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sábado, marzo 24, 2018

Velada boxeril

Faltando diez segundos, Valenzuela golpeó dos claquetas que sonaron como cachetadas de payaso. Las boxeadoras redoblaron sus golpes, alertadas por el característico estrépito que anunciaba el final del round. Valenzuela, comisario de la velada boxeril, repitió la acción en cada asalto de cada pelea. Fuera de eso siguió los combates con esa frialdad que emana del control interno, el gusto por estar donde se está, el placer frío de la pasión añeja, que ya no brinda sorpresas. Sentado en primera fila, impecable con su vestón de paño azul y su corbata a rayas, era imposible afirmar para quien lo observara a la distancia si disfrutaba de lo que le ofrecía el exterior o al contrario, mortalmente aburrido, se dejaba llevar por vivencias internas, recuerdos, blancos de la mente. Fuera como fuese, con el correr de cada round se iba despertando, a sabiendas de que debía anticipar diez segundos antes el sonido de la campana, haciendo chocar las tablillas. Valenzuela vivía una noche más de boxeo, alejado lo más que podía de las luces y las cámaras de televisión, pero inevitablemente cerca de ellas y de sus eternas polillas, los rostros vestidos de smoking.
El señor Smith cumplía con su misión a metros de Valenzuela, también en primera fila, pero enfrentado a él; separados ambos por una lona que esa noche era resbaladiza, a fe de los comentaristas. Juraba con celo cada round y al final del combate le entregaba al juez su veredicto. La puntuación del señor Smith coincidía con las de los demás jurados, señal de que cumplía su rol con eficacia. No por nada era escogido para jurar. No es que se le debieran favores personales. Por lo demás, qué favores se pagan con el boxeo en Chile. Pocos, por no decir ninguno. Los ilusos que viven pensando en pegarle el palo al gato terminan atrapados por su propia vocación.
El señor Smith tenía sentimientos encontrados con Valenzuela, pues, pensando decididamente que no le debía nada, quizás creía en su fuero interno que le debía algo. Acostumbrado al rol secundario en esta comedia, su juicio se rebelaba contra su hábito y de vez en cuando echaba pericos, pero en voz baja. Ansiaba dar un paso al frente y quedar expuesto ante todos, pero las pocas veces que lo había hecho no supo qué decir. Tal vez era eso lo que repudiaba secretamente en Valenzuela, porque Valenzuela siempre tenía algo que decir, como el experto en generalidades que era.
Yo seguía el combate desde un televisor instalado en el despacho de mi jefe, a esa hora un periodista entre pocos en el diario, disfrutando de un paréntesis en medio del turno.
Terminada la última pelea de la noche, con el resultado esperado, retorné a mis labores. Pero entonces sucedió algo extraño. En medio de las noticias que me iba ofreciendo la computadora volvía a mi mente la amena conversación que había tenido con mi amigo Germán, el corrector de pruebas, una hora antes de sentarme a disfrutar de la velada boxeril por televisión. Años conversando con él y recién ahora venía a reparar en que casi todas sus historias trataban de parientes multimillonarios, novias millonarias, fortunas desechadas, golpes de suerte. Germán, el hombre que había hecho de su vida una rutina de gris serenidad, el hombre nocturno, el hombre atado a la lectura de una página y otra página y otra página, sacaba historias, una tras otra, como Cervantes de su Quijote, y le brillaban los ojos. Su historia y otra más, señor Lamordes, parecía echarme en cara con cada intervención. Qué ingenuo que soy, cavilé, cómo se burlará de mí, creyéndole todo lo que me cuenta, cuántos años sirviendo de acicate a sus fantasías, de estímulo a su poética mente afiebrada que se ríe del mundo, inofensivo caballero sórdido. Me pregunté entonces si el planeta cambiaría ante una evidencia que certificara sus historias. No, no cambiaría: el mundo desfilaba imperturbable a esa hora de la noche ante mis ojos, y no era bueno lo que transmitía.
Mejor que no sean ciertas, me animé, señal de que aún hay esperanza.

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