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lunes, septiembre 03, 2018

Del cielo y del infierno

Y así ocurrió. Demasiadas atenciones me atrasaron; eran las 10:25 de la mañana cuando encaminé mis pasos al trabajo, que como bien sabía todo el mundo, quedaba muy lejos, cerca de La Dehesa. Los dueños de casa ofrecieron llevarme en auto al paradero más cercano, pero se trataba solamente de una oferta de buena crianza y la deseché. Un chofer que esperaba a la salida me dio a entender que iba partiendo, aunque se daba la casualidad que se dirigía al otro extremo de la ciudad.
Me vi obligado a esperar la micro. Me servían dos líneas, que se estaban demorando una eternidad. Caminaba por la amplia avenida de ripio, prácticamente sin esperanzas, cuando percibí entre las arboledas una manifestación que se tomaba el camino. Yendo hacia ese lado estaba perdido; cualquier vehículo de la locomoción colectiva debería detenerse, atrapado en su circuito. Me devolví, busqué otra calle y la encontré, pero de allí venía hacia mí otra marcha, aun más compleja que la anterior. Yo iba demasiado bien vestido a mi trabajo y pensé de inmediato en cómo ocultar la billetera, asomándose como primera opción esconderla dentro de los calcetines, como había hecho en más de una ocasión real. La descarté; siempre descartaba por necio todo lo que se iba presentando a mis posibilidades; se trataba esta vez de una maniobra que hubiese quedado al descubierto en cuestión de segundos. Resultaba evidente que la masa encabritada se abalanzaría para despojarme de mis pertenencias, si es que no de mi preciada vida.
La mente reacciona a la velocidad del rayo en circunstancias como estas, y no es extraño que surjan decisiones geniales. Ante la masa había que buscar protección y la hallé en la casa de una vecina que atendía un local de abarrotes y bebestibles, vecina de pelo ensortijado y cuerpo maduro y simpático, mandado a hacer para ocasiones como estas: me hizo entrar a su morada y me ofreció gratuitamente un escondite. No se trataba de una traidora, pero fue como si lo hubiese sido. Era imposible dar con una pieza de guardar en un laberinto de escaleras de caracol como el que caracterizaba su vivienda, y no pasaron ni cinco minutos cuando tuve ante mi vista los primeros rostros de la masa. Eran bustos de caras graves, silenciosas y extrañadas, como si las figuras de cera pudiesen cobrar vida.
Solo me restaba una posibilidad, que escogí sin meditar: refugiarme en la casa de mi viejo amigo.
Allí estaban él y su familia. Sus hijos, que habían crecido; su esposa, que asumía impasible la serenidad del desengaño en que se traducía su vida toda, aparentando la figura de las personas que ansían huir de lo que no se puede huir. Me acerqué a ella y la abracé. Se acordaba de mí, me lo dio a entender con la mirada. Los hijos estaban grandes, pero mantenían sus características. El mayor ya lucía barba y continuaba siendo el más alto de todos. Los demás eran los mismos de antes, pero más grandes. Dentro de esa habitación de piso de fléxit y decoración empobrecida me hallaba por lo menos a salvo. En pocos minutos se partiría la torta de bizcocho; me dio la impresión de que la habían comprado para mí.
Al salir de esa atmósfera nostálgica y pisar la calle desierta repasé mis apuntes y busqué en mi celular la dirección que requería, pero de la nada apareció Villena y se empeñó en interrumpir mi trabajo, porque todo esto era un trabajo, y lo hacía por... no diría obligación, sencillamente era mi deber hacerlo.
-Acompáñame, quiero mostrarte algo -me insistía, con su característica simpatía escondida en sus párpados caídos. Yo le respondía que no, y hasta quise pedirle que me dejara tranquilo, pero eso hubiese sido un signo de mala educación. Al final me tomó del brazo y me llevó a su esquina. Bueno, algo habrá de salir de esto, algo me querrá decir; lo escucharé y tomaré la decisión que me convenga. Pero entonces sucedió lo que me temía: nos hallábamos ante la puerta abierta de una librería de libros usados, era allí donde quería conducirme con su modo alambicado. ¡Ven, hay ofertas increíbles! ¡Mira! ¡Estos libros están a cuatrocientos pesos!, libros botados en el piso, muy interesantes, dignos al menos de un vistazo. Y qué gana él con su encerrona, pensaba, sabía que pasaría esto, se trataba de una trampa y de seguro yo habría de salir del local con una o dos ofertas bajo el brazo.
Ya me iba entusiasmando.
Pregunté por el libro de Swedenborg, Del cielo y del infierno, agotado hacía años en las librerías chilenas; para mi buena suerte el dependiente no debió ni dar un paso para sacarlo de un estante y ponerlo en mis manos. Era un volumen precioso, antiguo, de tapa de cuero azul, cubierto de polvo, como corresponde. Lo examiné y pregunté su precio. Me dijo mil novecientos setenta y ya me disponía a comprarlo cuando otra voz dijo cuarenta mil. Era demasiado caro para mi bolsillo, aun más caro que los veintisiete mil que pedía por él la Feria chilena del libro, aunque ahora no lo tenía porque se encontraba discontinuado, como he dicho.
Mientras pensaba, el dependiente le sacaba el polvo con un paño, dejándolo lustroso. Pero al abrirlo noté que había telarañas. Era un libro extrañísimo, con las páginas debajo de un enrejado que dificultaba leerlas, aunque se notaba que las palabras contenidas encerraban un tesoro.
Consideré que el precio era demasiado para mí, y sin que se diera cuenta deposité el libro en el estante, haciéndome el leso, y abandoné la librería.

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