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domingo, marzo 11, 2018

El perro meando

Se puede ser libre de influencias, libre como los pájaros; eso lleva a una acción poética, candorosa. Así era yo entonces.
La admiración y el amor son fuentes de toda influencia y la creación, que es original, se mueve bajo ese influjo: así me siento ahora.
Hoy, las mareas de los pueblos y la falsa sensación de seguridad han forjado nuevos dioses recubiertos de salud, belleza, bienestar y placer. Los que han quedado afuera pechan por ser beneficiarios de ese sistema; no hay más secreto en esto.
Antes, "en mis tiempos", todo era definitivo, grisáceo. Las cosas eran así porque tenían que ser así, y las alternativas de escape no pasaban de dos o tres, apretujadas entre las vigas maestras del orden, la obediencia y el progreso: la quimera de la universidad, la irrupción de la TV o la ilusión que conduciría al umbral del Hombre Nuevo.
Una de esas tardes, momentos del verano en que el tic tac del reloj marcaba el paso del tiempo en forma severa, pero también despreocupada, ociosa, negligente, ideamos un concurso de dibujo. Estábamos sentados en la mesa del comedor. El comedor daba al ventanal; más allá, la pandereta que marcaba la frontera con la casa de la Lauri y cuyos ladrillos parados soportaban día a día nuestros pelotazos. No hay más que decir sobre el ambiente, la puesta en escena de este fragmento de memoria. Una casa tranquila de Rancagua, una callejuela vacía, cinco primos de corta edad sentados en la mesa, dibujando obras maestras.
Se repartieron las hojas y los lápices, se fijó una hora límite y cada uno de nosotros comenzó a dibujar con ansiedad, desconfianza o apatía, según la real motivación que nos acogiera a esa hora. Para unos -para mí- se trataba de una grave competencia; para otros, de un discreto pasatiempo que mataría una fracción de las horas de ocio.
Calculé con frialdad y confianza que el ganador se definiría entre el Vitorio y yo. El Miguel era muy chico para hacernos competencia, el Julio era un cero a la izquierda en materia de dibujo y el Lucho no mostraba interés alguno en el concurso. Cuando empezamos a dibujar los miraba de reojo y ya disfrutaba de antemano el triunfo. Mi obra consistía en un lago iluminado por la luna. A cada lado de la luna había un álamo que recibía un leve baño de luz en su contorno interior, mientras desde la base de los troncos nacían sombras oblicuas que morían en el leve oleaje de las aguas. Era un bonito dibujo hecho con lápiz Faber número 2, con mucho negro, un estilo que se me había pegado ese verano por culpa de un pequeño cuadro que colgaba en la pared, un cuadrito que era más marco que cuadro y que se había dejado caer por la casa de las manos de mi papá o mi mamá. Por esos días no se me ocurrían muchos motivos para mis dibujos; confieso que hasta hoy cargo ese peso. Alguna vez mi papá me sugirió para la clase de artes plásticas que hiciera un par de brazos encadenados que salían de un campo en el momento en que los brazos rompían las cadenas. Lo encontré genial y pensé: por qué esas cosas no se me ocurren a mí. Cosa diferente sucedía, sin embargo, cuando los dibujos se sumaban unos con otros. Entonces llenaba cuadernos y cuadernos de historietas de fútbol, jovencitos del Oeste, épica del tiempo de los griegos, guerras espaciales, detectives o carreras de autos. Cuánto lamento que hayan terminado todos, sin excepción, en el camión de la basura.
Al llegar el momento de enseñar los dibujos me sentí ganador por adelantado. El Lucho, el Julio y el Miguel presentaron pobres creaciones y el Vitorio decidió reírse del concurso y dibujó un perro meando. Mas a la hora de la votación me llevé una sorpresa: el perro meando ganó por tres votos contra dos. Se examinaron los votos: los del Lucho, el Julio y el Vitorio, por el perro meando; los del Miguel y el mío, por la luna y el lago. Elevé una ferviente protesta, haciendo ver que el dibujo del Vitorio ridiculizaba lo que se daba por entendido, un concurso serio. El Lucho y el Julio argumentaron que el tema era original y divertido. El Vitorio se reía, dejando la defensa del perro a sus votantes. Les mostré los detalles de la obra: un perro mal hecho por detrás, con una pata levantada haciendo pichí. Para colmo el cuerpo del perro estaba ladeado y no había fondo alguno, ni texturas. Lo comparé con el mío y noté que se producía un momento de confusión, que aproveché para proponer que votáramos de nuevo. Se aceptó la propuesta, se votó, se contaron los votos y esta vez, el lago nocturno ganó por tres votos a dos al perro meando.
Dejamos los dibujos sobre la mesa y salimos a jugar a la pelota.
¿Por qué esa simple anécdota se me pegó a la memoria? Tal vez mi testimonio sea una forma de expiación, tal vez trate del poder de las influencias, del canon artístico, de la revolución o la vanidad humana. Le doy vueltas al asunto; confieso que no me satisface ninguna conjetura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Seguro que el Vitorio ni se acuerda.... yo creo que tiene que ver con el deseo de ganar.. El deseo nos nubla la mente y siempre deja un sabor amargo...
De todas formas usted tiene una memoria prodigiosa...

Un abrazo
La Lechucita.