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viernes, julio 23, 2021

Una invitación a la rápida

Al igual que nosotros, la señora Mariana Machoski vivía en la población Rubio, a unas dos o tres cuadras de nuestra casa, en la calle Palominos. La recuerdo alta, delgada, de pelo corto y oscuro, extravertida, graciosa y algo cándida, si se trata de dar a conocer la impresión que le causaba al niño que entonces era yo.
Caminábamos con mi mamá rumbo al centro cuando la divisamos a lo lejos. La señora Mariana dejó a un lado la escoba con que barría la vereda y corrió a saludar. ¡Hola, tía Fani, qué es de su vida! Conociendo a mi mamá, me preparé para una charla de al menos diez minutos, y así fue, por parte baja. Esos desplazamientos al centro para realizar una simple diligencia solían extenderse por no menos de dos horas, divisibles por el número de personas con las que ella se topaba; así se socializaba en Rancagua en aquel tiempo.
Las dos se pusieron a conversar de esto y de aquello. Yo las miraba desde abajo y trataba de entretenerme en algo; iba perdiendo el aguante hasta que pronto me rendí y los nueve minutos restantes fueron un completo aburrimiento.
Salió el tema del Lalito, quien había sido párvulo suyo en el kinder y que ahora estudiaba en los hermanos maristas. En un arrebato de afecto, la señora Mariana entró de pronto a su casa y salió a los pocos segundos con un pequeño sobre blanco que le entregó a mi mamá: era una invitación formal, al Vitorio y a mí, para que el domingo acompañáramos al Lalito en su ceremonia de primera comunión.
Hablar de una fiesta de primera comunión no era nada del otro mundo. Significaba levantarse temprano, ponerse terno de pantalón corto, camisa blanca y humita, asistir a una misa eterna que se oficiaba dentro de una iglesia oscura de cielos inalcanzables y bañada de un vapor oloroso, dicha además en un idioma desconocido cuyo eco resonaba en las naves laterales. Ya había asistido antes a otras ceremonias similares, empezando por la mía. Todos los niños sabíamos que había que sacrificarse, porque la parte relativamente buena venía al final, cuando nos hacían pasar a la casa del niño receptor del sacramento, estoy usando un giro pretencioso, donde nos servían torta y chocolate caliente.
Al momento de las despedidas, la señora Mariana se quejó amargamente del Lalito. "Me está haciendo salir canas verdes, tía Fani. ¡Fíjese que el otro día puso iba con be larga!"
-¡Pero si iba se escribe con be larga, señora Mariana! -la corrigió mi mamá, emitiendo una de sus sinceras carcajadas.
-¡Uyyy, tía Fani, me quiero morir! 
Llegó el domingo y se cumplieron todos mis vaticinios. Nos levantamos temprano, nos vestimos de terno, mi mamá nos abrochó la humita y partimos caminando a la iglesia San Francisco, donde soportamos de pie la misa soporífera. Al final, una pila de niños de rostro angelical se hincaron ante la balaustrada que los separaba del altar mientras el curita les iba repartiendo la hostia sagrada, la que recibieron con los ojos cerrados, sin masticarla por ningún motivo, de modo que a casi todos se les quedó pegada en el paladar. Entre ellos estaba el hijo de la señora Mariana, con sus ojos azules, su pelo rubio cortado al cepillo y su timidez.
La casa del Lalo, como ya habrá comprendido cualquiera que conozca ese sector de Rancagua, quedaba a no más de dos cuadras de la iglesia. Con el Vitorio nos fuimos caminando, todavía en ayunas, dispuestos a degustar la recompensa matutina. Pero no contábamos con una especie de sargento de la Gestapo instalada en la puerta de la casa. Era la abuela del Lalo, que premunida de una especie de lista hacía pasar a los invitados. Ustedes... pasen... Tú como te llamas... pasa... Ustedes tres... pasen. Al llegar nuestro turno su voz sonó como un martillazo en nuestros oídos. Ustedes dos... no, ustedes no están invitados...
Volvimos a la casa muertos de hambre y con la cola entre las piernas. Cuando le contamos la historia, mi mamá se enfureció y voló a la casa de la señora Mariana. Ella, que ignoraba el desaire, se deshizo en disculpas y le rogó una y otra vez, casi con lágrimas en los ojos, que nos fuera a buscar. Pero las papas ya estaban cocidas. Desprendidos del disfraz dominguero, con el Vitorio habíamos tomado desayuno y jugábamos un campeonato de fútbol chico antes de pensar en el almuerzo.
Por alguna razón que desconozco, el Lalo nunca llegó a ser amigo de nosotros, aunque tampoco enemigo, viviendo tan cerca. Era parco de palabras, usaba camisas de franela a cuadros. Por casualidad nos enteramos un día cualquiera de que había muerto antes de cumplir los veinte años.