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jueves, diciembre 27, 2018

El personaje

El personaje se angustiaba en el cuarto cerrado. Pelear consigo mismo hubiese sido una forma clara y rotunda de definir su situación, sin embargo esa imagen no cabía en la escena, de modo que no se trataba de un debate espiritualmente individual, sino con el destino de su ser. Quería intentarlo todo y allí estaba, con las manos vacías, echando brazadas de ciego contra un entorno que a veces se le imaginaba inmenso, otras reducido y otras insignificantemente gris, gris en el sentido de mediocre, vacío, insustancial. Qué hacer, cómo entender el marco que me da la vida eran sus preguntas, la síntesis de su martirio. Recordó a los marineros naufragados en el anonimato más espantoso, el que se halla debajo de las olas y que baja y baja hasta dar con las jaibas hambrientas de materia muerta, anónima. Si hubo gloria en ellos solo ellos la vivieron; mas lo más probable es que no la desearan, no la imaginaran ni la sintieran como una llaga en la espalda, algo ajeno pero que se va pegando al cuerpo.
Había un gato que dormía en un rincón, parecía agradarle el sol en la piel y la temperatura de la madera del piso. El suyo era puro placer; sin embargo, al personaje no lo seducía el gato. El gato no era suyo ni era él, apenas formaba parte de un aspecto secundario de su papel en la escena que representaba en el cuarto cerrado. Su gran tema, el tema central del personaje estaba lejos de hacerse carne en la figura de un gato, ni siquiera en la suya, y lo sabía, y eso era lo que lo tenía en ese estado. Quería penetrar en el conocimiento, comprender por qué estaba allí, resolver una simple fórmula, asegurarse sobre lo que debía decir y debía hacer, pero lo que deseaba sobre todo era saber si su presencia en la sala encerraba algún significado, y qué significaba ese significado.
El cuarto se hallaba plagado de signos, imposibles de traducir. Las paredes cubiertas de retratos parecían burlarse de sus ojos atentos, pero blancos. Se le figuraba que de esas miradas brillaban sanos consejos o que de los labios de aquellos profetas de la literatura brotaban balbuceos dirigidos solo a él, y se le antojaban murmuraciones incomprensibles, angustiantes.
La solución del problema estaba detrás de las paredes o entre las paredes, no así fuera del cuarto. Del interior de la materia le llegaban ecos vagos, anuncios de superioridad, los grandes acuerdos de la inteligencia, las reglas del canon.
Desprovisto de concepto no tenía otra opción que pasearse por el cuarto cerrado. Nadie veía nada en él; el resplandor de la belleza radica en las vestimentas, y el personaje no las tenía. No es que estuviese desnudo, lo que ya habría sido algo. Sencillamente, sus ropajes no eran capaces de ser traducidos al lenguaje superior de los hombres, porque eran ropajes desprovistos de adornos, sencillos, a un paso de la pobreza.
Y sin embargo, visto con ojos nuevos, infantiles, el personaje era hermoso en sí mismo; era bello su conflicto, la candidez de su angustia, los estrechos límites que cercaban su existencia.
Ningún ensayo abordaría su destino, pero eso era lo de menos. Jamás un tratado académico pudo navegar dentro de las venas de la vida.


viernes, diciembre 14, 2018

El Lucho, el reloj de oro

Entramos a la pieza donde el Lucho convalecía de su operación. El Lucho veía televisión, un programa de la National Geographic. Lucía animado, pero pálido.
-¡Luchizo!
-¡Huguisus!
No habíamos tomado asiento cuando se levantó la camisa del pijama y nos mostró la cicatriz, un tajo rotundo que le atravesaba el pecho de arriba abajo. Fue lo primero que comentamos con la Paty y con la Coni al abandonar la habitación, apenas cerramos la puerta, antes de llegar al ascensor.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Subimos al auto, riendo. Dejamos el estacionamiento y enfilamos por la avenida Las Condes hacia el poniente, buscando un lugar donde matar la tranquila tarde del domingo.
¿Somos los únicos así, se ríen otros de estas cosas? Al menos yo soy portador del legado que me dejó mi madre, esa alma entre festiva y sádica, entre inocente y cruel. La Coni, hija mía, no heredó la parte sádica; diría que se quedó con lo bueno, agregándole a su carácter un toque fuerte, seco, agitanado. La Paty, mi mujer, tributa a otro legado, y por eso su reacción fue más de asombro que de chisme.
El Lucho acababa de salir de la UTI. En la habitación del hospital me paré y le di la espalda, para mirar hacia afuera. Se apreciaban los demás pabellones, había personas de blanco sentadas en oficinas.
-¿Qué hay allí, Luchizo?
-Son las dependencias antiguas.
-¿Y allá?
-Las oficinas de la administración.
-¿Qué cerro es este?
-El cerro Calán. En la punta está el observatorio.
-Cuando estudiaba en la universidad me tocó ir una noche. Nos llevó el profesor Latorre, que enseñaba periodismo científico. Conversamos con un astrónomo y miramos los planetas.
A los muros del hospital les llegaba el sol de la tarde. Combinados con el verdor de los jardines y la placidez del día producían un efecto de sosiego adormilado, que no es la misma sensación de la muerte, sino una pariente, ni cercana ni lejana.
Entró una enfermera a tomarle la presión.
-Permiso.
-Adelante.
-Cómo se ha sentido.
-Bien... ¿Cuánto marcó?
-13 con 7. Normal.
-Yo tengo 11 con 7 -apuntó la Coni.
-Muy baja.
-Siempre la he tenido baja.
-Es mejor tenerla baja que alta.
-Es mejor, pero no tanto.
El Lucho dijo que le habían abierto el pecho con una motosierra. La Paty se burló. Entre el Lucho y la Paty se abrió un diálogo lleno de ambigüedades, nacía una tensión. El Lucho insistía en llevarle la contra, al filo de la ofensa. Ella le contestaba. Yo no intervenía, ni para uno ni para otro lado. En un momento dado la Paty mencionó una actividad académica. Deslizó el tema al pasar, a propósito de un comentario cualquiera, sin doble intención; el Lucho afirmó que él dejaría sorprendido al auditorio de la Paty, si fuese invitado a dar una charla. Lo que se estaba dando entre ambos era una guerra de sexos. El Lucho pugnaba por imponerse a la Paty, y la Paty no se dejaba vencer. Era todo un duelo, como los de antes. Mientras les daba la espalda intentaba recordar cuántas veces me había batido a duelo con una mujer; la memoria no me pudo convidar un solo ejemplo.
Entró la enfermera con la bandeja de la cena. Cena de hospital, a las seis de la tarde. El Lucho comía acostado en la cama.
-¿Quién se quedó con la cama de mi mamá, Luchizo?
-Víctor.
-Ah.
-¿Cuánto les costó, Huguisus? Porque acá compraron unas a 12 millones cada una.
-Es que estas son de última tecnología.
-Camas de hospital.
-La de mi mamá costó 1 millón 200. Yo mismo la fui a comprar a Rosen. La plata la puso mi mamá.
-Salió súper buena.
-Se levanta de atrás y de adelante.
-El Víctor la tiene en su pieza de alojados. Cuando las niñas se quedan con él duermen ahí.
Contra todo pronóstico, el Lucho se levantó. Aparté la bandeja para que pudiera incorporarse. Pensé que iría al baño, pero lo que quería era comer sentado.
-Ayer me sacaron los tubos.
-Quedaste con las marcas.
-Sí, tío. Quedó lleno de moretones.
-Sí, y de aquí de la pierna me sacaron un poco de arteria para los tres bypass.
-¿Cuánto duró a la operación?
-Siete horas. Cuando me abrieron y empezaron a operarme, las arterias del corazón se les deshicieron. Estaban tapadas de calcio. Igual como esos restos de cartílagos en las latas de jurel. Se deshacían solas. Así que no pudieron ponerme bypass artificiales; tuvieron que sacarme la arteria de esta pierna.
-¿Víctor ha venido?
-Vino cuando salí del pabellón y empezó a contarme chistes. Yo iba saliendo con los ojos cerrados pero los vi a todos. La Claudia estaba llorando.
-El martes pasado me dieron el premio por cuarenta años de servicio, Luchizo. Un reloj de oro.
-¿Un reloj de oro? Ese es premio. A mí, cuando cumplí cuarenta años en la Fach me dieron un galvano.
Lo dijo con naturalidad. Sin envidia. ¿Quién, por otra parte, podría envidiar un regalo así, un reloj de oro que no sirve nada más que para ver la hora? Solo un amante de los relojes, que son escasos, y un amante del estatus, que son más y hasta cierto punto el Lucho es uno de ellos. Pero el Lucho es así porque arrastra una pena ancestral. Necesita reafirmarse a través de signos de alcurnia. O tal vez yo estoy completamente equivocado. Nunca he asistido a un taller de psicología. Digo las cosas por intuición.
-Me lo entregó Edwards. Cuando dijeron mi nombre salí a recibirlo arrastrando las patas, pero al subir los escalones cambié de postura; me erguí.
Edwards está creído que sigo siendo de  izquierda. Nadie le ha dicho que el resto me toma por el más momio de los periodistas del diario. Cuando su padre estaba vivo y yo trabajaba directamente para él, sí lo era. Me quiso echar y se dice en la empresa que hasta los últimos días de su vida pensaba que los gerentes habían obedecido su orden. Pero por lo general los ejecutivos de alto rango se saltan ese tipo de órdenes y hacen lo que estiman mejor para la compañía; de lo contrario los echan a ellos. De modo que los gerentes estimaron que era mejor para la compañía cambiarme al diario más pequeño de su empresa, al tabloide. Determinaron no echarme, vaya a saber por qué, y en vez de eso trasladarme, "ocultarme" de su amplio campo visual. Desde luego hablo en forma alegórica. Con suerte Edwards padre habrá retenido mi apellido en su memoria a lo más dos o tres minutos. Edwards padre era un tipo contradictorio. Un amante del poder, más que del dinero, que no es lo mismo. Dejó caer muchas de sus empresas, pero afirmó a "El Mercurio". De pocas y malas palabras, vulgar, llevado de sus ideas, autoritario. Le encantaba humillar a los gerentes, editores y jefes delante de los subordinados. Al momento de su muerte, sin embargo, las loas lo encumbraron a los altares de la sensibilidad musical y artística. Alguien dejó escrito que una vez le pidió perdón de rodillas a un funcionario al que había denostado. Hubo también por esos días feroces detractores desprovistos de misericordia, pero de eso mejor no hablar, no quiero entrar a la arena política. Edwards hijo, el que me entregó el reloj, es un puzzle aun más complicado. No ama ni el dinero ni el poder. Ama la exactitud hasta exceder la frontera del espíritu anglosajón, ama con fría pasión las marcas de vehículos más extrañas, el detalle de cualquier novedad tecnológica. Odia la palabrería y la metáfora. Cierto día en que mi pluma se había asomado a la ventana de la noticia que se disponía a escribir, instalándose a sus anchas al no advertir moros por la costa, Edwards hijo, que todo lo vigila, habría comentado luego de eliminar de la noticia todo rastro de literatura barata: "Mardones pensará que lo queremos... y lo queremos".
Cuando dejé de arrastrar los pies y subí finalmente al estrado lo miré a los ojos, a unos siete metros de distancia. Eran ojos de alegría, y se veía realmente contento, como si de verdad me quisiera, aunque yo persistiera en mis ideas de izquierda. Luego de que la caja con el reloj de oro cambió de manos nos dimos un abrazo y nos tomamos una foto.
Ese payaseo, ese preludio de la recepción del premio me da vueltas una y otra vez. Lo que quise hacer fue un gesto entre lúdico e inteligente. Percibí algunas risas entre los aplausos, pero con los días me pregunto: ¿cuán inteligente fue ese gesto? ¿Qué grado exacto indica de C.I.? Era mi día, ¿qué mensaje busqué enviar? Fuera lo que fuese, en mi show se coló un detalle que tuve poco en cuenta, aunque fui consciente de él. Lo que estaba transmitiendo realmente a los demás era mi lugar en el conjunto, el de un hombre que ha dado todo de sí a su empresa durante cuarenta años, empresa que lo recompensa con un reloj de oro. Un hombre que arrastra las patas. Un arrastrado. Un hombre que a la hora de su premio, que en el día fabricado para él es aplaudido, felicitado y abrazado fugazmente por los Grandes, quienes le confirman con sus gestos lo hiciste bien, trabajaste duro para nosotros, ayudaste a engrandecernos mientras nosotros te dábamos a cambio un auto, un colegio para tus hijos, una casa, un doctor y un hospital...
-A mí el regalo de verdad me lo dio Luksic en la ceremonia del curso de reservistas. Una lapicera Montblanc de ónix.
-¿La conservas?
-Claro. La tengo en la parcela.
-Yo tengo la caja con el reloj en el velador. Ahí se va a quedar hasta que me entren a robar.
-Véndelo.
-No. Ya tiene un heredero. Se lo voy a dejar a Benicito. Está demostrando increíbles dotes. Es cuidadoso, piensa y ve más que los niños de su edad. Me lo imagino entrando a clases en segundo básico con el reloj de oro.
-Lo va a desarmar y lo va a tirar al water -dijo la Paty el domingo siguiente, cuando volvió a salir el tema en el café La Tranquera, junto a Carlos, mi cuñado. Carlos bajó los ojos y rió: él había hecho esa gracia a los nueve años. Recordábamos la historia a propósito del reloj de oro y la precocidad de Benicito, mientras las bicicletas nos esperaban a un costado.
-Bueno, Luchizo, te dejamos descansar.
Nos despedimos de beso y abrazo. No más cerrar la puerta empezaron los comentarios sobre el pijama y el tajo.
-Íbamos recién entrando y se levantó el pijama -dijo la Paty.
-Parecía orgulloso.
-Y después bajó las sábanas.
-Yo pensé qué irá a mostrar ahora.
-Pero se veía bien.
-Qué bueno.
Entramos al Tavelli de Manuel Montt; pero no nos gustó el ambiente y salimos. Subimos al auto, doblamos por Los Capitanes, tomamos Antonio Varas, giramos en Eliodoro Yáñez y volvimos a bajar por Manuel Montt. Andábamos buscando algo más provocador. En el local elegido ordenamos un tártaro de atún, un Manhattan y una copa de vino; la Paty pidió jugo. No logro recordar de qué hablamos, pero sí que estaba fresco y que a la vuelta tenía que regar el pasto.