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miércoles, mayo 09, 2018

Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida

Eran días densos, cuán lejanos en su espíritu vivificante de los de antaño. Me encomendaba a Dios como nunca antes lo había hecho, con frío método y serena voluntad, rayana en la obsesión, queriendo creer en lo que en el fondo no se cree en lo más mínimo, mientras veía cómo los demás clavaban los ojos en sus celulares, haciendo alarde de una pose altanera, irresponsable ante la hora clave.
Delante mío caminaba el ex Presidente de la República, solitario, abandonado por los suyos, hacia el bosque. Me acerqué y le puse el brazo derecho sobre el hombro; me dieron ganas de contarle quién era yo, pero advertí que no habría resultado ni útil ni provechoso. Frágil, sin el poder de sus años de gloria, aceptó mi abrazo y seguimos juntos al bosque, donde todo atisbo de política sería tragado en breves momentos, como la puesta del sol se traga al día.
Mi hijo me enseñó sus piernas velludas, cubiertas de manchas rojas. Lo noté preocupado y así me lo confirmó, aunque el diagnóstico médico había sido tranquilizador: estaba somatizando las enfermedades de los demás en su propio cuerpo, las estaba haciendo suyas, sin el peligro que ellas implicaban. Su cuerpo era una muestra de que el mundo se había convertido en una gran enfermedad.
¿Qué esperaba el mundo de nosotros? Que yo supiera, nada; éramos nosotros, y solo nosotros, quienes debíamos descubrirle sus falencias, dejándolo al desnudo. Nos cabía un deber de proporciones, que ignorábamos, aunque lo asumíamos como una misión sagrada.
En lo más hondo del bosque, allí donde reinan la oscuridad y la angustia, fuimos testigos del desfile de un coro avasallador. Marchaban, gloriosos, hacia el centro de la vida, hermanados en la ciega fe de la locura. Una áspera intuición me ordenó unirme a ellos, ahora estaba solo nuevamente, pero fui rechazado con el helado gesto de la indiferencia; sin embargo me cabía la certeza de no hallarme ante una secta de iniciados, no eran ellos la suma de la inteligencia humana que, como se sabe, es despreciativa. No se trataba de eso, sino de una especie de disolución de la verdad en una especie de líquido anodino: eran simples seres pletóricos de un sentimiento inefable, que traduje erradamente como piedad. Y sin embargo, cuán diferentes, cuán puros y resueltos en comparación a lo que había conocido hasta el momento.
Eran destellos en el bosque; no conseguían alumbrarlo, mas proyectaban imperceptibles sombras, como si el follaje marengo fuese cubierto por un manto de negrura de manera repentina y pasajera.
¿Dónde habitaba allí la bajeza? ¿Qué del dolor, del imperativo de la carne, de la vanidad humanas? ¿Había necesariamente que penetrar en lo más profundo del bosque para toparse cara a cara con el coro eufórico de voces que llevaban al centro de la nada? ¿O acaso no portaban también ellos el germen de la enajenación, al igual que el más común de los mortales?
Yo debía serlo todo, resolví, la depravación y la pureza, pero esta última me llevaba demasiada ventaja, debía retroceder demasiado para aspirar a alcanzarla, eso me enseñaba el fantasma de la redención.

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