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jueves, marzo 14, 2019

Elecciones presidenciales

La tarde del 4 de septiembre de 1958 yo estaba sentado en la cuneta en la calle Palominos, a media cuadra de mi casa, mirando sin objeto la calzada de piedras de huevo, cuando la tierra empezó a moverse. Las viviendas de la población Rubio dejaban escapar por las ventanas abiertas las voces de la radio, y lo que transmitían eran los primeros cómputos de la elección presidencial. Corrí a refugiarme en mi hogar y allí me quedé un buen rato. Como de costumbre, no recuerdo que adentro hubiese alguien más.
El temblor fue solo un susto, un hecho de la causa; repudio la sola idea de usarlo como profecía metafórica para lo que diré al final de este recuerdo. A lo que deseo referirme es a que Allende y Alessandri disputaban palmo a palmo el sillón de La Moneda. Frei aparecía relegado al tercer lugar, a una distancia irremontable, y lejos, en el último puesto, surgía el nombre del Cura de Catapilco, pero ya los analistas comenzaban a destacar que sus pocos votos, robados a la candidatura de Allende, podían inclinar la balanza en favor de Alessandri, como finalmente ocurrió.
Seis años después, Frei saborearía un triunfo histórico.
La campaña del 64 fue prendiendo en abril o mayo, cuando Frei comenzó a ganar fuerza de una manera aparentemente inexplicable. A la gente se le hizo simpático el idealismo de sus militantes, especie de soldados de Cristo, hombres y mujeres empapados de ideas nuevas que combinaban la justicia con la solidaridad y que parecían gozar de la vivencia de compartir con los demás. El programa de gobierno se plasmó en torno al famoso eslogan de la "revolución en libertad" y como era natural, los niños de entonces nos contagiamos con este fenómeno. Con el Julio y el Lucho caminábamos en fila india por las calles; el Julio dibujaba con tiza una flecha en la muralla, el Lucho le agregaba una raya horizontal y yo la otra, completando la flecha roja, el símbolo que había patentado la Democracia Cristiana. A veces uno de los tres se detenía y escribía a la rápida VIVA FREI. Mientras, el tío Pablo recorría la ciudad en su cacharro de turno, que había acondicionado para que el tubo de escape lanzara cada ciertos metros un violento disparo que hacía saltar a los transeúntes. No sé qué utilidad política podía salir de eso, pero lo cierto es que el método propagandístico resultó efectivo: todo Rancagua hablaba del "caballero medio pelado que le hacía campaña a Frei manejando un vejestorio que se tiraba pedos". Mi mamá, que se había inscrito junto con mi papá en los registros del partido, contaba que durante una reunión le habían preguntado a un prohombre de la dirigencia nacional, que se hallaba de paso en Rancagua, qué significaba el símbolo de la flecha roja. "La flecha roja, señora Fani, significa la búsqueda y el cumplimiento de un ideal. La flecha sube y le surge un obstáculo, que es la primera raya atravesada, pero no se detiene. Le surge un segundo obstáculo y no se detiene, y así llega finalmente a la cumbre", dijo que les había respondido el sabio.
Ese año 64 y frente a nuestra casa, por Palominos, en la pandereta que usábamos de arco cuando jugábamos a la pelota, aún lucía una leyenda desgastada escrita a carbón seis años antes: Allende es el pan. Desde el comedor, a la hora de almuerzo, nos reíamos de la frase con el Vitorio y mis papás. Nos imaginábamos a Allende con cuerpo de pan francés y pensábamos hasta en los pelusitas cometiendo un acto de canibalismo. Para nosotros, que teníamos pan todos los días, Allende es el pan era una frase ridícula, pasada de moda, al contrario que la marcha de la patria joven, el bombo del guatón Becker y los encendidos reportes de Tito Mundt desde el lugar de las concentraciones multitudinarias.
Cuando ganó Frei se produjo un despertar, pero la verdadera locura se desató meses después, en las elecciones parlamentarias. La DC había obtenido una votación impensada. En Santiago había ganado tres de los cinco cupos senatoriales, perdiendo un cuarto senador por exceso de humildad: solo había inscrito a tres postulantes en su lista.
Esa noche acudí como toda la ciudad al centro de Rancagua a formar parte de un espectáculo del que yo conocía solo un antecedente, el sensacional triunfo de Chile a Unión Soviética en Arica, tres años antes, que causó revuelo nacional.
Descubrí entonces que en la calle Independencia todos eran democratacristianos. Tengo el recuerdo de haber visto caras eufóricas de gente joven, muchachos de terno y corbata que se abrazaban , chiquillas que tiraban challas, y también el recuerdo de la voz de mi padre. Se perdió el cuarto, Fani, decía con una voz entre devota, incrédula y firme, como si lamentara una desgracia con un asombro optimista, como si se quejara de lleno.
Pero está demostrado hasta el cansancio que el camino al infierno se halla plagado de buenas intenciones. La borrachera de esa noche de marzo de 1965 en Rancagua y en todo Chile acabó al día siguiente. La sucedió una resaca que duró 24 años. Al gobierno de Frei se le fue escapando de las manos la conducción social; la rueda de la historia giró en otro sentido y al país y su gente, yo con ellos, comenzó a rodearnos una telaraña pegajosa de reivindicaciones, resentimientos, exigencias, enfrentamientos, torturas, desapariciones, frustración, desconfianza, odiosidad, sadismo y muerte.
Vergüenza.

lunes, marzo 04, 2019

La mujer difícil

Desde el punto de vista masculino, viril, ella era una mujer difícil. Se quitaba el traje de dos piezas con la mirada perdida, y si la tocaban sacaba la voz para hablar del tiempo, la oficina, las noticias de la televisión.
-Eres maravillosa...
-Regálame unos aros.
Hastiada de él, la chispa del deseo no hacía conexión en la mujer difícil. Tal vez por eso torcía la mirada, o quizás porque la esperaban diligencias realmente importantes, que resultaban ser nuevos minutos vacíos, pero libres, ausentes de preocupaciones.
La mujer difícil aumentaba el misterio del sentido de la vida. ¿Qué es vivir, además de ser testigo, de sentir en carne propia el paso del tiempo? Vivir era Valvivia, y Valdivia, sus bosques y sus lluvias, se hallaba demasiado lejos, a casi mil kilómetros de distancia. Una carnada que sin embargo no dejaba de morder; una vieja carnada que se le iba tornando más fresca y apetitosa cada vez.
Ni por un instante el hombre pensaba que la mujer difícil era maravillosa. Si se lo dijo fue para congraciarse consigo mismo, para darse la impresión de que hacía algo bueno, edificante, aun desde la esencia del problema moral que ella le planteaba a su discernimiento. Ni siquiera buscaba en su cuerpo la satisfacción de sus deseos. Tal vez lo que buscaba era traducir a realidad sus fantasías, hacer materia lo que se cuece en la mente, vana labor, imposible.
Ese día habían quedado de verse en la esquina habitual. Hablarían un par de minutos, como siempre, y luego atravesarían a su pieza. Adentro habría sexo, con las cortinas corridas. Sexo instintivo, oscuro, encerrado, impersonal y hasta insensible.
-Eres maravillosa...
-Esa corbata te sienta. Me gusta.
Pero ella no llegó.
El hombre subió al departamento de la mujer difícil y abrió la puerta; se encontró con un panorama febril. Un grupo de niños, entre los que se encontraba su hija, corría por las habitaciones, mientras el agua de la lluvia se filtraba por un rincón del cielo de yeso.
-Vengo a buscarte -le dijo a la niña-. ¿Ya terminó el cumpleaños?
Su hija no le hacía caso, de modo que no le quedó otra opción que tratar de entablar algún diálogo con los demás mayores que esperaban el momento de retirarse con sus propios hijos. Unos permanecían sentados en sillones de brocato y otros se amontonaban bajo los dinteles, como pasajeros del metro.
De pronto entró la mujer difícil. Parecía muy pequeña, venía de sus quehaceres y en vez de hallar su casa serena y ordenada se encontró con una especie de carnaval de animales. En la penumbra recargada de objetos apenas perceptibles la pieza lucía pesadillesca, el hombre nunca había reparado en ello. De las paredes adornadas con papel mural colgaban innumerables cuadros y retratos familiares; había un macizo escritorio colmado de utensilios menores, vasijas de metal, espejitos, cajas musicales, un jarrón de porcelana con su lavatorio. El escritorio ocupaba un costado completo de la sala de estar, frente al cual se plantaba un piano negro de media cola.
Ambos se miraron con cierta indiferencia, como si no se conocieran, para despistar. Él quiso llevarla a la habitación contigua para besarla; ella tomó de la mano a su propia hija y le recordó:
-Ya se va el tío. Despídase.        
La pieza comenzó a remecerse, era un temblor que le recordó a Valdivia; caían los vasos y los tinteros, se desplomó el televisor y del cielo se desprendió la lámpara. Las paredes se abrieron, dando paso a un polvo irrespirable, y de un rincón asomó el fuego.

viernes, marzo 01, 2019

El asistente

Personajes:
Gómez
El asistente
El narrador omnisciente
La clienta


(Una oficina).
El narrador omnisciente: De vuelta del almuerzo, Gómez suelta unos pedos en el ascensor que lo sube sin acompañantes al piso 7. Mientras examina el celular huele sus gases mirando hacia los lados, hasta que el elevador se detiene abruptamente. Abre la rejilla, desganado, y se dirige a la oficina, donde lo espera su asistente.
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez. Le tengo lista su...
Gómez: ¿Seguro que no?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Correspondencia?
El asistente: Llegó esta carta.
-Dámela.
(La abre y lee).
Gómez: Es una cadena, ¿pa qué la recibiste?
El asistente: La tiraron por debajo de la puerta, señor Gómez.
Gómez: ¿No sabís que traen mala suerte? Baja a comprar sobre y papel con plata de tu bolsillo. Escríbete veintiuna cartas y a la salida las vái repartiendo por el edificio.
El asistente: Voy al tiro, señor Gómez. ¿Se le ofrece algo más?
Gómez: Ando con acidez. Tráete una sal de fruta.
El asistente: Bajo, señor Gómez.
(El asistente sale de la oficina).
El narrador omnisciente: Así corren los días en esta oficina entre el señor Gómez y su asistente. Yo me limito a describirlos, sin tomar partido en el asunto.
(Vuelve el asistente).
El asistente: Aquí está lo que me encargó, señor Gómez.
Gómez: Ponte a escribir y avísame si llama alguien. Voy a echarme una siestecita.
El asistente: ¿Lo despierto si lo llaman?
Gómez: No me molestes. Pero avísame.
El asistente: Sí, señor Gómez.
(El asistente se sienta a teclear).
Gómez: No teclees.
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: Te dije que iba a dormir la siesta. ¿Qué estái haciendo?
El asistente: Había empezado a escribir las cartas, señor Gómez.
Gómez: Escríbelas a mano y déjate de huevear.
El narrador omnisciente: La oficina adopta la atmósfera de un mausoleo de dos compartimientos con un cadáver en cada habitación; uno que ronca a pata suelta en una salita privada y otro que escribe en la sala principal. El asistente, sentado en su silla de plástico, se entrega sumiso a su pesada fatalidad en el recinto ciego, cuyas ventanas dan al patio interior del viejo edificio. Apenas vislumbra las paredes descascaradas, las réplicas de cuadros impresionistas, los diplomas deslavados, la puerta del baño, la puerta que da al “dormitorio” de su jefe.
El asistente (deja de escribir y murmura): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez.
El narrador omnisciente (mientras el asistente retoma su labor): Hoy cumplo trece años con usted, señor Gómez. El asistente espera decírselo con esas mismas ocho palabras; se las ha aprendido de memoria el día anterior. Es el homenaje, la sorpresa que quiere darle a su jefe. Al asistente se le humedecen las manos al repasar su discurso. Se las frota con una toalla de papel; no desea que él repare en ese detalle cuando se den la mano.
(Del otro lado de la puerta se oye movimiento, primero del sofá desvencijado, luego del rugido de un cuerpo al estirarse. Reaparece Gómez).
Gómez: ¿Ha llamado alguien?
El asistente: No, señor Gómez.
Gómez: ¿Quedan asuntos pendientes?
El asistente: Le tengo lista su...
Gómez: No, eso no. Me refiero a algo importante.
El asistente: Hay... cuentas pendientes, señor Gómez. Están en el kárdex. ¿Quiere que se las vaya a pagar?
Gómez: No me freguís la cachimba.
El asistente: Perdón, señor Gómez.
El narrador omnisciente: Gómez examina a su asistente. De perfil, luce demasiado delgado, casi se transparenta su cuerpo con el pálido brillo que despide la ventana. El pelo enrulado le tapa el cuello de la camisa. Al verlo a la distancia le brota un sentimiento insospechado, un raro placer. Es poco más que un insecto; se parece a una mantis religiosa, pero sumisa.
Gómez: ¿Terminaste las cartas?
El asistente: Sí, señor Gómez.
Gómez: ¿Revisaste los correos? ¿Nada del ministerio?... Olvídalo.
El asistente: No, lo de siempre, señor Gómez.
Gómez: Lo de siempre, lo de siempre… ¿no tenís nada mejor que decir?
El asistente: No, señor Gómez.
(Suena el timbre. El asistente corre a abrir. Saluda a una mujer, la deja ante la puerta y vuelve con Gómez).
El asistente (en voz baja): Es un cliente, señor Gómez.
Gómez: Dile que pase.
El asistente: Adelante, por favor.
Gómez: Cómo está mi dama buenas tardes.
(El asistente se retira a un rincón y los deja solos).
La mujer: Buenas tardes, señor Pérez. Vengo a pedirle que me ayude a iniciar los trámites para una posesión efectiva. (Pausa. Saca un pañuelo). Mi marido acaba de morir de un cáncer bien doloroso que tuvo. Un cáncer a la próstata, bien largo, le decía que fuera al doctor y no me hacía caso, se hacía el duro, se hacía el fuerte, hasta que se empezó a sentir mal y cuando lo llevamos al hospital (pausa) no había caso y murió a los poquitos días, no alcanzó a cumplir 67 años. Nos dejó una casita y un auto…
Gómez: El abogado atiende en la oficina de al lado, señora.
La mujer: Disculpe, señor Pérez.
Gómez: Gómez.
La señora: Señor Gómez…
(Gómez toca una campanilla).
El asistente: ¿Llamó, señor Gómez?
Gómez: Acompaña a esta señora a la salida.
El asistente: Señora, tenga la bondad.
(Se va la señora. Se hace un vacío en la oficina. El asistente permanece sentado en su silla, frotándose las manos. Gómez se corta las uñas en su escritorio. Tañen seis veces las campanas de una iglesia cercana).
El narrador omnisciente: Dan las seis de la tarde. Oscurece, hora de irse.
Gómez (se levanta, se pone el abrigo): Llévate las cartas y bota la basura en el incinerador.
El asistente: Bueno, señor Gómez, así lo haré.
Gómez: Chao, deja bien cerrado.
El asistente: Señor Gómez...
Gómez: ¿Qué?
El asistente: Quería decirle…
Gómez: ¡Qué!
El asistente: Hasta mañana...
Gómez: Chao, te dije. Deja cerrado con llave.