gigante pasó entonces a segundo plano y la oscura tibieza del balcón le fue cerrando los ojos.
Estaba condenado a seguir creciendo hasta la muerte y así debía asumirlo. En sus albores, todo en su interior se expandía con una velocidad invisible, sin pausa, menor que el tránsito de una oruga por el tallo de una hoja pero velocidad al fin, inexplicable, como la vibración de un tejido que se va abriendo camino entre las paredes de carne que intentan contenerlo sin éxito. Esta progresión, que debía detenerse, no lo hizo. Años después, cuarenta, cincuenta, sesenta -había dejado de contar los años- las imágenes que desfilaban ante sus ojos le iban interesando cada vez menos. La cirugía había fracasado, los medicamentos habían fracasado; la ciencia, aplicada a su caso, lo había reducido todo a una glándula. ¿Qué importancia tenía ese diagnóstico, comparado con la enormidad de su problema? Desde entonces solo le cabía asumir el desmadre de su cuerpo a pasos agigantados, llevando su fama a cuestas.
Si hubiese que decirlo de otra forma, se educó, usó su inteligencia y respondió con seguridad a lo que le pedían sus maestros, de modo que en el principio las vallas fueron sorteadas con cierto brillo. Pero en ese complejo proceso olvidó un detalle: esos viejos maestros eran unos ignorantes, lo que se hizo patente cuando más tarde se quedó sin palabras al oír preguntas que no estaban en sus libros. Se las formularon autoridades que jamás había visto, ni siquiera imaginado. Recién ahí tomó conciencia de que había vivido en un mundo de enanos y que ahora era un enano en un mundo de gigantes. Su reeducación demandaría años, cuando no el resto de la vida. Forzosamente, casi a palos, debía seguir creciendo, nunca dejar de crecer, hasta que no cupiera en los salones, en los teatros, en los sets de televisión, hasta que su propio ataúd se le hiciera enano.
Vilde Frang interpretaba el concierto de Béla Bartók con una ligereza endemoniada. Admiró el gigante sus dedos, su muñeca y sus ojos se le llenaron de lágrimas. También ella había sido, en su momento, un par de células. Estar en ese escenario, soñaba, no en el palco que ocupaba; ser ella, ser la juventud y la esperanza, el horizonte triunfal. No había manera, pero la idea lo sacaba al menos cinco, seis segundos, de su obsesión. Trascurrida buena parte del concierto entró en un estado de sopor y sin darse cuenta se echó a roncar: la sala entera se estremeció en silencio; el acompañante le meneó uno de los hombros y el gigante despertó, más grande de lo que era antes del desaguisado. 
-Vamos, dijo, en el intermedio, no soporto más.
Fueron las únicas palabras que le pudieron sacar en toda la noche.
A la salida debió soportar el mar de paparazis que lo aguardaban, impacientes, todo naturalmente acordado con los promotores de la compañía. Por la mañana los diarios sensacionalistas ofrecieron a sus diversos lectores la misma imagen suya, con leves variantes de ángulo: el gigante estiraba una mano grandota hacia la cámara y parecía protestar con los ojos entrecerrados y una mueca grotesca, mostrando los dientes. Las crónicas destacaban sus dos metros veinticinco, sus ronquidos "gigantescos" a mitad de la función y su "estilo propio", consistente en una suerte de introversión patológica, diríase rayana en la mala educación. Entre los lectores de esas crónicas se hallaba el propio gigante.
(Eso dicen de mí los diarios: un hombre de dos metros veinticinco que tiene un estilo propio y ronca en público. ¿Y aquellos que no aparecen en las noticias, qué son? Materia informe, como yo, sin mi dato básico).
Dejó el periódico sobre la mesa de arrimo y al levantarse del sofá se golpeó la cabeza contra el cielo de la habitación. Cercanos estaban los días en que ya no habría casa que lo acogiera; vendría así el tiempo de los palacios renacentistas, las iglesias y los castillos medievales. Antes de bajar al gran salón a tomar el desayuno intuyó la marea de fotógrafos. Tenía que aceptarlo, eran las reglas de un contrato que hasta el momento le permitía seguir viviendo, más que decentemente, aunque expuesto al bochorno de la notoriedad.
El ascensor resultó demasiado pequeño para él; descendió los escalones de cuatro en cuatro, a cada paso retumbaba el mármol. En el comedor engulló kilos y kilos de frutas, jamones y mermeladas; luego se dirigió a la recepción con su ridícula maleta. El hotel le tenía preparada la cuenta, que canceló el promotor con celeridad, alarmado ante el daño, aún imperceptible para los demás, que estaba ocasionando cada uno de sus movimientos. Enfadado consigo mismo, sintiendo en sus nervios la expansión involuntaria, el gigante derribó de un manotazo a los paparazis que lo esperaban a la salida y se fue sin abordar la limusina, la misma que la víspera lo alojaba a sus anchas y que ahora resultaba incapaz de contenerlo. Intuía que una reacción como aquella anularía el contrato, mas no había otra forma de proceder. A partir de aquel minuto su relación con la compañía pasaba a ser letra muerta y de allí en adelante tendría que arreglárselas solo.
Por la tarde caminó afiebrado hacia la casa de campo de su infancia. Enfiló por un sendero de tierra apisonada, sombrío por el exceso de árboles que lo cubría; erectos árboles callados. Las sombras lo rodeaban por todas partes, dándole a su paisaje un aire grisáceo, parejo, mortuorio. Al cruzar el arroyo saludó a su vieja amiguita.
-Hola, le dijo.
-Buenas tardes, caballero.
Su respuesta lo desconcertó: esperaba un trato igualitario, pero se encontró ante una realidad distante. El saludo de la niña no denotaba respeto, sino la determinación de levantar un muro infranqueable -¡aun para él!- entre ambos.
Se fijó entonces en la serpiente de agua y se lo comentó, en un postrer tanteo de acercamiento. La niña no le hizo caso y se metió a la casa.
-Fíjate en lo grande y peligrosa que es, amiga mía -le había comentado.
Y en efecto, era una enorme serpiente que descansaba bajo el agua estancada del arroyo, entre las piedras mohosas, una serpiente de franjas negras y blancas que ahora comenzaba a reptar con lentitud. La puerta estaba abierta; entró y subió por las paredes de cal de la casa de campo.
La niña estaba sentada en el comedor. Pegada a la pared dormía una anguila, estirada cuan larga era; su cabeza casi topaba el marco oblongo de la foto familiar pintada de colores. La serpiente trepó sobre el cuerpo de la anguila, sin que su presa reaccionara. Cuando juzgó que era el momento le arrancó la cabeza y la arrojó sobre la cubierta del mesón. La niña sonrió ante el presente, con un cierto rictus de mofa; así lo interpretó la fiebre del gigante desde su posición en la orilla del arroyo: veía sobre él la casa de campo sombría, por la ventana a su amiguita de perfil con su pelo motudo, veía sus dientes y su risa silenciosa; y veía el vacío en que habitaba, donde no tenía cabida el miedo ni al espacio que la rodeaba ni a la brutal escena que habían contemplado sus ojos.
Asombrado y a zancadas, esquivando los cables eléctricos con extravagantes movimientos de piernas, alejándose así de la metrópoli, que lo seguía inquieta, el gigante se recluyó en el bosque más profundo y cercano que encontró; allí convalecía en una pose abstraída, reflexionando sobre su futuro. Apartado de la humanidad, mirando al hombre como un pájaro desde la copa de un  árbol, se había tornado inofensivo. Ahora era él quien asumía las culpas, él quien debía medir sus pasos para no aplastar a nadie. El gigante era ya como el elefante de la cristalería; todo el mundo se hallaba pendiente de sus faltas, sus errores de cálculo, sus pasadas a llevar, incluso sus ausencias. El hombre había dejado de ser su hermano y pasado a ser su víctima. Ante tal diagnóstico no le extrañó que alguna próxima jornada pudiere caer en manos de la justicia. Habría de ser juzgado de noche en un estadio, con luz artificial. No bien los fiscales leyeran las acusaciones descubriría que a sus años él, el más inofensivo de los hombres, aquel que no hacía más que economizar sus desplazamientos, existiendo nada más que para alimentar su vida interior, había matado gente. Y sin embargo, grandes acusadores no habría. Los familiares de las víctimas habrían detectado en su momento que el gigante no poseía bienes materiales, de lo que desprenderían naturalmente que no les cabría la esperanza de recibir compensación alguna. Dictada la sentencia se asomaría el problema de la cárcel: ya estaría demasiado grande como para alojarse dentro de una celda con barrotes; hasta el patio del recinto se le haría estrecho, inhabitable. Los jueces, reunidos, determinarían dejarlo libre, a sabiendas de que no era un hombre malo, sino torpe, "a esa altura de su vida". Anunciarían su fallo al jurado, que prevendría eventuales desgracias cubriéndolo de filamentos encendidos con baterías solares, de manera que por las noches fuese reconocible desde pueblos lejanos, una mancha de luz que tronase entre los bosques y las praderas.
¿Valía la pena seguir viviendo ante aquel panorama? Crecer, crecer, crecer. ¿Hasta cuándo seguir creciendo?
Sentado en el bosque, su cabeza sobre las copas de los árboles, se dejaba empapar por la sinfonía de la vida, sin involucrarse demasiado; antes bien, y tal vez debido a su extraña patología y los padecimientos que le acarreaba, parecía sentir pena, lástima por toda aquella forma de vida que crecía, desde el miserable gusano, qué decir, el infinitesimal microbio, la más pequeña unidad, desde el hombre enano, que a su manera era un ejemplar fallido de crecimiento, aunque ejemplo al fin, desde los tiernos tallos, los capullos, la hierba, los pétalos, hasta la majestuosidad de las hayas, los abetos, lobos marinos, los rinocerontes, las ballenas. Una sinfonía sin director, una sinfonía con un director irresponsable, que se daba el lujo de ausentarse, de hacerse invisible en lo mejor de la función, dejando a sus músicos abandonados a su suerte, abriéndoles para sí el campo tentador de las notas disonantes, los horrores rítmicos, desaliñadas estructuras, arreglos a la rápida, estilos dispares.
El calor del estío ocupó sus tardes silenciosas. Los frutos maduros caían de los árboles; los aguardaban las hormigas. Pronto vendría un invierno de frío y miserias que el gigante ya no viviría, no así las hormigas, siempre ansiosas de tomar lo que está al alcance de sus bocas. Sería su último verano en la tierra y lo dedicó a sentir; el infierno pegado en los pantalones, la espera irascible del tiempo, el polvo entre las hojas al paso de un camión cargado de verduras, el gruñido frenético de los insectos voraces, el descanso intranquilo al final de la jornada, el enigma de los tres estanques. Crecía sudoroso, más allá de la razón.
El lago lo colmó de atenciones, pues vio en él a un ídolo; se alimentó de su grandeza mientras pudo y así logró salir durante varios días de su decaimiento. Lo atraía a su orilla, como llama una mujer. Allí le contaba sus penas, tardes enteras, a sabiendas de que el gigante apaciguado lo entendía con su mirada serena. Sufría el lago por lo que no tenía, por falsas necesidades, apuros imaginarios; y no era capaz de gozar el paraíso del que era esencial protagonista. Sus gestos transmitían pesar, incapacidad, ausencia de pasión. Apenas el gigante se bañaba en sus aguas el lago parecía iluminarse y se le tornaba imperioso estarle hablando horas. Mas cuando llegó el momento de partir, la despedida careció de dramatismo. Millas más al norte, al dar vuelta la cabeza para disfrutar por última vez de esa presencia, el gigante descubrió que había sido utilizado. El lago había vuelto a su rutina, dándole la espalda a la frondosidad y al volcán que lo rodeaban. Su energía se había consumido, pero el fenómeno no había hecho más que prolongarla: ahora vivía otra vez bajo su propia superficie, sin música de fondo, acompañado solo del viento y la lluvia, el mediodía hecho ocaso.
En la playa las cosas fueron diferentes. El mar se las dio de fumador y bebedor empedernido que dominaba miles de libros, cual biblioteca en vaivén, mientras el balneario que lo asediaba intentaba devorarlos en medio de una falsa tristeza. El conjunto no formaba dupla armoniosa, pero sí una unión insobornable, como aquella que aún se puede apreciar en esos viejos matrimonios que discuten todo el día y por la noche suben de la mano al dormitorio. El mar era la fuerza cariñosa y protectora; el balneario, la pasión disfrazada de gris debilidad. Al gigante le costó entender dicho sistema, pero al cabo de unos días se sintió a sus anchas, acogido y atendido como en los antiguos tiempos, cuando su crecimiento pasaba inadvertido. Dedicaba las mañanas a mirar el pueblo desde las dunas, a sus habitantes sosegados planificando el día en las fruterías, mercados y botillerías, a los mozos de los restaurantes preparando las mesas para la hora del almuerzo. Reservaba las noches para el mar y sus estrellas, lo desafiaba penetrando hasta el borde de las olas, y cuando se retiraba dejaba su huella, hendiduras de pies de dinosaurio que se disipaban en minutos.
Lo recibió al fin el norte, inalterable. El Sol anunciaba su salida desde el otro lado de los montes pedregosos con vibraciones imperceptibles, animando a las aves; el arroyo bajaba cristalino entre el verdor que lo separaba del desértico paisaje; el día transcurría marcando el paso del tiempo, con una brutalidad rayana en la locura, y llegada la noche la Vía Láctea, la Cruz del Sur, las Tres Marías, Marte, el joyero, el centauro y su arco, como venía ocurriendo hace millones de años, se ofrecían a sus ojos. Cada luminaria lo llamaba, quería decirle algo, pero el gigante no sabía qué, a pesar de quedárselas mirando, hipnotizado. El norte era la culminación de su paso por la tierra, el último de los tres estanques. Lo que surgía de las sombras de este valle eran las tormentosas vibraciones, los lamentos de Trakl. Aparecían tímidamente a cualquier hora en sus dominios; deseaban nutrirse de su influencia para expandir sus versos por el mundo, pero el momento resultó inadecuado, al gigante ya no le quedaban lazos con su madre, su desmedido crecimiento lo había llevado demasiado lejos.
Los pueblos no sentían conmoción al verlo; era tan grande que había desaparecido, y se habituaron al peligro de sus pasos. El gigante ya sobrepasaba el alto de las nubes, llegaba el momento de partir. Se le hacía imposible prever sus pisadas; había trocado en una efigie, un coloso inmóvil, temeroso de causar aun más daño a su hermano, el hombre. Aun en los días soleados se plantaba enhiesto, soberbio ante el revoloteo de las aves, concentrado en su movimiento interno, el perpetuo crecimiento que corría por la sangre de sus venas. Observaba con naciente indiferencia la vida humana, que se alejaba más y más de su visión; el solo movimiento de sus brazos entre los nubarrones formaba tormentas y de allí nacían rayos que arrojaba al cielo. Sus pulmones se adaptaban a la falta de oxígeno; una vez que el torso se libró de la atmósfera ya no le fueron necesarios. El día y la noche se habían esfumado; la luz solar le blanqueaba la cara y sus ojos se habituaron a ella. El espacio era de una negrura infinita y la Luna estuvo al alcance de sus manos. En un instante comenzó a levitar y así fue como la Tierra lo perdió, y él a la Tierra.
Abandonaba para siempre lo que alguna vez conoció a través de la lengua, abandonaba para siempre las palabras. Aún las requería, pero ya no tenían sentido para él, de modo que naturalmente se le fueron olvidando.
Dilo con palabras, dilo con tus propias palabras, penetra sin miedo en lo más profundo y oscuro, y vuelve a tu hogar. Quédate en la palabra, permanece más allá de todo; condénate para siempre a ser tu propia lengua.
Ser... soy... yo era... yo soy...
Pero las palabras ya eran palabras vacías: carecían de raíces.
Un ser sin palabras, un cuerpo gigante, pero leve, un planeta entre planetas, una masa creciente que sobrepasó la Vía Láctea y sorteó los negros agujeros, una forma desprendida del tiempo, mayor que una suma de galaxias, un gigante atrapado entre los algodones de luz que se enlazan para conformar el universo, en eso ha culminado sin adjetivos que lo guíen, sin verbos, sin la abstracción del sustantivo.