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sábado, abril 27, 2019

El perro embalsamado

Ya no se veía la cordillera de los Andes desde mi ventana; la había tapado un edificio, mal moderno, aun cuando la modernidad supera enormemente en beneficios a los años pasados, incluso recién pasados, la ciencia es el mejor ejemplo de lo que estoy diciendo, de allí que resignado ante el brillante destino que me deparaba la objetiva realidad y no habiendo mucho más que apreciar, salí a la calle. Era jueves, día de reciclaje. Frente a cada propiedad las veredas se hallaban cubiertas de papeles, cartones, cajas de pizza vacías, envases plásticos y de vidrio, latas, portalámparas, pañales usados; había hasta un colchón de una plaza y otras cosas que no correspondían a materia reciclable, pero así son los vecinos, ya lo aprendí hace tiempo.
Me sorprendió ver un perro muerto sobre el colchón. Estaba tieso, pero no olía. De por sí es bastante curioso que aparezca un perro muerto entre el reciclaje, aún más si no hiede. Pero que tenga ojos de vidrio es inconcebible. Lo afirmo porque se los toqué con la tapa del lápiz pasta y sonaron, no se reventaron, sonaron como los ojitos de gato que antes llevaba en los bolsillos.
De modo que estamos ante un perro extraño, me dije silenciosamente; la gente pasaba por mi lado y me echaba miradas raras al verme con el perro. A una señora me atreví a decirle "no huele" y me fijé que redobló el paso, a pesar de que caminaba con la ayuda de un bastón. La seguí con la vista fija: unos metros más allá tropezó; de no ser por el bastón habría quedado con los zapatos apuntando al cielo.
Cuando volví de lo que andaba haciendo el camión del reciclaje aún no pasaba. Sin el menor pudor eché al perro dentro de una bolsa de basura y me lo llevé a mi casa, para examinarlo. Subí a mi pieza, eché llave a la puerta, puse al perro encima de la cómoda y allí se quedó, parado en cuatro patas, tieso como una mesa de centro, con el pelaje apelmazado y opaco y sus dientes brillantes mezcla de risa esquizofrénica y ataque de furia, mirándome fijamente con sus ojos de vidrio. Como me había quedado algo pendiente, me senté en el escritorio y comencé a hacer lo que tenía que hacer.
-Bien flojo se me ha puesto últimamente -dijo el perro. Yo no salté de miedo, porque estas cosas hay que abordarlas desde un punto de vista científico. Y la ciencia no tardó en revelarme que era un perro disecado, por eso no olía, me fue fácil dar con la solución del problema. Había resuelto la mitad del misterio; la otra mitad consistía en saber por qué lo habían abandonado a su suerte. Concluí que sus dueños se habían aburrido de él o que al cambiarse de casa lo habían echado a la basura. No debieron ser sus primeros dueños, debieron ser los segundos, porque nadie se daría el trabajo de embalsamar a su mascota para tirarla luego a la basura, a menos que el hijo hubiese crecido y con él sus sentimientos. Cuántas veces he visto a los hombres cambiar perros por mujeres. No pasa lo mismo con las mujeres; ellas suelen conservar el cariño por los animales, de modo que este perro fue de un niño que creció, eso me dijo la ciencia de la psicología. La otra posibilidad era que hubiese sido heredado de su primer dueño por parientes de mala reputación, pero me pareció que la primera probabilidad era la más factible.
Seguí haciendo lo que tenía que hacer, pero no me lograba sacar de la cabeza el misterio del perro embalsamado. Había algo que no cuadraba. Ya daría con el problema. Una vez que se da con un problema es posible solucionarlo; antes no, a menos que sea un problema de resolución propia, o que con el tiempo deje de ser un problema. Por ejemplo, los zapatos nuevos que hacen doler el pie. A la semana ya dejan de doler. En ese caso se trata de un problema que se resuelve con el tiempo. Ejemplo de problema de resolución propia es el del gato con hambre. Va el gato y caza un pájaro; no es fundamental comprarle alimento. O el gato se mete en la casa de al lado y se come un trozo de carne que hay sobre la mesa. Pero existen problemas endiablados, hechos para volverlo a uno loco. En lo que respecta a mi persona, sin ir más lejos, nunca he logrado comprender el dilema de Aníbal y los elefantes. De niño me imaginaba los cerros como los dibujaba: primero subiendo, luego una punta filuda con un copete de nieve, luego bajando. ¿Cómo podían caminar los elefantes, sobre todo cuando llegaban a la punta filuda? Y eso no era todo. ¿De qué se alimentaban? ¿De maní? Entonces los elefantes de Aníbal eran una completa paradoja, de acuerdo con la ciencia de la lógica, porque tenían que cargar sacos de maní que se comían ellos mismos, de lo que se desprende que el de los elefantes era un viaje en vano, elefantes cargando su propio alimento. Un desperdicio táctico que bien pudo ser la causal de la derrota de Aníbal con Escipión el Africano. Nunca he visto que los libros se refieran a este punto.
-Póngale más empeño en sus labores -dijo el perro.
¡Por fin daba con el problema! El perro hablaba, algo totalmente inconcebible para la ciencia.
Mi casa está en medio de una plaza rodeada de viejos edificios, se parece a la Plaza Mayor de Madrid, pero a la chilena. En La Cisterna. Cada día que pasa los edificios van creciendo, de forma tal que mi casa se va achicando. Es como si una máquina la fuera bajando a las profundidades de la tierra, donde reinan la sombra y la humedad, lo que hace que la luz del sol llegue una pura vez, tipo dos y cuarto pasado meridiano, con un rayo que cruza por milagro la montonera de edificios. Por las tardes el paisaje adquiere tonos lúgubres, melancólicos, evocadores. En medio de la plaza miro hacia todos lados y solo veo contornos de edificios, cientos de ventanas con las luces apagadas, luces que se van encendiendo mientras cae la noche, postes de luz que van comenzando a combatir la oscuridad bajo sus pies. Nada de autos ni de buses; los autos y los buses pasan por calles paralelas, alejadas de la plaza, y los pájaros duermen en árboles muy protegidos, a kilómetros de distancia. Las damas vuelven de sus trabajos y caminan como ratones, apegadas a las paredes, sin hacer un ruido. Por extraña coincidencia, todas llevan pañuelos cubriendo sus cabezas, de diferentes colores, pero predominando los tonos amarillos y violetas. Cada vez que soy testigo de una escena como esa me parece que llega la hora de correr, huir a la madriguera antes de que las fuerzas me venzan, las fuerzas invisibles escondidas en la bruma de la noche, antes de que las damas desaparezcan con sus pañuelos de colores y la gran plaza quede vacía, solo ella, yo y las fuerzas invisibles; casi siempre es la misma historia, se repite a pesar de que inalterablemente tomo todo tipo de precauciones para que la pesadilla no se vuelva a consumar; en efecto, solo en medio de la plaza inicio la carrera y un sinnúmero de inconvenientes me salen al paso, me obligan a desviarme, las fuerzas invisibles adoptan formas ridículas, de arañas del porte de un gato, bandadas de golondrinas que desarman mi peinado, maestras que me hacen ver mis faltas, omisiones, mi holgazanería, se habían mimetizado entre las damas y las descubro por sus pañuelos de flores marengo, pero son solo ecos, voces imaginarias que vienen de los pisos altos, y son tantas que no sé si correr al sur o al norte, tomar la acera de los almacenes o escapar de frentón por la calle, a riesgo de que un microbús fuera de servicio doble la esquina e ignore mi presencia.
-Deja de molestarme, perro tal por cual -lo insulté, pero con voz nerviosa. Le abría un flanco y lo detecté en sus ojos, pero ya había hablado, las palabras no se las lleva el viento, no se pueden borrar. Lo que queda es la inflexión, lo dice la ciencia de la comunicación no verbal. Dicho y hecho. No pasaron ni quince segundos cuando el perro contestó:
-No se me ponga nerviosito, mire que yo no ladro.
Peor aún. Si no ladra es que muerde.
Pero esto de los quince segundos resultó ser todo un desafío. Quince segundos para responder un insulto denota un carácter calculador. Encima, patriarcal, maduro, condescendiente. No podía descartarse tampoco que fuese un perro de inteligencia limitada, un perro que necesitara tiempo para responder, como hago yo cuando mis superiores me presionan. No eché a los dados las posibilidades, sino que las analicé utilizando toda mi fortaleza intuitiva, que de alguna manera es un talento que a veces excede a la ciencia, lo ha proclamado hasta el cansancio la academia. Discurrí que el coeficiente intelectual del perro sería bajo si su respuesta hubiese sido superficial, anodina, extravagante. Mas no fue eso lo que oyeron mis oídos. Sus palabras, certeras, habían dado en el blanco. Me asomé a la ventana y divisé, apenas, el resplandor de la Luna, tapada por los edificios.
-Cómo se llama usted -lo apreté, pero usando un trato respetuoso.
El perro dijo mi nombre. Qué coincidencia. Eran más de las diez de la noche y todo indicaba que debía apagar la luz y meterme a la cama. Ya se me caían los ojos de sueño.
-Buenas noches, mañana seguimos con las leseritas -me despedí, muy caballerosamente.
-Hasta mañana.
Al día siguiente ni me acordé del perro. La situación era demasiado caótica como para darle importancia a un tema baladí. La plaza era un hervidero de gente, que huía emocionada y en desorden de las bombas lacrimógenas disparadas por los uniformados desde un ángulo estratégico. Los negocios estaban cerrados y las clases se habían suspendido. Las damas ese día no salieron a la calle, de modo que al caer la noche no las vi pegadas a los muros con sus pañuelos en la cabeza. Los muros lucían tristes, solitarios, oscuros y rayados. Aún costaba abrir los ojos. "Auxilio, auxilio", lloraba el perro, arrimado a la ventana. Corrí a mi pieza y le eché llave a la puerta. En efecto, el perro se hallaba asomado a la ventana y sus ojos lucían enrojecidos. Quería decir que alguien lo había puesto en ese lugar para hacerlo sufrir, puesto que sus patas seguían tan rígidas como antes, de lo que se desprendía a medias que no pudo haber caminado para encaramarse al marco; es decir, alguien se había dado el trabajo de abrir la ventana, levantar al perro, poner sus patas traseras en un pisito y las delanteras sobre el alféizar y exponerlo mañana y tarde al efecto de los gases lacrimógenos. Pero quién. Desde luego no podían ser mis progenitores; ellos llevan años... es como si aún reposaran en la marquesa CIC de dos plazas, como antes; ella, planificando en su libreta, agobiada y feliz; él, incapaz de ahorrar un centavo, arrebatándose por nada, lanzando quejas perceptibles a tres casas de distancia. Calculé que si unos aviones F-5 lanzaban un racimo de bombas sobre los edificios, yo volvería a ver la cordillera de los Andes, pero con lo bueno que sería eso no lo deseé ni por un segundo, porque un bombardeo siempre trae más mal que bien, no se necesitan libros para saberlo. Volver a levantar edificios parecidos costaría un mundo y por lo demás ya me había encariñado con las imperfecciones de la vida. He terminado aprendiendo que si la vida no es fuente de problemas no es vida, peor aún, si la vida no ofreciera problemas no habría ciencia que los solucionara. Y qué sería de la vida sin las leyes de la ciencia. Nada. Así que cerré la ventana y me embarqué en la solución definitiva de la madre de los problemas, porque yo no tengo un pelo de tonto y si no abordaba la situación era sencillamente porque le estaba dando tiempo, digo que le daba tiempo al perro para que se autodelatara. Pero como no lo hacía, y en vez de eso adoptaba la postura de la víctima, me dio rabia, esa es la verdad. Uno actúa muchas veces por rabia. La rabia es la que mueve al mundo, más que el amor, porque el amor es bueno y hace bien, y el bien solaza y lleva al descanso, en tanto que la rabia hace avanzar y aplastar, y una vez que se aplasta ya no se puede volver atrás, es como las palabras que no se lleva el viento; el desahogo de la rabia es superior al éxtasis.  
Le abrí la tarasca con las dos manos hasta desencajarle la mandíbula. Alumbré hacia adentro con mi linterna, hacia las profundidades del perro, y de inmediato descubrí un parlante, por el cual deduje que le salía la voz. Era el famoso parlante Rockford Fosgate de 10 centímetros, hecho como a la medida para ser pegado dentro de la garganta del animal. El hocico semiabierto mostrando los dientes hacía de perfecta caja de resonancia.
La vida está llena de secretos y la ciencia se va encargando de destaparlos, es un cuento de nunca acabar que conduce a la ignorancia más absoluta; los nuevos descubrimientos no hacen más que dejar en ridículo todo lo que se sabía antes, de modo que no pocos, como yo, lo que intentan es dar el salto que conduzca a la verdad suprema, como quien dice hacer un rodeo tramposo.
Esa noche ya me iba a dormir, con el problema solucionado en un 75 por ciento, cuando se me ocurrió pensar en la idea más lógica de todas, idea que desbarataba de un plumazo todo asomo de fantasía o ficción, estilo cuento de terror, en la trama que vivía desde que se me ocurrió meter al perro embalsamado a mi pieza. La idea saltó en el momento en que me disponía a entrar al sobre, donde me esperaba el guatero, calentito. Cómo, me dije a mí mismo, era tan fácil y lo vengo a descubrir recién ahora: alguien del barrio me habrá tendido una trampa. El bromista instaló al perro encima del colchón, sabiendo que no sería otro sino yo quien me lo apropiaría. Lo llenó de artilugios, lo proveyó de cablería secreta y lo convirtió no en un espía, como haría otro menos bromista y más inteligente, sino en un recordatorio moral, en una especie de voz de la conciencia; sabedor, pues el pillo me conoce bien -ya que se trata de un pilluelo, no de una pilluela, lo delata el timbre de la voz del perro- de que tocaba mi punto flaco al dárselas de Pepe Grillo, ausentes mis padres, espiritualmente, para recordarme los grandes principios de la ética. De lo que desprendí que a lo menos debía de tener un chip incrustado en alguna parte de su cuerpo y, horror, mi habitación forzosamente tendría que estar vigilada. ¿Cómo, si no, saber lo que hago, lo que no hago, lo que me dispongo a hacer, lo que pienso? ¿De dónde esa vocecilla ridícula, ese tono melifluo aludiendo a mis tareas pendientes?
¡Cámaras! ¡Cámaras! ¡Cámaras desde todos los ángulos de mi pieza! ¡La ciencia y la tecnología llevadas a su grado máximo!
Afortunadamente me he aprovisionado de herramientas para detectar este tipo de intromisiones. Los días del bromista estaban contados; había dado con el hilo de Ariadna y una vez que llegara a la base de la cañuela sabría a qué atenerme, sabría si adoptar la actitud de Teseo, de un dios hindú o de un guerrero ninja, todo iba a depender del rostro que se me enfrentara.
-No se pase tantas películas -dijo el perro. Le brillaban los ojos y los dientes, por un efecto óptico emanado de la inusual luminosidad que se desprendía de la plaza.
-Dime algo, amigo, antes de que me vaya a dormir.
-Lo que se le ofrezca.
-¿Estamos a años luz de la verdad, o ya la hemos dejado atrás?
-No quiera pasarse de listo; vaya a acostarse, será mejor.
-Tienes toda la razón. Buenas noches.
Y le dije mi nombre.
-Buenas noches.
Apagué las luces, cerré las cortinas, saqué el guatero y me lo puse sobre las piernas; me senté a esperar. El perro me miraba con sus ojos de vidrio, parado sobre la mesa del televisor, cubriendo la pantalla con su cuerpo, como saliéndose de la pantalla. Todo estaba en silencio, todo oscuro, aun así las vibraciones venidas del exterior resultaban demoledoras. Nadie en su sano juicio hubiese imaginado dar con la solución del misterio del perro embalsamado en esas condiciones. Era necesario, antes que nada, hacer callar al mundo. La física me hacía ver el absurdo de tal desafío, diríase que la física se burlaba de mis pensamientos, me los devolvía a la cara en la forma del pestañeo del neón o los gritos rabiosos de los manifestantes. Ácidos olores penetraban por las rendijas de la ventana. Y yo esperaba, ingenuamente, que algún punto rojizo invisible a la luz delatara la presencia de las cámaras. Así pasó la noche; los primeros destellos del amanecer abortaron la misión y cuando abrí los ojos me sorprendí de constatar que estaba dentro de la cama, bien  arropado, el guatero tibio al borde de mis pies.
Iba siendo hora de utilizar mis herramientas. Encendí el detector de cámaras ocultas. La matriz de led con batería interna de iones de litio creó de inmediato un fuerte reflejo en el ángulo menos pensado de mi pieza, el que daba en diagonal al rincón del lado de la ventana: allí estaba la camarita, una al menos, minúscula como los ojos de una hormiga.
-Piensa que me ha pillado, señorito, pero se equivoca medio a medio -dijo el perro. Se notaba que se había puesto nervioso, porque le temblaba ligeramente la voz. Además, de sus ojos brotaba una extraña humedad. Ahora que había descubierto la cámara solo restaba saber de dónde procedían las órdenes que la hacían funcionar y cuál de los granujas de mis vecinos se hacía pasar por la voz del perro, y por qué hacía lo que estaba haciendo, de qué se trataba el negocio de perseguirme, de acosarme en mi propia habitación, como si no bastara con los ataques que se reciben desde todas partes de la tierra, empezando por la plaza y esos enormes edificios que no hacían más que crecer y crecer, como la maleza en los campos o los hongos en los bosques después de la lluvia.
Descifrado el enigma de la cámara, me bastó con realizar un barrido científico para dar con el autor de la broma, si la ocurrencia pudiera llamarse así. Se ubicaba en el piso 23 del edificio en diagonal a mi casa, en el sector norponiente, un edificio como los demás, ni tan fastuoso ni tan simple, quiero decir que no sobresalía ni por altura ni por diseño; o sea, algo normal para la plaza, pues lo anormal había pasado a ser mi casa, cada vez más profunda, sepultada.
Fotografié las pruebas del espionaje, pero me faltaba descubrir el motivo. Partí una mañana de martes a investigarlo, resuelto a no regresar sin la solución. La conserjería se hallaba en un estado de alerta superior al habitual; aunque podía ser que a esta altura de la vida todas las conserjerías fuesen iguales, hacía tanto tiempo que no entraba a un edificio que me resultaba difícil, si no imposible, saber la verdad acerca de esta inquietud, de esta suerte de sorpresa que me llevé al entrar, desconcierto que me dejó lelo, avergonzado de mi falta de profesionalismo en la materia, en circunstancias que mi vida entera no había sido sino un ensayo destinado a hacerle frente a este momento. Se trataba de pasar una barrera, y para eso se precisaban conocimientos, datos precisos, innegables, que no llevaba conmigo. A quién iba a visitar, por ejemplo, y cuál era el número de su departamento. Qué rabia interna sentí entonces y cómo traté de ocultarla a los ojos del conserje, y cómo traté de esconderle mi rostro, mi estilo, mi modo de vestir, cómo traté de pasar de incógnito ante su mirada serena, escrutadora.
Cometí el error de dar los buenos días al momento de retroceder, abrir la puerta y desaparecer. Si me retuvo en su memoria no lo supe; habría de comprobarlo al volver.
-Me fuiste a ver, pero no tomaste precauciones.
El perro me había tratado de tú, señal de disgusto con mi persona.
-Ya sé que fuiste tú; solo me falta conocer tu rostro -le contesté, calmado. Por ningún motivo le revelaría mi estado interior de fuerte conmoción; ríos de vergonzosa inmundicia me corrían por la mente en el instante en que abrí una caja de leche, llené un vaso de vidrio y me la eché a la boca, ansioso de purificar mi alma, de volver a esa niñez que me iba siendo esquiva. Qué ganas sentí de olvidarme de todo, dejar de acometer tareas hercúleas y entregarme con la mansedumbre que recordaba de ellos a sus brazos estrictos. Pero el deber se imponía, ya lo iba viendo. Ese deseo fue un soplo de viento que, tal como había entrado por una hendija de la ventana se devolvió a la ciudad.
-Poco y nada sacas con llegar al final de la cañuela. Mucho antes que eso esparcí por el mundo, aquí y allá, donde hubiese hermanos tuyos, tres o cuatro genes que contaminarían para siempre a la especie. Ha sido mi forma de revancha por el castigo que recibí de él. No sé por qué te cuento a ti estas cosas. Tal vez he intuido tu vocación científica de artista derrotado.
Cáspita, eso sí que era hablar. A partir de aquel momento le tomé respeto. El perro poseía el secreto del entendimiento, el secreto del hilo de la vida. Su poderosa mente abarcaba el mundo entero, costaba creerlo, el razonamiento de cada una de las personas que lo habitan, lo habitaron y lo habrán de habitar; el perro entendía a cada una de las personas en cada uno de sus momentos. No habría un símil más perfecto para su estado que el de los átomos que circulan eternamente en el espacio, que se introducen en nuestros cuerpos y salen de ellos como entra y sale el aire viciado de mi habitación.
-Ya sé dónde vives, ya he descubierto tus cámaras y tus micrófonos, tus miniparlantes -le rebatí, inseguro.
-Intentas penetrar en mi morada, pero eres un niño de pecho...
Sus palabras desafiantes me devolvieron el ánimo y a partir de aquel momento me juramenté para lograr el objetivo de acceder a su esquiva faz.
Amanecía cuando me despertó su voz. El perro estaba nuevamente asomado a la ventana, y me ladraba, furioso.
-Apúrate, si es que aprecias tu rutina, que ya han vuelto a comenzar con sus afanes.
Lo tomé por debajo y lo deposité en su rincón; el pelaje me dejó las manos polvorientas, toscas. Fue como si en un segundo me hubiese contagiado de algo nocivo, intranquilizador. Más allá de eso comprobé que tenía razón, una razón enorme: alguien, en una sola noche, les había agregado varios pisos a los edificios, haciéndolos cada vez más altos, volviendo cada vez más sombrío el entorno. El piso 23 en que vivía mi invasor ahora se ubicaba apenas en la medianía de la construcción, y el alboroto que eso generaba en la plaza iba llegando a niveles insoportables. Debía jugarme el todo por el todo.
-Cuál es tu departamento -le grité, le ordené. El perro dormía con los ojos abiertos.
-Dime cuál es tu departamento, o te tiro por la ventana.
-¿Que cuál es mi departamento?
-Sí. Dime.
-Mi departamento es el número 2306.
Un inmenso alivio me proporcionó su confesión. Sus advertencias eran débiles, lo había supuesto y ahora lo confirmaba. No era más que un perro presuntuoso, un espía pasado de moda, de esos de la Guerra Fría. La ciencia ha logrado sobrepasar los misterios que antes se nos antojaban oscuros e indescifrables; hoy han devenido en golosinas. El tema ahora no se halla en el número de un departamento, sino en circunstancias agravantes difíciles de diagnosticar y menos de solucionar, aun tan claras en sus orígenes, como ese revoltijo en la plaza, esos rayados y esas mujeres obligadas a pegarse a las paredes para sobrevivir.
Saludé nuevamente al conserje; esta vez iba preparado.
-¿Hacia dónde se dirige?
-Voy al departamento 2306.
-¿A quién busca?
Su pregunta volvió a desconcertarme, pero me supe defender.
-Al señor del departamento 2306.
-Lo siento. Allí no vive ningún señor. Allí vive una señora.
Mi cerebro reacciona cada vez más rápido ante situaciones aparentemente absurdas como esa. Al recordar a la velocidad del rayo la voz del perro no tardé en comprender que el famoso parlante Rockford Fosgate de 10 centímetros excede con creces los límites de un simple aparato aficionado, debido a sus típicas distorsiones y efectos especiales. ¡Cómo no lo preví! ¡Una mujer! ¡Una señora! ¡Claro que sí, ahora todo calzaba a la perfección! Aunque el conserje... con ese modo... y ese bigote recortado... esa camisa suya blanca inmaculada bajo el delantal azul... ese pelo negro a la gomina cortado al estilo militar, todo un modelo de sobriedad chilena, el equivalente a la servidumbre británica, digo que un conserje como ese suele ser el epítome del empleado fraudulento, el empleado que se las trae y que bien puede servir a don Dinero como a las organizaciones más herméticas que subyacen entre la filigrana invisible del poder. ¿Por qué no? Su actitud se hallaba a las puertas del engaño, trampa científica ideada por el mentor del perro, o la mentora, trampa ideada exclusivamente para mí.
-¿Podría avisarle que la viene a visitar el dueño del perro embalsamado?
-¿Cómo dice?
-Que la viene a visitar el perro embalsamado. ¿Le puede preguntar, por favor?
-Un momento.
Tomó el citófono e hizo la consulta de rigor, sin un asomo de ironía, como si estuviese pronunciando un nombre cualquiera.
-Dice que suba.
-Gracias.
Mientras caminaba hacia el ascensor sentía que me crecían las espaldas. ¡Da tanto gusto saberse valorado! El resonar de mis pasos me iba diciendo que ya era el tiempo de disfrutar del reconocimiento. Los malos días dormían para siempre en una cama. La vida, a la vuelta de la esquina, arroja sorpresas, de las buenas.
Los dos ascensores me recibieron con un letrero fatídico, colgado en ambas puertas:
"En reparación. Disculpe las molestias".
Más que un aviso, fue la constatación de que la ciencia, con toda su majestuosidad, es una invención del hombre. Aun así, no agaché el moño y me dispuse a usar las escaleras.
Me encontraba a la altura del quinto piso, al borde de la fatiga; desde el descanso pude comprobar que mi casa resplandecía al pie de un foso de respetables proporciones, reservado por la dirección de obras municipal a las grandes inmobiliarias. Un creciente número, una masa de inquilinos, me interrumpió el paso. Cuatro o cinco de ellos bajaban eufóricos, obligándome a esperar aferrado al pasamanos, en tanto algunas de las mujeres que había visto pegadas a las paredes entreabrían las puertas y se asomaban con una actitud piadosa para detectar al advenedizo; la multitud venía de muy arriba y copó el ancho de la escalera. Su efecto sonoro era el del viento de una tormenta de invierno, el de un grito de gol escuchado fuera del estadio. No tardé en verme bajando con ellos, empujado por la cascada humana hasta el borde mismo de la calle que daba a la plaza, convertida en un hormiguero de manos de todos los tamaños, manos grandes, callosas, de uñas cuadradas, ovaladas, sucias, manos blancas como la leche, con nervaduras azules bajo el dorso. Apretujados, esperando la acometida, atrapado yo mismo entre esas manos, alzamos la vista y guardamos silencio ante el sol ficticio que nos enceguecía desde el cielo. La noche se había hecho día, el perro refulgía desde la azotea más alta de la plaza, cuatro veces más alta que la iglesia, agigantado, fantasmagórico y genial, superando cualquier desafío revelado previamente por la ciencia. Despedía fuego por los ojos y a través de un nuevo e ingenioso altavoz profesional, cuyas características me era imposible distinguir a la distancia, declamaba versos delirantes.
Lo admiraba con rabia contenida, rendido ya ante el poder que emanaba de su centro. ¿Qué sacaría con negarlo? El mundo pende de un hilo, el agua espera contenida, lista para derramarse a la primera ocasión; el fuego abre sus siete lenguas y ase la inocencia. ¡Tanta porquería, tanta vergüenza, tanta presión! Cuanto percibo es bajeza, el viejo de pelo teñido con la partidura al medio, las gordas que reparten papeles de abogados, el gargajo verde a los pies del basurero, la imperfección de la acera, los pañuelos hilachentos, las medias remendadas, el griterío, hasta la música. Vive uno inmerso en una innoble agitación; y eso de vivir otras vidas, padecer otros problemas, echárselos al hombro como san Cristóbal se echó al niño Jesús, ¡ah!, es insoportable. Ir mirando cada rincón, morir en estado de alerta, ocultar los pecados, blasfemar en sueños... esperar sobre el cráter apagado de un volcán la desgracia, que tarda en llegar, sabiendo que llegará. ¡Tanto agobio! ¡Tanto agobio!
Solitario en medio de una plaza boquiabierta, de momento impedido de bajar al refugio de mi hogar, oía el verso enardecido del perro embalsamado, su verdad hermética nacida en la azotea:
"Tal como el cielo despejado conduce a la eternidad, la perfecta claridad de mi trabajo desemboca en la absoluta incomprensión".

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