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jueves, mayo 16, 2019

Un paseo por el Valle de la muerte

Las señales anunciaban la caída, pero mi entendimiento era incapaz de interpretar los hechos. Aun así, percibí tangencialmente que llegaba la hora final, como sucede con ese tipo de intuiciones que se dan en el sueño, donde las cosas suceden después de que se han previsto. Lo relato de esta forma, la más clara posible, con la vana pretensión de describir en forma objetiva el largo paseo que di anoche por el Valle de la muerte.
Íbamos con mi esposa al atardecer, a sabiendas de que pronto nos separaríamos. Cuando subí al ascensor quedamos de encontrarnos nuevamente, casi de inmediato, en cosa de minutos, pero era el ascensor de un gran edificio de los años 50, puertas anchas de metal brillante, un aparato desmedido que me superaba, o tal vez fue descuido, de seguro fue un descuido mío, porque cuando otra pasajera me hizo ver que no había marcado el piso 2 y lo marcó ella por mí, la máquina ya se remontaba dos o tres pisos más arriba, y por muy inteligente que fuera no se iba a devolver de buenas a primeras porque mi deseo, mi orden, fuese esa.
Eran muchos pisos, cincuenta pisos; el ascensor iba subiendo cada vez más rápido al cielo, con un zangoloteo preocupante.
Debía devolverme, el otro hombre que compartía el ascensor daba muestras de intranquilidad, un señor de mi edad, abrigo gris, rostro ojeroso, acaso un fumador empedernido. Arriba nos enfrentamos con un pasillo extraño, inhabitable, cortinas cerradas de lo que pudieron haber sido grandes oficinas, locales comerciales. No había otra salida que bajar, pero entonces el hombre, más lúcido que yo, hizo ver lo incomprensible. ¿Estábamos muertos? ¿Nos habíamos precipitado al vacío durante ese viaje inestable y no lo sentimos?
Los patios, generalmente embaldosados, se asocian con zonas reducidas, cerradas con paredes o galerías; pero este que me recibió al bajar se parecía más a un espacio abierto en un pueblo campesino. Estaba delimitado por hileras de árboles otoñales que daban a un campo típico de nuestra zona Central, un plano terroso donde crecen verduras. A los pies de los árboles, vendedores ofrecían sus productos. Al centro, sobre la tierra dura, caminaba yo bajo un cielo espeso que no dejaba escapar la más mínima brisa. Me hallaba, mal que me pesara, ya no cabía duda alguna, en el Valle de la muerte. Era la tarde de un día frío y gris. Comenzaba mi periplo por el el país de los muertos, un comienzo nada de esperanzador para una experiencia que habría de ser eterna. ¿Podía, era posible fugarme? Había, en efecto, un portón de campo que daba a la salida, una simple suma de palos cruzados que se abría con facilidad. Me bastaba con correr el alambre que lo unía al cierre para pasar al otro lado, donde estaba la vida. Pero al abrirlo solo vi tinieblas, extensión de la tierra que habitaba. Eso me confirmó que no se podía salir. No había salida.
Sentado en uno de los escaños contemplé con optimismo la llegada de los mozos. Traían una bandeja con vasos de whisky con hielo, más la botella. Todo un panorama; pero eran vasos ordinarios.
En el salón había llegado el momento. Me rodearon, me sentaron, no a la fuerza, porque allí la fuerza no tenía sentido, los mandatos eran imperativos y la obediencia, ley suprema. Empezaron a operarme, a introducirme mangueritas de plástico desde el cuello hacia la zona abdominal, mientras me advertían en voz muy baja, casi suplicando, quejidos irónicos, amenazas veladas, blasfemias, sobre mi ingreso a la vida eterna. Era la parte central del proceso, el sello definitivo de mi incorporación. En la espalda me sometieron a otra punción. No sentía dolor, sentía pánico.
Hablaba en sueños, pedía auxilio con una voz gutural, desconocida incluso para mí. Era otra voz, la voz de un hombre gordo, intervenido, que reflejaba la antesala de la locura. Otros me oirían hablando en sueños y dictaminarían mi locura. Moví la cabeza de un lado a otro, como las plumillas de un parabrisas, sabía que podía estarlo haciendo por toda la eternidad.
Y sin embargo debía regresar donde mi esposa.
Anduve por el campo, pasé por dentro de una casa donde una madre le daba de mamar a una de sus hijas; la otra niña, chiquita, me sonrió. Apareció el perro de la casa y me persiguió ante la presencia de la familia, era un perro clásico, grande, blanquinegro. A punto de morderme. Bajé al camino, me siguió, se mantuvo al acecho.
Iba al lugar esperado, caminando en tiempo real la larga cuadra de Hernán Cortés, entre Villaseca y Pedro de Valdivia. En tiempo real, me repetía, es un sueño y lo estoy soñando en tiempo real.
Llegué, al fin, sin grandes esperanzas, porque no sabía con qué me iba a encontrar. Era un parrón multicolor cubierto de guirnaldas. Al fondo, en el altar hindú, me esperaba mi esposa, vestida con un sari azul con amarillo, rodeada de ayudantes.
Inciensos, velas. Techo cubierto con gasas de colores. Para acceder al altar debía prosternarme en una tabla puesta en bajada. Fue problemático y fallido: me acostaba y retrocedía, resbalaba hacia abajo, hasta tocar el suelo con los pies, y volvía a intentar la maniobra.