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viernes, abril 13, 2018

Una odisea del espacio

Con mis papás y el Vitorio íbamos a Santiago en contadas ocasiones: a visitar familiares, consultar al doctor o pasar una tarde en el Goyescas. Cuando la edad ya lo permitió, me separé de ellos y mis viajes se cubrieron de un barniz cultural. En esos años el género dramático se había puesto de moda y asistir a una obra de la Compañía de los Cuatro en el teatro Petit Rex o del grupo Ictus en la sala La Comedia, junto a mis compañeros de curso, se consideraba un inestimable aporte cultural para los desenchufados estudiantes que éramos entonces, de modo que las visitas eran promovidas por los propios maestros del liceo.
Dichos viajes constituían para nosotros toda una aventura. Subíamos al tren; el Tonyi encendía su primer Lucky sin filtro y lo aspiraba con una triste satisfacción, sin saber realmente dónde residía el placer de fumar, si en la succión, en la retención del humo, en su expulsión acompañada de un leve suspiro o en los anillos voluptuosos que subían hacia el techo del vagón. El Honeyman y el Tatán sacaban sus respectivas cajetillas importadas y yo hacía lo propio con la mía, generalmente Pall Mall largo sin filtro. El Ogaz fumaba cigarrillos mentolados, Nevada o Kool. El Ogaz era hijo de carnicero, oficio que entonces no hacía ni millonaria ni jactanciosa a una familia, pero sí la encumbraba a los peldaños más elevados de la clase media, equivalentes, podría decirse, al empleado de oficina de la Braden.
Al llegar a la Estación Central enfilábamos por desconocidas calles hacia el centro de Santiago, calles rodeadas de altos edificios impregnados de un smog inexistente en nuestra ciudad, que nos provocaba al final del día fuertes dolores de cabeza. En Ahumada bajábamos corriendo los escalones que nos hacían ingresar al fantástico mundo de los flippers, donde gastábamos las pocas fichas que nos permitía la plata que andábamos trayendo; luego comíamos hotdogs con mayonesa y rematábamos en el teatro, que nos recibía con una agradable temperatura calefaccionada. Allí nos transformábamos en boquiabiertos testigos de obras revolucionarias. En una de ellas dos hombres se besaban. Por imperativo del guión, uno de los hermanos Duvauchelle y otro actor que no recuerdo, pudo ser Marcelo Romo, lo hicieron rápida y violentamente, pero cubriendo sus caras con los brazos, porque más que eso hubiese desatado un escándalo en la sala.
Para vislumbrar a través de cualquier escondrijo la revolución que se nos estaba viniendo encima recurríamos a lo que nuestra ciudad nos permitía. Por ejemplo, ver "A esta hora se improvisa" a la hora más indeseada del domingo, aquella en que debíamos estar en cama, esperando el inicio de la nueva semana de clases. Superábamos el sueño porque todo se estaba haciendo de nuevo, el cine, el teatro, la música, la política y la literatura. A la librería Cervantes llegaban con cierto atraso los cuentos de Cortázar, que no se entendían, y las novelas de Vargas Llosa, que asombraban por su desorden estructural. La radio nos traía las creaciones de la segunda etapa de los Beatles, la etapa transgresora que rompía con todo lo establecido en materia musical. Vivíamos la era de los rompecabezas. La democracia ya no valía por sí sola: había que acompañarla de un fusil.
De aquellos brotes apenas entraban a Rancagua ecos en sordina y por eso, para tomarlos de primera mano, había que ir a Santiago, había que ir al cine, al teatro, a las grandes librerías, a la Feria del Disco, sobre todo a las sesiones de la Cámara y el Senado, donde podíamos ver en carne y hueso y a corta distancia a los hombres del momento, los parlamentarios que libraban el preámbulo de la batalla de Chile desde sus curules aterciopelados, ordenando granadina para aclarar las gargantas. Eran los mismos que vociferaban semana a semana en la TV, vestidos de terno, corbata y chaleco.
Por esa misma época el crítico de cine Incinerador se había deshecho en halagos con la película "2001, Odisea del espacio" en su columna dominical del diario "Clarín". Lo menos que escribió fue que se trataba de una obra revolucionaria. El crítico indiscutible había utilizado la palabra del momento, la palabra sagrada, la que abría las puertas del corazón y de la mente, de modo que se consideró una obligación viajar a ver el filme.
Cuando se apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla gigante del Cinerama sentí bruscamente que me hallaba ante lo que había descrito Incinerador, pero multiplicado por cinco, la diferencia entre leer y ser partícipe de algo. Era un prodigio de película y encima su trama apasionante, misteriosa y refulgente era ininteligible. Estábamos ante una obra revolucionaria, inmersos de pronto entre las estrellas, más cerca de ellas que como nunca lo habíamos estado en las oscuras noches rancagüinas.
Lo que más me impresionó fue la luminosidad aséptica que bañaba la nave espacial y la habitación a la que vuelve el astronauta, al final de la película. Acostado en su cama, viejo y arrugado hasta el pavor, esperaba la muerte inmerso en una atmósfera de pulcritud y soledad que se tornaban angustiantes.
Como si hubiese recibido un combo a la maleta, salí del cine abrumado, empequeñecido, con la cabeza inflamada por las imágenes y el smog capitalino. Nunca Santiago -hasta esa noche moderno, quimérico, inabarcable- me pareció tan nimio y descuidado. Sus calles se nos ofrecían sucias, pegajosas. A los edificios les faltaba altura y majestuosidad. Todo era tosco, desordenado, plomizo. Las ampolletas amarillentas de los postes, tenues; las veredas, groseras. La gente, rústica. El conjunto entero carecía de luz e irrealidad.
A bordo del tren me seguía persiguiendo la sensación de que mi espíritu no se debía a nada que lo rodeara. El tren nocturno viajaba de vuelta a Rancagua con su traca traca demoledor. A través del vidrio se insinuaban paisajes desolados, mientras mis amigos fumaban y charlaban con esa voz estentórea propia de los adolescentes. A la altura de San Francisco de Mostazal y ante nuestra estupefacción el Ogaz, en un rapto de frenesí, abrió la ventanilla y lanzó al viento un fajo de billetes que sacó de sus bolsillos. Reía con una risa enloquecida.

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