Visitas de la última semana a la página

lunes, marzo 04, 2019

La mujer difícil

Desde el punto de vista masculino, viril, ella era una mujer difícil. Se quitaba el traje de dos piezas con la mirada perdida, y si la tocaban sacaba la voz para hablar del tiempo, la oficina, las noticias de la televisión.
-Eres maravillosa...
-Regálame unos aros.
Hastiada de él, la chispa del deseo no hacía conexión en la mujer difícil. Tal vez por eso torcía la mirada, o quizás porque la esperaban diligencias realmente importantes, que resultaban ser nuevos minutos vacíos, pero libres, ausentes de preocupaciones.
La mujer difícil aumentaba el misterio del sentido de la vida. ¿Qué es vivir, además de ser testigo, de sentir en carne propia el paso del tiempo? Vivir era Valvivia, y Valdivia, sus bosques y sus lluvias, se hallaba demasiado lejos, a casi mil kilómetros de distancia. Una carnada que sin embargo no dejaba de morder; una vieja carnada que se le iba tornando más fresca y apetitosa cada vez.
Ni por un instante el hombre pensaba que la mujer difícil era maravillosa. Si se lo dijo fue para congraciarse consigo mismo, para darse la impresión de que hacía algo bueno, edificante, aun desde la esencia del problema moral que ella le planteaba a su discernimiento. Ni siquiera buscaba en su cuerpo la satisfacción de sus deseos. Tal vez lo que buscaba era traducir a realidad sus fantasías, hacer materia lo que se cuece en la mente, vana labor, imposible.
Ese día habían quedado de verse en la esquina habitual. Hablarían un par de minutos, como siempre, y luego atravesarían a su pieza. Adentro habría sexo, con las cortinas corridas. Sexo instintivo, oscuro, encerrado, impersonal y hasta insensible.
-Eres maravillosa...
-Esa corbata te sienta. Me gusta.
Pero ella no llegó.
El hombre subió al departamento de la mujer difícil y abrió la puerta; se encontró con un panorama febril. Un grupo de niños, entre los que se encontraba su hija, corría por las habitaciones, mientras el agua de la lluvia se filtraba por un rincón del cielo de yeso.
-Vengo a buscarte -le dijo a la niña-. ¿Ya terminó el cumpleaños?
Su hija no le hacía caso, de modo que no le quedó otra opción que tratar de entablar algún diálogo con los demás mayores que esperaban el momento de retirarse con sus propios hijos. Unos permanecían sentados en sillones de brocato y otros se amontonaban bajo los dinteles, como pasajeros del metro.
De pronto entró la mujer difícil. Parecía muy pequeña, venía de sus quehaceres y en vez de hallar su casa serena y ordenada se encontró con una especie de carnaval de animales. En la penumbra recargada de objetos apenas perceptibles la pieza lucía pesadillesca, el hombre nunca había reparado en ello. De las paredes adornadas con papel mural colgaban innumerables cuadros y retratos familiares; había un macizo escritorio colmado de utensilios menores, vasijas de metal, espejitos, cajas musicales, un jarrón de porcelana con su lavatorio. El escritorio ocupaba un costado completo de la sala de estar, frente al cual se plantaba un piano negro de media cola.
Ambos se miraron con cierta indiferencia, como si no se conocieran, para despistar. Él quiso llevarla a la habitación contigua para besarla; ella tomó de la mano a su propia hija y le recordó:
-Ya se va el tío. Despídase.        
La pieza comenzó a remecerse, era un temblor que le recordó a Valdivia; caían los vasos y los tinteros, se desplomó el televisor y del cielo se desprendió la lámpara. Las paredes se abrieron, dando paso a un polvo irrespirable, y de un rincón asomó el fuego.

No hay comentarios.: