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lunes, noviembre 19, 2018

El día más feliz

Los jugadores corrían por la cancha; yo los seguía con la mirada alerta, de pie entre los dos atados de ropa que hacían de arco, un arco inventado en una franja de la cancha municipal, vistiendo flamantes rodilleras. Los nuestros dominaban al adversario, de modo que mi rol se reducía a ser testigo de pases y disparos a lo lejos; pero cuando entró el grandulón del Ogaz, que se había atrasado, las acciones se equilibraron y comencé a trabajar con esa angustia placentera que solo experimentan quienes defienden un pórtico.
Antes de que terminara el primer tiempo empecé a sentir las corvas, por la presión de los elásticos. El latido punzante iba creciendo minuto a minuto en esa zona, pero una barrera de goce se interponía ante el dolor cada vez que caía al pasto o me estiraba para la foto con la pelota en las manos.
Influenciado por las fotos de la revista Estadio -la Araña Negra volando de palo a palo; Sergio Fuentealba desviando el balón con los puños, Misael Escuti atajando un penal- había vaciado la alcancía para comprar las rodilleras en una tienda deportiva de la calle Brasil y esa tarde las estrenaba oficialmente. Parado sobre el césped, sin tomar conciencia de la brisa que me deshacía el jopo sobre la frente ni de las nubes de primavera que corrían por el cielo ni de los álamos que se bamboleaban a un costado de la cancha, apenas preocupado de la hora que marcaba el reloj, vivía el día más feliz de mi vida; más bien, el que durante la semana ideé que sería el más feliz. Se trataba, como en otras ocasiones ya lo había intentado, de adelantar la felicidad para vivirla muchas veces, tantas que la verdadera pasara a segundo plano.
Las hileras en altorrelieve de las blancas rodilleras adquirían el típico tono verdoso del que se apropia un objeto que se desliza contra el césped, esa mancha tan rebelde al momento del lavado. Decidí  que era hora de quitármelas. Habían cumplido su misión, me habían hecho feliz por un momento, habían justificado con creces el vaciamiento de la alcancía. Ahora que la conciencia evaluaba, diríase que ponía en la balanza del sentido común la ilusión de incorporar a la vida propia un objeto versus la realidad de tenerlo, la expectativa se diluyó y primó el deseo de sentirse bien, el deseo de liberar las corvas de la presión inaguantable a la que habían estado sometidas. Inmerso en ese tenso vacío que vive todo arquero antes del ataque del adversario, intuía haber perdido algo importante, pero me sentía libre. El segundo tiempo lo jugué sin las rodilleras y no creo haber sufrido rasmillones. También, debo ser fiel al sentido que le doy a esta literatura, no tengo el más mínimo recuerdo del resultado de esa pichanga de escuela, si es que hubo un resultado.
En el paradero esperé la liebre, no para volver pronto sino para disfrutar la rara sensación de viajar en un vehículo motorizado. Desde un asiento que daba a la ventanilla iba mirando la calle, las casas y la gente de Rancagua. Nada parecía cambiar; todo era lo mismo, chato, tranquilo, bajo, pueblerino, silencioso, siempre algún borracho durmiendo en la acera. Había trechos sombríos, cuadras completas en las que no transitaba nadie. Las tardes de sábado eran así. Con la excepción de los teatros Rex, Apolo y San Martín, que recibían a sus fieles visitantes para cumplir con el sagrado rito de la proyección de la vida, la ciudad se recogía dentro de sí misma. La vida verdadera, la vida invisible se daba dentro de las casas y en las cantinas. Una radio a todo volumen, una madre castigando a sus hijos, un choque de vasos era de lo poco que lograba traspasar los muros.
Pasado el quiosco del tío Pablo, caminando por Bueras, ya en plena población Rubio, a metros de mi hogar, pasé a jugar un taca-taca. En el local zumbaban las moscas. Era un local pequeño, de unos cuatro por tres metros. Constaba de dos mesas de juego y un mesón cubierto de revistas usadas de historietas reservado para la ubicación del dueño, que las hacía de cobrador. El lugar se hallaba vacío. En el rincón de la derecha había una puerta que daba al patio de una casa, la casa del dueño. Di varios golpes, dos veces, hasta que me salió a abrir. Le compré una ficha y esperé que apareciera algún compañero para jugar. El hombre volvió a su casa y dejó la puerta entreabierta.
No lo conocía. Nunca había cruzado una palabra con él. Era un hombre lampiño, de nariz bulbosa, flaco, de vientre abultado. Vivía solo y no se le conocía otro oficio que arrendar las mesas de taca-taca y cambiar sus revistas por otras. Volvió a los pocos minutos y se instaló detrás del mesón, mientras yo seguía esperando un compañero de juego. Sentí que me miraba fijamente.
-¿Estái solo?
-Sí.
-¿Querís jugar conmigo?
-Bueno.
La mesa se tragó la ficha y aparecieron las pelotas. El partido duró poco; mi contendor giraba los muñecos de la barra con furia, hacía saltar la pelota por los aires, como si hubiese aguardado mucho tiempo el momento de vaciar su hastío. Durante un par de minutos el local se convirtió en un campo de tiro que se agigantaba con el eco de los disparos. Acabado el juego se retiró al patio sin decir palabra y el local volvió a quedar vacío, sereno y silencioso.
No habían dado las cinco de la tarde cuando entré a mi casa. Caminé por el living oscuro, sorteando los sillones morados de resortes vencidos; crucé el comedor luminoso y llegué a la cocina, donde se hallaba mi mamá. Me abrazó y me besó con el cariño de siempre, esa alegría y esa capacidad de asombro que mantuvo hasta los últimos días de su vida. Le entregué mi bolso con las rodilleras y el traje de arquero y le pregunté por el Vitorio. Me dijo que había ido al rotativo del cine San Martín. Luego le pregunté por mi papá.
-No llegó de la Braden -dijo en un tono enfático, grave, pesimista.
No había para qué entrar en detalles; ambos sabíamos lo que eso quería decir. Entonces se agachó y abrió el horno.
-Preparé un kuchen. ¡Mira!
Sacó el kuchen humeante y me lo enseñó.
-Vamos a tomar una rica once -dijo.
Me fui a sentar al sofá. Mi madre preparó la mesa y cuando estuvo lista me llamó al comedor. Ella se sirvió pan francés con mantequilla, tostado, y café con leche; yo, kuchen con una taza de leche con Milo. Después de la once, al filo del atardecer, sacó un Ópera de la cajetilla que guardaba en su cartera y lo encendió; hizo anillos de humo, fumando sin hablar, y hundió la colilla en el cenicero, la hizo pedazos.

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