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martes, marzo 28, 2006

La impaciencia me irrita

Dos veces he tenido la oportunidad de estar dentro de un cementerio en calidad de éter. La primera vez fue un problema, pues me perdí en una avenida de piso de tierra que daba a una callejuela enormemente larga, alta y sombría. Ya iban a cerrar y la gente corría con las flores pero una vez que hube entrado en la callejuela todo se me hizo cuesta arriba y simplemente no volví a salir de allí.
Siempre que recuerdo esa escena me parece haberla vivido antes, uso el verbo de manera metafórica, desde luego. Hago memoria y trato de darle nombre al cementerio pero termino chocando con la misma callejuela de altas tumbas en hilera y la tensión de la gente con sus coronas y ramos. Había, recuerdo ahora por primera vez, una estrechez, una especie de paso escondido, casi un túnel que conectaba el cementerio con la ciudad, pero esa vez, esa única vez que estuve, estoy y estaré allí para siempre el paso me fue vedado a la vista, uso el sentido en forma metafórica, desde luego.
La segunda vez recorrí el camposanto y me instalé a sentir sobre una tumba ubicada en el sector central. Era una tumba hecha de granito, intacta en su estructura pero gastada por el tiempo; me recordó las construcciones alemanas. No leí nombre alguno de finado que ocupara el espacio de tierra cercado por el granito; sin embargo durante unos instantes me pareció haber conversado con mi primo Julio, quien permanecía en la superficie de la tumba, dentro de un canasto y sin uno de sus brazos. Se veía tranquilo, él sabía que se quedaría allí, de hecho sabía que estaba allí mientras todo el mundo atendía sus asuntos afuera, pero en el cementerio había una luz de tres de la tarde de día de domingo de otoño y no volaba una sola hoja. Por consiguiente no había motivos para preocuparse.
Quisiera que la verdad me fuese revelada de una vez; me cansa esperar de los sueños alguna respuesta coherente. Alguien dijo que saber que ignoramos lo que no sabemos es el mejor conocimiento, pero mi problema es la impaciencia, que me irrita.

domingo, marzo 26, 2006

Aires de otoño

Vi el otoño, fue una sensación fugaz, un golpe de conciencia que habrá durado entre uno y tres segundos.
Había algo en el color del muro de la casa de dos pisos que pasaba ante mi vista, en el rostro cabizbajo de la mujer con su hija. La luz era la luz inconfundible de las tardes de otoño, por qué, no lo sé; ese asomo de tristeza, ¿dónde me fue permitido intuirlo, internarme en su inefable secreto, en qué ángulo de la calle? La brisa estremecía en lo alto las verdes hojas de los castaños, que chocaban con el tendido eléctrico antes de caer, algunas; las hojas se empezaban a pudrir por dentro, era un anuncio pero nadie se interesaba en él.
Antes me creía poca cosa, hoy no me creo nada. Ahora acepto las brechas entre los hombres. A unos les gusta el rock y hablan de rock, ¿por qué mi amor por Borodin debiera ser amor más puro? Las nuevas generaciones hacen planes de juntarse a beber margaritas para conversar de sus asuntos; a mí no me nace acompañarlos. No soy inmortal, tardé en descubrirlo, soy un hombre perturbado que sufre de insomnio en las noches que se vuelven frescas anunciando el otoño.
El otoño me quita las ganas de matar.

miércoles, marzo 22, 2006

Lluvia de meteoritos

Debíamos protegernos de la lluvia de meteoritos en edificios endebles que dejaban a la vista esqueletos de madera de pino, ventanucos a medio cerrar, cielos falsos. Eran las tres de la tarde pero el fenómeno había oscurecido a la tierra por completo, más que un eclipse total de sol. Los meteoritos volaban sobre la calle a velocidades inauditas. Vistos desde el octavo piso del edificio eran miles de rayos cruzados que generaban una ventolera silenciosa. La multitud se apretujaba en las habitaciones, angustiada. No había nada que hacer. La ciudad estaba en ruinas.
Quise bajar entonces al subterráneo para salvar mi vida, pero no había subterráneo. En cualquier momento el edificio se vendría abajo. Nos lanzamos a la calle con otro hombre, pero un mar blanquecino y bravío nos atrapó y nos llevó hacia adentro. De casualidad pudimos agarrar la cresta de una ola: hubiese preferido no hacerlo. Desde esa altura nada de envidiable divisamos con horror una catarata con forma de embudo cuadrado, de una superficie aproximada a la de media cancha de fútbol. Era un hundimiento desmesurado de las olas e íbamos directo hacia allá. La fuerza de la corriente se adivinaba inmensamente superior a la de nuestras brazadas, pero he ahí que un afortunado repliegue de las olas nos lanzó violentamente a la orilla cuando ya nos dábamos por muertos.

(Ilustración: Sergio Mardones)

martes, marzo 21, 2006

El bandoneón maldito

La historia del bandoneón maldito comienza y termina en una misma noche y sucedió en San Felipe. Un poeta de apellido Serey, que se desempeñaba como garzón, dio el puntapié inicial, cuando se le ocurrió obsequiarme un librito de su cosecha, mientras bebíamos con el zorrito Ruiz, él una piscola, yo una cerveza pale ale. ¿Motivo del happy hour?: el encuentro con el viejo amigo luego mi visita a su cuidad, San Felipe, con fines profesionales.
-¡Es la noche del arte!, exclamó con una pasión contagiosa el zorrito Ruiz, quien, bien miradas las cosas, vendría siendo el zorrito del medio, pues los otros dos zorritos son, por orden cronológico, Ruiz Zaldívar, también llamado el zorro mayor; y Ruiz no más, o el zorrito chico.
-Sí, hoy sucederán cosas importantes, le respondí.
De esa noche, ya acaecida, ya empañada por el velo del presente, de esa noche fantasmal queda en el recuerdo la historia del bandoneón maldito.
Ruiz Zaldívar nos esperaba en su casa, sentado en un sillón de mimbre. Cuando entramos volteó la cabeza, porque la posición que ocupaba con respecto a la puerta era de perfil. Me llamaron la atención sus ojos grandes. No tardé en darme cuenta de que se debían al tremendo aumento de sus lentes ópticos.
Cualquiera a su edad se habría acostado sin esperarnos. Su esposa no se encontraba bien de salud y aquélla era una excusa más que suficiente para meterse en el sobre. Pero él nos esperó porque el zorrito del medio le había encendido la chispa del tango, que es una de las verdaderas y grandes razones que el zorro mayor tiene para vivir.
¿Qué decir de los tres zorros que lo resuma todo? Que a pesar de ser tan diferentes estén cortados por la misma tijera. El alcohol ayuda a clarificar las ideas. Para el zorro mayor, por ejemplo, el vino era sólo vino y servía para refrescar el gaznate y suavizar el carraspeo entre tango y tango. Para él lo único que importaban en ese momento eran los pensamientos tristes que se bailan, a los que les daba vida con sus cuerdas vocales; todo lo demás, incluso la enfermedad de su esposa, eran accidentes, adornos de ésos que a veces ni siquiera se toman en cuenta. Yo adivino el parpadeo... se le ofrecía como un mundo más urgente y pragmático que el mueble en desuso, la radio pasada de moda, el libro gastado en el estante. Se me antoja que al finalizar la noche, al acostarse en su lecho de anciano, ha quedado triste y desanimado, pero el zorrito Ruiz me asegura que no, que la felicidad de esa noche le ha dado energías para una semana entera.
Entre tanto el zorrito chico ha llegado con una botella de vodka bajo el brazo y se ha puesto a escuchar. Los ojos le brillan, más que por los tangos, por la noche, por lo que ofrece la noche, por el futuro de dramáticas perspectivas que para él significa la noche. A diferencia de sus mayores, la noche no es recuerdo ni melancolía, sino savia, promesas, rebelión de estrellas, revoluciones más trascendentales que la revolución rusa. Sólo en la noche es cuando el día se le revela tan limitado, tan pobre y falto de sustancia. Allí, entre tango y tango tantas veces escuchados de la voz de su abuelo, comprende que es un esclavo de un día que le ofrece mucho menos de lo que él es capaz de dar. Y por eso sufre con tanta alegría. Porque está encadenado al destino de los zorritos de San Felipe, que tanto han dado al mundo bajo el severo manto de la incomprensión.
Es necesario detenerse antes de pasar a narrar la historia del bandoneón maldito, en la figura del zorrito Ruiz, de la que poco y nada se ha dicho. El zorrito Ruiz es en efecto el eslabón del destino, la figura metafísica del presente, un presente angustiante, pleno de sinsabores y traspiés, de proyectos frustrados, proyectos por venir, relaciones rutinarias, compromisos a medias, un presente que es la realidad misma del mundo. El zorrito Ruiz es la metáfora de un tiempo que para el siberiano, el neoyorquino, el rancagüino y el vietnamita es el Presente. El zorrito Ruiz además, toca el bandoneón.
Sentado ante la mesa del hogar de la provincia pensaba yo, en mi calidad de dr. del vicio, cómo se podía vivir en un presente en que las cosas no se dan muy bien como para que se viva, por no decir que se dan muy mal, y he ahí entonces que como por arte de magia se me ofrece una interesante teoría filosófica: se vive el presente venciendo a la muerte con la voz, se vive el presente atacando el bandoneón que se resiste y termina entregándose a las manos del que lo estira y lo comprime, se vive el presente soñando que la noche es el verdadero día.
Fue en un paréntesis que el zorro mayor utilizó muy bien para beber de su copa en que el zorrito Ruiz intervino y me contó la historia del bandoneón maldito.
"Hubo en su tiempo dos bandoneones: éste, que es una joya, y el bandoneón negro, que no era tan bueno. Los dos fueron comprados en tiempos diferentes en pueblos apartados de Argentina. A pesar de que se nos insinuó que el negro no tenía un buen historial mi padre insistió en adquirirlo, ya que su idea era dejar éste para las grandes ocasiones y el negro para el trajín.
"Pero apenas el bandoneón negro llegó a la casa todo empezó a ir mal, e incluso el bandoneón café se taimó. Una noche tocamos Yuyo verde en un recital y fue espantoso, las notas no salían y el público no nos pifió de provinciano y comprensivo que era o porque se trataba de un recital gratuito.
"Comenzamos a pensar en la posibilidad de una maldición pero no le dimos más vueltas al asunto hasta que un día, en esta misma pieza, vimos con nuestros propios ojos como la caja del bandoneón negro corría por el suelo hasta situarse junto a su instrumento. Mi padre guardó el bandoneón negro y al día siguiente se lo vendió a un odontólogo. Pero vender es un decir, ya que prácticamente se lo regaló, lo liquidó. A contar de ese mismo día el bandoneón café recuperó su sonido y aquí lo tienes, haciendo maravillas".
-¿Y qué fue del otro? -le pregunté.
-El odontólogo nunca lo pudo tocar ¡porque a los tres meses se murió de cáncer!

martes, marzo 14, 2006

Emboscada

No sé por qué a mí siempre me pasan cosas divertidas y a los demás les pasan cosas serias. Pero los demás andan con la cara alegre y yo ando con la cara triste.
He ido al dentista. Ya sé que se van a reír, pero no puedo evitarlo. El doctor me dio mala espina desde la entrada, porque era joven y no tenía pelos en los brazos. Se llamaba El doctor Vilches.
Me ha pasado de lo peor. El doctor Vilches me hace preguntas mientras me tiene con la boca abierta, y son preguntas que requieren un desarrollo, no sólo un asentimiento o una negativa con la cabeza o la mano. Me preguntó qué opinaba de los últimos sucesos políticos del país, respuesta que tardé en preparar. Cuando llegó el momento del enjuague y me disponía a contestarle él empezó a hablar con su secretaria. Le recordó que le hiciera la reserva del hotel para el fin de semana en la playa. Luego volvió a mi silla, me hundió la cabeza en el respaldo, accionó un mecanismo y la silla pareció descender a los abismos.
-Qué calor, ¿eh?
-Ííí, oc-or.
-Abra más la boca.
-¡¡¡E... ué-e... oc-or... í-e!!!!
-¿Qué dice?
-Me duele doctor Vilches.
-No se queje. Abra la boca. Pinzas, Mónica.
-...
-Un amigo me contó que la Bachelet es pura pantalla. En La Moneda tienen una oficina especial donde se cocina todo...
-Aaa. E-inte-e-san-e...
-El otro día estuve con el Cote Morandé, el hermano del Kike, y me decía que le esá yendo re bien con el personaje de la gordita...
-Aaaa...
-Abra más la boca.
-O ueo... ¿A-í?
-No hable. Ahora tranquilito. Mónica, el alicate.
-¿E me a a-é?
-¿Qué dice?
-Qué me va a hacer.
-No hable.
-¿Doctor?
-¿Sí, Mónica?
-Afuera hay dos señores esperando al caballero.
(Efectivamente hay dos varones leyendo. Ambos son asesinos a sueldo. Es casi un ritual que cada vez que voy al dentista asesinos a sueldo me preparan una emboscada en la sala de espera. Si son los mismos del martes anterior estaré salvado, como lo prueba el hecho de que ahora esté vivo. Esos sicarios eran profesionales vanidosos, se mostraban entre sí las pistolas con silenciador y para vanagloriarse disparaban a los loros que hablaban en los árboles.)
-Doctor...
-Abra más la boca. ¿Sí, Mónica?
-De la conserjería avisan que están matando unos loros.
(Ah, puedo respirar tranquilo nuevamente; mi hora se resiste a llegar, estoy pasando otra dura prueba, qué fastidioso es esto de hacerles frente a las leyes naturales.)

viernes, marzo 10, 2006

El germen de la grandeza

En este momento calmo en que me sorprende el destino al iniciar un capítulo más de mis memorias, tal vez un capítulo esencial, desearía referirme a un convencimiento que se me pegó en la cabeza desde que tengo uso de razón y del que no me he podido desprender, a pesar de haber derramado la simiente en los lupanares más asquerosos del país, donde he convivido con los míos, con los que realmente son mis pares. Se trata de la sentencia siguiente: "Dentro de mí se aloja el germen de la grandeza, pero nadie se da cuenta".
Esta certeza ha convertido mi vida en una metáfora del resentimiento. ¿Logran percatarse, estimados radioescuchas, qué quiero decir con esto?
Tengo miedo, es verdad. A qué le temo.
A qué le teme el bebé que corre a nuestro encuentro en su andador, a qué le teme cuando abre sus brazos y sonríe. A nada le teme y no temiéndole a nada la vida se le ofrece en todo su esplendor. Pero yo le temo a casi todo y de casi todo desconfío y a casi todos desprecio. En esa creencia, pues, es donde debo descubrir el origen de mis temores.
He notado en el último tiempo que ansío ser de nuevo un bebé de andador.
Volvamos al problema primitivo luego de la siguiente cortina musical.
(Cortina musical)
Estamos en "La hora del vicio". Tiene usted nuevamente la palabra, doctor.
Todos pensamos que dentro de nosotros se aloja el germen de la grandeza y es posible que dentro de todos nosotros se aloje el germen de la grandeza, no sólo dentro de los poetas y de los sabios. La cuestión fundamental es cómo reconocer el germen, cómo demostrar que su existencia es algo objetivo, aunque no se manifieste externamente. Lo segundo es paradójico: si todos lo tienen, ¿por qué nadie lo descubre en los demás, sino solamente en sí mismos?
¿Cuál es su conclusión, doctor?
Mi conclusión es que el germen de la grandeza lo tengo sólo yo y si los demás no se dan cuenta de eso quiere decir que son unos chuchas de su madre.