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viernes, noviembre 02, 2018

Un tren de carga en el horizonte

Debíamos llegar al depósito nuclear a las seis y media de la tarde, a más tardar, ni un segundo después. Ya habían dado las seis y el tiempo se medía en megatones. Cinco minutos antes de cumplirse el plazo la realidad nos golpeó a la cara con la fuerza de un martillo y nos confirmó, reloj en mano, que no alcanzaríamos el objetivo. La puerta de reja se hallaba cerrada con candado y de la entrada al comando de operaciones, a los botones diseñados para desatar el pánico, restaban no menos de siete minutos, tantas veces habíamos hecho ese recorrido que lo conocíamos de memoria. De modo que a nuestro pesar, muy a nuestro pesar, con el embajador de la nación enemiga determinamos deshacer el convenio y devolver nuestros pasos por el camino de tierra flanqueado de arbustos secos, para sortear cada uno como pudiese el momento del desenlace. Era nuestra culpa y el planeta entero pagaría las consecuencias.
Cerca de las diez de la noche corríamos desesperados por el valle inmerso en una sombra blanquecina. Por la ladera del cerro, que apenas se recortaba bajo el horizonte, un tren de carga nos dio la señal. El convoy descarrilló y estalló en chispas y llamas ante la ondulación de la tierra, producto de las bombas que liberaban su energía. Todo a nuestro alrededor era una gran vibración, ante la que resultaba casi imposible sostenerse en pie. Mirada desde el espacio, la Tierra vivía un momento estelar; los rojos y amarillos se encendían como remolinos que surcaban la superficie azul y la dividían en tres, cuatro fracciones.
A la mañana siguiente conseguí entrar a un pabellón gris repleto de camas de dos plazas, donde me reencontré con la vida humana. Los sobrevivientes, recostados con la ropa puesta, dos y tres por cama, aguardaban noticias sin hallar qué decirse entre ellos. La pieza gigante era una muestra de desaliento colectivo, de ese silencio que nace de la incertidumbre y el desasosiego. Al menos no se vivían manifestaciones de violencia histérica; la situación aún no llegaba a ese nivel.
De pie, una niña de vestido de encaje color marrón volvió el rostro sereno hacia mi altura y dio la señal de que se podía incursionar.
Salimos en un camión a enfrentar lo que viniera; la ruta polvorosa era cerrada y curvilínea, la radiación se nos hacía soportable. Al girar de las ruedas iba tomando conciencia con desánimo de que las grandes instituciones habían caído. Mis ahorros de toda una vida ya no servían de nada. Se habían esfumado; me hallaba igualado a la suerte de mis pares.
Desde un tanque bajó Marcos Vergara, quien llevaba las riendas de la crisis. Fui corriendo a pedirle explicaciones; el viejo conocido me confesó con gran amabilidad que la situación era sumamente delicada.
De una máquina ubicada en un alto del camino repartían helados de barquillo y panes de dulce a la gente. No hube de hacer fila para recibir lo mío.
"El control se ha intensificado en todas las naciones. Te daré un ejemplo: si tú oprimes con los dedos el pan que tienes en la mano eres fusilado de inmediato, así están las cosas", dictaminó con cálida sutileza.

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