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miércoles, diciembre 13, 2023

Salvado de la cripta

Con el fin de despejar probables reticencias, aclaro que mi participación en esta historia es la de un mero testigo de los hechos que pasaré a narrar. Más de alguien rebatirá que mi presencia fortuita en el lugar coincide con la de un viejo conocido de mis lectores y con el descubrimiento de aspectos insólitos de la vida eterna de su paciente, un hombre de un raciocinio excéntrico, manejado con ingenuidad e ironía, como ya se verá. Solo por esa enmascarada forma de majadería les podría conceder la razón.  
Debido a un inusual fenómeno climático, ese fin de semana de noviembre llovía a cántaros. A mi pesar me vi obligado a buscar refugio en un centro comercial de cierto renombre; adentro la gente se desplazaba de un pasillo a otro, supuse que en una cantidad mayor que la habitual, por la cercanía de las fiestas de fin de año. La atmósfera de regocijo, ansiedad y monotonía que reinaba en el ambiente no me produjo placer, más bien acentuó mi desgana. 
Deambulaba sin rumbo fijo, esperando que cesara la lluvia. Sin consentimiento de mi parte, los ojos se me iban a los artículos ofrecidos a la venta en las vitrinas, detalle que no vale la pena analizar. De pronto percibí una leve agitación entre la gente, que se fue haciendo indiscutible a medida que mis pasos se dirigían en el sentido que ahora tomaban los curiosos. El hecho se había producido hacía apenas unos segundos, de modo que alrededor del lesionado no había guardias ni barreras; aun así en torno a su cuerpo ya se había formado una especie de círculo humano que lo rodeaba y paradójicamente lo protegía de ese mismo círculo. Entre las frases rumorosas que logré descifrar se fueron despejando algunas dudas: el hombre se había arrojado desde el quinto piso hacia el hall central del edificio y yacía inmóvil en el suelo, con toda seguridad muerto. Fue entonces cuando de la pequeña multitud surgió Carlos J. Veloso, quien caminó resueltamente, se retiró la gorra de tweed que le cubría su peinado de parrón y se arrodilló ante él, haciéndole el quite al charco de sangre que se iba formando en torno al cuerpo e inclinando la cabeza hasta pegar su oreja izquierda a una de sus sienes, mientras presionaba una suerte de estetoscopio sobre el corazón del desgraciado. La gente pensaría que se trataba de un médico, pues nadie intentó separarlo del cadáver, mas conociéndolo como lo conocía, intuí el verdadero sentido de su extraño rito, sin sospechar cuán lejos me hallaba de acceder a la verdad. Habrá permanecido en dicha posición unos cuatro a cinco minutos. Una vez que llegaron los guardias, la policía y las ambulancias, se levantó y se retiró, evitando preguntas, sin formular comentario alguno. El oficio reporteril de 42 años que ando trayendo a cuestas me obligó a seguirlo. Antes de que abandonara el centro comercial lo detuve en seco, tomándolo del brazo. Si no materializaba ese atrevimiento se me escabulliría, como otras veces lo había hecho.
-Don Carlos... ¿no me recuerda?
Con el mismo aire agobiado de antes, aunque las bolsas en los ojos se le habían acentuado y su barriga delataba algunos kilos de más, se dio vuelta, me miró con cansada indiferencia y balbució:
-Sí... me suena...
-¿No es usted Carlos J. Veloso, el distribuidor de almas?... ¿No me recuerda?
-Si me disculpa... -intentó deshacerse de mí con un movimiento suave, que delataba el paso de los años. Su objetivo no podía ser otro que perderse nuevamente en la ciudad. Al no conseguirlo vislumbré por primera vez un asomo de victoria de mi parte y lo invité a un café; eso sí, dentro del recinto. Aceptó a regañadientes, adivinando que por esta vez no se me podría escapar.
Me desagrada presentar de nuevo a los personajes de mis crónicas, porque dicha acción acusa o carencia de lectores o la vaga impresión que ha dejado su historia tras ser leída. Fuere por la causa que fuere debo recordarles que Carlos J. Veloso ocupa su vida trasladando... cambiando de sitio... por usar giros inteligibles, las almas conservadoras de los cuerpos que han dejado la tierra, en un intento por guardar las ancestrales tradiciones culturales del ser humano, tentativa que a cualquier persona medianamente normal se le antojaría descabellada. Obedeciendo órdenes de un superior, que en mi relato resultó ser una superiora, procede a insertar aquellas almas que aprueban el examen en cuerpos que van naciendo; todo esto no constituye novedad, pues ya se dijo y se publicó. Cuando lo conocí ocupaba un pequeño local de dos pisos en una galería venida a menos en el centro de Santiago. Luego lo perdí de vista; mis intentos de volver a dar con el local resultaron infructuosos y pasé a interesarme en otros personajes. La casualidad quiso que me lo topara donde nunca pude imaginar; en las antípodas de su trajín existencial.
-El pobre hombre ha tenido una muerte espantosa... lo noté en los rasguños... el tono de su voz... Su alma... no está disponible todavía... quizás cuándo... mejor no hacerse ilusiones...
Me llamó la atención su comentario, como hecho para sí mismo, porque a primera vista (primera y última que le dediqué al cadáver) no advertí rasguños en sus restos ni movimiento alguno de sus labios.
-¿Cambió su estilo de trabajo? -me atreví a preguntarle, recordando el alto de carpetas que se le amontonaban en el local y donde se suponía que llevaba el registro de las correspondientes distribuciones. Esbozó una ligera sonrisa, la sonrisa de un perdedor, que dejó ver sus dientes amarillentos, entre los que destacaba el hueco provocado por la ausencia de una pieza incisiva inferior.
-Eran otros tiempos... hay que irse modernizando... (me enseñó un extremo del cablecito) y ahora... ¿tendría la amabilidad de dejarme en paz, por favor?... me están apurando, hay mucho que hacer...
-Espere, don Carlos. No lo molestaré más; solo tengo un par de dudas. Es que lo vi agacharse ante el cadáver. ¿Lo conocía? ¿Escuchó sus últimas palabras? ¿Le dijo algo? 
El café perdía su fragancia, él ni siquiera tocaba la taza.
-Me dijo que se llamaba Juan Carlos Martínez... pero... debo procesar... entregar mi informe... no se imagina cuán caros pago mis atrasos... Su Majestad es... ¡la conociera!... juntémonos mañana en la Capilla de las Ánimas y le cuento lo que querrá saber... a las doce voy a estar allí... Espéreme a la salida...
Lo vi alejarse con la desazón con que se observa a la presa que se le escapa a uno de las manos; pero un hilo de razón me devolvió el optimismo. Las grandes historias no se capturan a la primera; a veces llegan de manera impensada luego de un tiempo, a veces se pierden para siempre; la única premisa es que hay que tenerles paciencia.
Acudí al día siguiente a la iglesia de la calle Teatinos, con pocas esperanzas. Comprobé entonces que Carlos J. Veloso era un hombre de palabra; o al menos, de media palabra. Serían las doce y cuarto cuando se abrió la puerta; de adentro salió una mujer con una escoba y una pala de plástico. Era sin ninguna duda la misma figura que me había pedido "una chela" y que mangoneaba a Veloso dentro de la capilla aquella vez que me perdí en sus laberintos. Qué curioso, los años no se le habían venido encima, como a nosotros, aunque seguía siendo una "vieja", término que utilizo sin ánimo peyorativo y solo para dar una idea de su apariencia. 
Me miró de lejos; pareció reconocerme.
-¡Eh, míster!, ¿vino a ver a Veloso?
-Sí...
-Le dejó este paquetito. Son tres mil -me entregó un sobre y estiró la mano. Abrí la billetera, un tanto perplejo.
-¿Tiene cambio de cinco?
-Dejémoslo en cinco, míster. Y ahora se me retira por favor, que me está espantando la clientela.
El sobre contenía un casete y un informe escrito a máquina precedido de una hoja manuscrita. Tras darle un vistazo a esta última comprobé que el documento a máquina correspondía a la transcripción del momento en que Veloso permaneció arrodillado frente al cadáver en el centro comercial, esos cuatro a cinco minutos en que ambos estuvieron conectados en el piso a través de un misterioso cablecito. Para mi natural curiosidad, esto equivalía a comprar en cinco mil pesos el boleto del gordo de la lotería. 
Desde luego, no hay una sola prueba a favor de una hipótesis como esta. Tampoco los hechos narrados guardan relación con el tiempo transcurrido; hasta donde sabemos, es imposible describir con veraz minuciosidad una experiencia futura, dar un salto en el tiempo. A toda vista debía tratarse de un embuste, aunque mi natural ingenuidad me llevó a pensar que Veloso pudo habérselas dado de medium del suicida, grabando su testimonio en la mente para traspasarlo luego a la cinta, ignoro cómo (esto explicaría el cambio del sistema de carpetas por el método más moderno que sugirió en la breve conversación).
Han pasado semanas, he leído el informe un sinfín de veces y he concluido que la historia es impublicable. Se le han sumado algunas situaciones que están dentro de lo normal en un procedimiento policial. Uno de los parientes del occiso, por ejemplo, le solicitó al juez que ordenara una autopsia del cadáver, en la esperanza de que esta demostrara que se estaba ante un accidente, no un suicidio. Así accedería al suculento seguro de vida que la compañía les había negado. El juez reparó con sorpresa que el cuerpo de Martínez no había sido sometido a la autopsia de rigor y aceptó la petición. Así quedó al descubierto un hecho que le daba sentido, dentro del absurdo, al primer comentario que Veloso me hizo en el café. Pero lo anterior no pasa de ser una necia conjetura; el fallo del juez, en todo caso, no sufrió cambios. La mayoría de las veces personajes de esta laya hacen perder el tiempo; esta ha sido una de ellas. De modo que si archivo el documento en mi diario personal es solo para sacarme la espina y pasar a otro tema. 
La hoja manuscrita de Veloso dice así:

Estimado señor Lamordes
En el documento que sigue van las últimas palabras que me dijo el muerto. Me costó harto traspasarlas al papel, puede decirse que pasé toda la noche traduciendo el casete. Luego de leer usted entenderá por qué. Y espero que haga buen uso del documento y no abuse de la confianza que he depositado en su persona. 
Sin otro particular se despide atte. de Ud.
Carlos J. Veloso S.S.S.
Distribuidor de Almas

Del escrito me permití corregir las faltas de redacción y ortografía, en pos de la decencia del lenguaje. No hay más recortes ni modificaciones. He aquí su contenido.

DIÁLOGO CON EL MUERTO

Dígame cómo se llama. 
Juan Carlos Martínez. Quién es usted.
Me llamo Carlos J. Veloso. Estoy con usted en el Costanera Center. Le voy a conectar un cablecito. Cuénteme lo que siente.
Me había hecho siempre la idea de que la muerte era algo sencillo, que era cosa de respirar una última vez y después no respirar; caer al vacío y luego la muerte, señor Veloso. Y eso hice; me vine al Costanera Center, subí al quinto piso y me lancé. Estaba ansioso, desencantado de todo, los acreedores me acosaban.
¿Siente dolor?
No siento dolor. Recuerdo un chispazo de sonido, algo extraordinario. Cómo uno puede retener en la memoria una milésima, cómo no es posible prolongar dicho recuerdo, porque el cerebro choca con una muralla infranqueable. Me tiré y se me acabo la vida, se entiende. Pero nunca la felicidad puede ser completa: no contaba con la claustrofobia, ni menos con la escandalosa ineficiencia del honorable cuerpo médico, que ahora se da el lujo de entregar cuerpos a los buitres sin siquiera revisarlos. ¡Yo no había muerto y a nadie le importaba!
¿Sigue vivo?
Desperté en la oscuridad más absoluta y no tardé en darme cuenta de que un cajón rectangular, forrado de aluminio, y felpa me rodeaba por los cuatro costados. 
Eso no es posible.
¿Dónde estaba? ¿En la morgue? Lo descarté. Si mi cuerpo estaba en la morgue, eso quería decir que se hallaba a la espera de ser recogido por familiares. En tal caso sería sólo una suma de vendas y trapos y rellenos sin capacidad de pensamiento. Si lo que me rodeaba no era el cajón de madera, como pensé en un primer momento, sino el nicho en que los cuerpos son mantenidos a baja temperatura hasta que los estudiantes de medicina llegan por la mañana, al abrir los ojos yo hubiese visto algo de luz, aunque fuese un destello. Habría sentido frío. Y habría captado el olor de la formalina. No, no estaba en la morgue. ¿Me velaban con el vidrio del cajón tapado para que no se viera mi rostro convertido en papilla? Luego de un par de minutos también descarté esta posibilidad. No había olor a flores ni murmullos del rosario, aunque cabía la opción de que el olor de las flores no se filtrara por los resquicios del cajón sellado y de que la iglesia estuviese cerrada y mis deudos, durmiendo en sus casas. Esto era fácil de comprobar. Estiré mis huesos violentamente y el cajón ni se movió: era indudable que éste se encontraba sobre una superficie sólida, no sobre cuatro patas rodeadas de hambrientas velas. ¿Estaba dentro de la tumba? Esta posibilidad era más que razonable y terminé por aceptarla, ya que no había argumentos realmente sólidos que se interpusieran en su camino. Contrariamente a lo que se pudiese desprender de dicha situación, la imagen de mi cuerpo en una cripta me dio seguridad. Ahora que conocía el problema estaba en condiciones de proceder a buscar su solución.
Su cuerpo todavía está en el Costanera Center.
Usted se burla y seguirá burlándose de mi raciocinio, señor Veloso. Lo primero en que me puse a divagar fue en si mi cuerpo estaría depositado en el mausoleo de la Unión de Reporteros Gráficos, ya que yo era fotógrafo profesional, ¡qué digo, lo sigo siendo!, no es momento para pesimismos. Quiero redondear la idea: es bien sabido que si un colega entra en posición horizontal al mausoleo de la Unión, no pasan tres años para que sea desalojado con viento fresco, ya que a los socios se los hace firmar en vida, lógicamente, en vida, una cláusula que estipula que ese descanso será solamente temporal, no eterno, de modo que... a qué seguir, aunque la situación da para denunciar esta injusticia, la más grande de todas, pues impide al socio asumir su propia defensa cuando llega el momento y deja su suerte echada en otras manos. 
Vayamos a lo importante, por favor. No dispongo de más de cinco minutos...
Recordé con alivio que alguna vez había firmado en la oficina un seguro de vida que, entre muchos beneficios, se hacía cargo de mis funerales y hasta me asignaba una tumba en el cementerio. Ahora me recriminaba por no haber retenido en la memoria el recuerdo completo de la ubicación de la tumba en el plano. Pero, ¿me servía de algo conocer el plano? ¿Mi deseo acaso no había sido morir? ¿No me había lanzado de la vida yo mismo? Era cosa, entonces, de sentarse a esperar, digo esperar acostado en el cajón y listo, en unos minutos se va el oxígeno. Irrumpió entonces de la nada mi vieja fobia, la claustrofobia; si hay algo que aún no puedo soportar es el encierro. De lo que se desprende que no fue el súbito amor a la vida lo que me llevó a salir del sepulcro, sino el miedo a morir enterrado vivo dentro de un cajón, como me había contado mi abuelita de un caso parecido en la población, cuando era niño. Así que primero debía salvarme. Ya llegaría el momento de discurrir una nueva forma de quitarme la vida.
No le veo cara de que se vaya a salvar, así que le hago la pregunta cuanto antes. ¿En cuál de estas dos opciones se encasillaría su alma? ¿Conservadora o progresista?
Déjeme terminar, señor Veloso. Algo me acordaba de un arbolito y una calle. La flamante sepultura se ubicaba en una calle bien transitada del cementerio (las otras, dispuestas a los pies de discretos pasajes y añosos árboles, plenas de silencio y tranquilidad, eran harto más caras). Mi tumba debía de estar a unos cincuenta centímetros bajo la superficie y si la suerte me acompañaba, aún era posible que los sepultureros no hubiesen completado su trabajo. Me costó llevarme las muñecas a la vista y ver la hora y el día en mi reloj digital. Eran las tres de la tarde del día XX; o sea, dos días después de ‘‘mi muerte’’. 
Pero si no han pasado ni diez minutos...
¡Había despertado a buena hora! ¡Tenía esperanzas! La cripta, la fosa o lo que fuera tendría que estar abierta. Con suerte, mis deudos aún estarían un poco más arriba, echando lagrimones, coronas de flores y paladas. Descubrí que con toda seguridad lo que me había despertado había sido el brusco choque del cajón contra la base del nicho reluciente (¿o de la tierra pelada? ¿Dónde estaba, a fin de cuentas? ¿En un depósito rectangular de un edificio de cemento? ¿Bajo la tierra? ¿Bajo un lindo prado que ocultaba laberintos internos de concreto construidos por el hombre, cual prehistórico gusano?). Aspiré el aire que quedaba dentro de ese espacio de la verdad y grité con todas mis fuerzas, mientras me rasguñaba la cara: ¡Abran el cajón! ¡Abran el cajón! ¡Estoy vivo! ¡Abran el cajón!
Pero si aún se halla usted en el centro comercial.
No me interrumpa, señor Veloso. Le digo que el aire se acababa y me moría, ahora sí que me moría de verdad y en la peor de las circunstancias, encerrado en un cajón, vislumbrando la posibilidad de vivir varios años más, de caminar por las calles de Santiago aunque fuese como pobre mendigo pero al fin y al cabo haciendo sonar los tacos contra la calzada y percibiendo ese ruido seco tan agradable, sobre todo cuando uno va por un callejón y el muro del frente envía un eco: tac tac... tac tac... tac tac... caminar con hambre o caminar con frío, pero caminar, moverse, desplazarse, abrir los brazos a la lluvia mientras los demás pasan presurosos o se guarecen en improvisados aleros, todos vivos, todos rumiando su destino de mala suerte pero vivos, vivos... Entonces escuché murmullos y un rumor creciente que me hizo recordar el momento en que los mozos aparecen con las bandejas de canapés luego del lanzamiento de una novela. ¿Sería posible? Las voces se convirtieron en gritos y algo como un chuzo comenzó a destruir el cajón por fuera. ¡Estaba salvado! Ni siquiera había tenido tiempo de angustiarme tanto; sentí un arrepentimiento divino por la decisión que había llevado a cabo, sentí el temor a Dios y la ira de Dios y nació en mí la ilusión... Una mano blanca me acarició la frente y me limpió el sudor nauseabundo que bañaba mi rostro ensangrentado. Los golpes salvajes del chuzo sonaban cada vez más cerca y las voces ya se me hacían casi familiares. Reconocía, por ejemplo, la del colega Aladino Barrera vociferando ‘‘más fuerte, más fuerte’’ o la de Valdemar Carrasco, gritando ¡putamadre! mientras abría el cajón con sus manos de fierro. Y yo, acostado, como si el trabajo tuvieran que hacerlo otros por mí, sin mover un dedo, me limitaba a exclamar ‘‘¡un poco más, que ya no puedo respirar!’’
¿Lo pudieron sacar?
Mientras esperaba ver de nuevo la luz me sentí repentinamente decaído: ¿saldría de nuevo a lo  mismo, a cumplir mi destino bajo las ruedas del Metro, o era el momento de iniciar una nueva vida, admitiendo honestamente mis debilidades para construir desde ahí? La esperanza me asaltó, junto con los primeros haces de luz y el ruido creciente de la multitud que corría a salvarme de las garras de la parca. La vida... -agradecí- la vida...
Entonces lo sacaron.
Me sacaron de un tirón. Al abandonar la caja sentí que mi cuerpo iniciaba su descanso temporal, con vencimiento al tercer año, en uno de los nichos del Mausoleo de la Unión de Reporteros Gráficos. ¡Pero cómo, pensé! ¿Y el seguro? ¿Qué pasó con el seguro? Inferí que como me había suicidado, la letra chica anulaba el contrato -en lo que se refiere a su cumplimiento, no a su pago- por ese sólo hecho. A continuación vino la sorpresa grande: salido del cajón no me recibieron ni Aladino Barrera ni Valdemar Carrasco ni el presidente de la Unión. En vez de pisar los senderos del cementerio, mis pies y mi cuerpo se alejaban de él y del Mausoleo, como si lo traspasaran, bajo un sol intenso y un calor otoñal. Una forma inefable me abrió a esta nueva fase y me incorporé. De esa forma nunca vista fluyeron otras miles, cientos de miles, iguales a ella, como un abanico de vapor. Toda la realidad que me rodeaba era una especie de movimiento fotográfico sucesivo. Nada era único, todo estaba repetido. Nada era igual, todo era diferente.
¿Dónde era eso?
Déjeme terminar, señor Veloso. ¿Qué pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde me llevan?, quise gritar, pero no me salió la voz. Miré mis pies y no vi nada. Miré mis manos y no vi nada. Así que no estoy vivo, así que no me salvé, y ahora no me queda otra que resignarme a esta extraña suerte de principiante, sin ánimo de discutir ni menos de presentar contienda. Pero estoy tranquilo; los nervios han quedado atrás. Bajé del nicho y me interné con mi maravilloso cicerone dentro del Valle del Tiempo y del Espacio Universal. ¡Vaya nombrecito!, ‘‘Valle del Tiempo y del Espacio Universal’’; delata una curiosa falla gramatical, pues lo correcto debió ser "Valle Universal del Tiempo y del Espacio" o en su defecto "Valle del Tiempo y del Espacio Universales", a menos que aquí solo el espacio fuese universal, no el tiempo. Pero quién soy yo, así está escrito en el portal de fierro oxidado, aunque ahora que lo pienso mejor, podría tratarse no de un nombre, sino de una marca. Es diferente que el reino de los muertos se llame ‘‘Valle del Tiempo y del Espacio Universal’’ a que exista una marca registrada con ese nombre. Lo primero revelaría una suerte de dominio monopólico en el cual se incluirían las tres categorías clásicas, Cielo, Infierno y Purgatorio; lo segundo, en cambio, hablaría de una forma de reino de los muertos, que implicaría necesariamente la existencia de otras formas, desconocidas para mí. A este espíritu, entonces, le habría tocado -ignoro la razón- esta eternidad de rompecabezas cuyas piezas se repiten hasta el infinito.  
Diga lo que siente.
Traspasé el umbral y ahora que estoy aquí soy testigo de lo que miles de sabios ni siquiera han vislumbrado. Todo es tan sencillo; hay un solo espacio para varios tiempos y no existe el pasado ni el futuro, sólo el presente. El espacio está más allá del Universo y las almas son fuentes inmateriales que se desplazan sin generar campo gravitacional ni energía magnética. El término ‘‘desplazar’’ aquí sólo se usa como símil, ya que el movimiento no existe, así como tampoco el pensamiento. Cada acto es universal en sí mismo y la suma de ellos no es más que la suma de tiempos diferentes en un solo espacio. De tal modo, cada cosa está dividida para siempre y yo soy la repetición infinita de mi acto, mientras lo anterior o posterior también es el presente. Por eso el movimiento es nada más que sucesión de muertes eternas y da la sensación de un abanico de vapor que fluye a cada lado de la imagen. No es que las cosas vayan muriendo cuando nacen. Eso no tiene sentido porque aquí no hay vida, sólo muerte. Cada ser ve las demás realidades que lo repiten. Ve también los actos de otros seres. Por decirlo en lenguaje humano, se ve a sí mismo durante todo el Universo y al presente y futuro de los demás en el mismo espacio. Un grito de angustia no tiene principio ni fin, es eso y nada más. La luz no se mueve. Entonces, no es que yo vea lo que describo, sino que lo ‘‘vivo’’, mi ser está impregnado de eso, que no sé cómo llamar... sensaciones... recuerdos... unión con otros seres y las cosas... Pero yo, a su vez, como ya dije, estoy dividido en cada acto y no tengo esencia. Yo soy, por ejemplo, una mirada de horror, o una boca abierta. O un hilo de saliva. Y de ese simple riachuelo que corre desde la comisura de los labios, soy, separadamente, cada una de sus infinitas partes. La decisión y la voluntad no existen, ello supondría darle valor al tiempo. Lo que ocurre pertenece a otro ser y después a otro y a otro. No hay relación en la idea, ni siquiera hay idea. Mezclada en esta paleta de nada siento el roce de una bolita de felicidad que se repite y se ensancha en su propio abanico de vapor, pero es imposible aislarla, es imposible ser solamente la felicidad; en el Valle del Tiempo y el Espacio Universal la facultad de elegir  no está al alcance de las almas. Eso es, aquí, la eternidad, señor Veloso.
Vamos a tener que dejar la conversación hasta aquí. La gente ya está entrando en sospechas...

Así acaba el documento.
Tiempo después las noticias dieron a conocer "el horrendo caso del fotógrafo Martínez": practicada la autopsia solicitada por familiares, el rostro del occiso reveló profundos rasguños causados por las uñas de sus manos, prueba de que había sido enterrado vivo. Se iniciaron los sumarios correspondientes, pero la dificultad para acceder a ellos y el paso del tiempo los relegó al olvido. Se presume que aún se hallan en la primera y larga etapa de investigación; hasta ahora no se sabe de sanciones. Huelga comentar, además, que uno de los lados del casete que me hizo llegar Veloso está vacío y que la reproducción del otro lado, de donde el distribuidor de almas habría sacado los datos que copia en el documento escrito a máquina, deja a los oídos un encadenamiento de ruidos caóticos e indescifrables, que recuerdan remotamente la sensación de oír un disco al revés. 

lunes, diciembre 11, 2023

Alergia de primavera

Entre muchas cosas ajenas a uno mismo hay algo invisible, aparentemente inocuo, que viaja por el aire para entorpecer el transcurso de ciertos días idílicos. Es el lanzamiento de la semilla, lo que bien indica que todo nacimiento lleva aparejada una cuota de dolor, no tanto para el que nace como para su entorno. Hablo de un nacimiento distinto al del ser humano, que toda madre conoce. Hablo del renacimiento de la planta, del que mucho se ignora; y no me refiero al dolor de sus padres, sino al de quienes sufrimos ese parto de los montes, al de quienes caemos derrotados ante la fiebre del heno. Aunque dolor no es la palabra exacta, yo diría que se le acerca bastante pues, ¿de qué otra manera podría definirse la imposibilidad de respirar por la nariz, el espanto que involucra la fantasía de quedarse sin oxígeno en mitad de la noche, acostado en una cama que entrega completa la visión de un pasto enloquecido y rebosante de energía, solitario?
No habría mucho más que decir, puesto que los síntomas son más o menos los mismos y los remedios que van de boca en boca solo sirven para paliar en parte el agobio de la alergia. 
Quisiera poder dormir como en agosto, septiembre, octubre. Para mí el mes es noviembre, aunque ya pasó y los estragos continúan en mis ojos, nariz y garganta.
Paciencia... siempre puede ser peor.