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domingo, agosto 11, 2019

El verbo de los dioses

Opacos nubarrones han persistido en anclarse varios días sobre la tierra, a modo de amenaza velada. En el momento designado por los dioses y solo por ellos, eternos e inmutables, los cielos se vacían, el llanto corre en riadas sobre las mejillas y sobre los chalecos incapaces de absorber el agua que baja por la tela; los padres les imploran el perdón a sus hijos y son perdonados, pero queda un gusto ardiente y amargo que ronda los días, no se aplaca sino hasta la siguiente catarata, y la siguiente. Las noches se pueblan de fantasmas, surge oscuro el pincelazo de un auto arrinconado a medio estacionar y los amaneceres no traen alegría sino angustias, temores. El agua salada taladra como gota china, se concentra en un solo punto de la mente. Salen a flote las equivocaciones, los errores de trato, los descuidos.
Los dioses observan, de lo alto. Todo está siendo encaminado conforme a nuestros designios, y nuestra orden recuerda las páginas de Job. Eso se espera que piensen los dioses, pero solamente ellos saben lo que piensan...
Habrá una fortuna sin miedos; despertará leve la alegría y el chaparrón quedará flotando en el pozo del alma, como buena señal. Antes que eso habrá que sufrir, seguir llorando, seguir pidiendo explicaciones, rogar a los dioses, cuestionar la sustancia, esperar lo peor.

***

Entré a la oficina de la AFP a arreglar el asunto de mi hijo. Me explicaron el tema, lo entendí y quedé conforme. La diligencia me tomó solo diez minutos. Haciendo tiempo para juntarme con mi esposa pasé y seguí de largo ante un  negocio que ya me había llamado la atención; se ubica cerca del teatro Nescafé de las Artes, donde me quedé mirando la programación de la ópera del MET. Pero el imán del negocio hizo que se devolvieran mis pasos. Entré, miré y compré un surtidor de aceite y una copa de vino que me faltaba del juego de seis. De allí me fui al Drugstore, entré a la librería Altamira y elegí un libro de bolsillo, que deseché al momento de pagar por hallarlo demasiado caro, considerando su tamaño y extensión, apenas unas docenas de páginas por nueve mil pesos. Los míos cuestan lo mismo y tienen 300 páginas, pero concedo que eso no demuestra nada.
Tomamos café, charlamos, tratamos de relajarnos. El destino corría por debajo, a modo de tren subterráneo; me fraguaba otro día infernal. Ya era hora de partir a la iglesia, pero antes nos separamos un momento: ella iría a comprarse un cosmético y yo pasaría por la librería Tak. Allí encontré a un autor que andaba buscando hace dos años. Me lo había dado a conocer Tomás Nettle, un poeta mayor del Valle del Elqui; fue él quien por primera vez me habló una tarde de verano, bajo la sombra de un árbol al costado de la capilla que hace las veces de plaza de Alcohuaz, de George Trakl. Ahora lo tenía ante mí en la vidriera, un precioso volumen ilustrado por Alfred Kubin. Miré con asombro sus dibujos a plumilla de los poemas en prosa del austríaco: lograban trasmitir esa atmósfera pesadillesca que se desprende de los versos de Trakl. Así me gustaría hacer un libro con mi hijo. Memorias del dr. Vicious, ilustradas por su pluma. Dibujos profundos para historias quizás no tan profundas; dibujos que se merecerían otro poeta. El tema de mi hijo me ronda desde hace dos semanas, aunque la verdad es que me ronda desde hace casi cuarenta años. Un niño, un adolescente, un muchacho, un joven, un hombre de extraordinaria sensibilidad, frágil frente a un mundo que no lo representa, puesto que el suyo sobrevuela la realidad o la transita por debajo, palabras estas últimas que tal vez constituyan la mejor definición de lo que es ser artista. Su música y sus dibujos son el iceberg de su alma, un alma alimentada de sufrimiento, ansiosa de dar y recibir amor. Y yo, ¡cuánto he hecho por negárselo!
A la salida de la librería el destino echa a rodar su plan. Alguien me informa que un colega de trabajo ha sido hallado muerto en el hogar de sus padres. Me estremezco. Nadie se atreve a decir la causa, la información oficial se esconde. Luego se produce el primer desencuentro con mi esposa. Ella no está donde dijo que estaría y yo la espero donde dije que no estaría. Al fin nos reunimos, pero tomamos el metro equivocado, que retrasa nuestro viaje a la iglesia en más de media hora. Al subir los escalones que nos devuelven a la superficie de Santiago nos recibe la Gran Avenida; años que no andábamos por esos lados. En la iglesia nos aclaran que la misa de difuntos será media hora más tarde de lo que pensábamos y que el servicio funerario que trae los restos del padre de Vicky, la amiga de mi esposa, no ha llegado.
Esperamos sentados en un banco situado fuera de la iglesia, en plena calle. Ella me indica a la hermana de Vicky, la "hermana rica". Se le nota en su vestuario, en su corte de pelo, en la estampa de sus hijos. Un grupo de haitianos aparece en fila india justo cuando llega el carro fúnebre y detrás, el auto con familiares. Vicky baja sola, sin sus hijos; los haitianos corren a abrazarla. Le agradecen de esa forma la dedicación a ellos, su labor voluntaria en pro de la causa de los inmigrantes.
Todo rastro de calor ha huido de la iglesia; es como si brotara aire helado de un témpano escondido detrás del altar. Mi mujer siente el frío; viene saliendo de una bronquitis y por un momento temo que eso le haga mal. El cura no puede desprenderse de los lugares comunes; habla de "don Osvaldo", olvida que para la muerte no hay dones ni doñas, todos somos el mismo cuerpo que se degrada. Nos damos el abrazo de la paz, también con los haitianos de los bancos aledaños. Mi mujer reza, pero no comulga. Al momento de los discursos sube al púlpito uno de los hijos del difunto, quien destaca las características y cualidades de su padre: honrado, de pocos pero buenos amigos, trabajador. Dos minutos de discurso improvisado dan por finalizada la ceremonia, de la que solo resta el rocío de agua bendita y los seis hombres sacando el cajón.
Volvemos caminando hasta el metro. Sin darnos cuenta ya estamos en la estación Inés de Suárez. Mi mujer se asusta al no ver su bicicleta estacionada donde creyó haberla dejado, pero estaba donde siempre estuvo. Resolvemos que ella se irá pedaleando a calentar el almuerzo y yo me iré caminando. Me esperan, fuera de este, otros dos días libres. Hubiese deseado pasarlos trabajando, porque me pesa una enorme angustia, que no me deja en paz y me lleva a un solo punto: mi hijo. Cómo salir de esto; no bastan ni los rezos ni los llantos, es algo realmente maquiavélico, la concentración en un ser que depende en mínima parte de uno, la búsqueda de soluciones, la amenaza de los miedos que afloran desde cualquier rincón, el más banal, el más inesperado, una imagen en la TV, el salto de la gata, las mismas cosas que en otro instante depararían alegría e invitarían a la relajación del músculo. Cada intento evasivo me lleva al daño que he hecho con este carácter que, buscando la perfección, deja huellas dolorosas en la persona amada. Si fuese más ligero, despreocupado, si fuese otra persona... pero vivo aislado en mi propia trampa, sacando la cabeza de vez en cuando para tomar el aire puro que me mantenga salvo al volver a sumergirme; así ha sido mi vida toda, un respiro entre fantasías de desgracia.
Luego, a poner caras en la once, a tratar de animarme; y entonces viene la estocada, mi hijo me abraza y yo le cuento la desgracia de mi compañero de trabajo, se lo digo como señal de alarma, pero provoco el efecto contrario; vuelve a angustiarse, a concentrarse en su propio caso, en su crisis, a relacionarlo todo. Me aferro a él y me transmite su molestia: no desea un padre miedoso, un padre atormentado, necesita un padre que le infunda esperanza y valor, un padre alegre y optimista que lo saque de su estado.
Se retira a su pieza de música, le comenta a mi hija mayor lo que le acabo de decir. Y de pronto comienzo a creer que todos me aíslan como a un loco. Pienso en mi vida de loco, esa palabra que me atrae por su originalidad pero que ahora adquiere ribetes impensables, peligrosos de angustia. Un loco es capaz de cualquier cosa; la locura es la negación de la realidad. Un loco inventa sus propias realidades y las saca a relucir a través de la rabia. Ay del loco que despierte aislado, maltrecho, arrinconado su ser, no le quedará más que la soledad de su mente hermética, cueva que no sirve de refugio, sótano que aloja a una loba enferma. Llegará la noche que fue solaz del alma, invitación al descanso, hoy sinónimo de sueños pesadillescos, sobresaltos, golpes inconscientes en la cama, aleteos de murciélagos resonando en las paredes. La noche que la mente quisiera que fuese interminable, noche ausente sumergida en mundos extraños y apasionantes, acaso mundos desconocidos, mundos blancos mundos invisibles mundos ignorados mundos ajenos mundos sanadores dan paso al nuevo amanecer que ordena incorporarse, caminar a tientas hasta el baño, ducharse y afeitarse, recoger el diario, comer el cereal, lavarse los dientes, enfrentar el día, dirigirse al café con un libro bajo el brazo y una libreta en el bolsillo, vivir el día a pesar de las tinieblas, el día con sus vidas desplegadas como juego de naipes; el día bendito que recoge los despojos de mi alma y los devuelve a la vida, hijo mío, bendito que saldrás adelante a pesar de tu padre. Bendito seas. Bendito. Bendito.