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domingo, marzo 17, 2024

La vida, sin auto

Ya va siendo hora de relataros las peripecias que esta alma en pena ha vivido durante los últimos cuarenta días en que no ha podido disponer del vehículo de su propiedad, debido a una falla eléctrica. Lo usaba, como es de estricta lógica inferir, ya fuese para el desplazamiento regular hacia el pueblo, y cuando llegaba el caso, desde el pueblo a su cabaña, ubicada a tres kilómetros y doscientos metros de la esquina donde se halla la sucursal de BancoEstado, uno de los puntos de referencia de Frutillar Bajo; digamos, su límite norte, siendo el límite sur el Teatro del Lago. Entre ambos edificios se extiende una breve y hermosa costanera de unos ochocientos metros. No es el momento indicado para describirla, pero ya que estoy en eso, diré que destacan en ella las pocas casas de colonos alemanes que aún se conservan en pie, las iglesias católica y luterana, más bonita la luterana que la católica, el muelle desde donde incia su viaje turístico el barquito que recorre una parte del lago Llanquihue, el cuartel de bomberos, un par de cafés, el Chucao y el Herz, ambos en calles perpendiculares a Rodolfo Philipi, nombre de la costanera; la cervecería La Tropera, que vende una fantástica Strong Lager de 7,6 grados de alcohol; esa cerveza llena todo mi gusto y la consumo antes de retornar a mi cabaña, cada vez que bajo de la biblioteca, alrededor de la una y media de la tarde, lo que equivale a hacer un aro en el camino, un momento de socialización con las encargadas o encargados de la barra, momentos que me recuerdan que aún tengo lengua y cuerdas vocales para hablar, y tal vez alguna idea para ensayar.
Corría el fatídico domingo 11 de febrero, Frutillar se hallaba plagado de turistas. Salí del supermercado, encendí el motor, el auto corcoveó y se detuvo. Qué saco con hablar de la causa, si hasta el día de hoy no la conozco. Así que ahí quedó el pobre, varado en la calle, a la intemperie, en pleno centro de Frutillar Alto y yo, con lo ansioso que soy, imaginando las peores tragedias mientras lo abandonaba como se abandona a las personas que uno va a ver al hospital, claro que sin enfermera que lo cuide. El autito parecía que se hubiera puesto a llorar en silencio mientras me iba alejando de él, nadie me sacaba de la cabeza que lo suyo al mirarme a la distancia era un ruego de perdedor, ¡no me dejen solo, me van a robar, me van a romper los vidrios!, cara de triste le encontré.
El pobre durmió solo una pura noche. A la mañana siguiente lo fui a ver. Ahí estaba. Donde mismo. Sin recriminaciones, somos amigos, creíste por un minuto que te había abandonado, ¡pero cómo! si te necesito más de lo que tú a mí, ¿no lo entiendes? Mi mente desvariaba pero en el fondo estaba relativamente calmado. Nadie se lo había llevado, nadie le había quebrado ningún vidrio; ahora solo era cosa de que lo viese un mecánico. 

(Sigue)

sábado, marzo 09, 2024

Qué vendría siendo el paraíso

Descartando las fuentes sagradas que trocaron en clichés, el cliché del jardín del edén, el cliché de los ríos de leche y miel, el cliché de la luz eterna sobre un fondo de nubes de algodón, el del vergel en medio del desierto, el de los palacios en el cielo, incluso el de los amantes que se reúnen para siempre en un solo corazón...
... a mi edad y para mí la mejor definición del paraíso vendría siendo una tarde tranquila, sin nubarrones de deudas atrasadas ni deudas por pagar, un saldo razonable en la cuenta, buena digestión por la mañana, una breve siesta previa, mi esposa a mi lado, tomados de la mano o cada uno en lo suyo, buena salud y sin apuros económicos mi descendencia, tranquilo mi país, la perspectiva de un libro que seguir leyendo, una historia que seguir contando, un partido de fútbol decisivo por la televisión, un par de copas de whisky mirando las estrellas bajo el frío de la noche del sur.
Hoy por hoy no espero más que eso, y bastante es lo que estoy pidiendo.

martes, febrero 27, 2024

Réquiem por Maluco

Llevo varios días pensando en escribir sobre la suerte de Maluco. Me preparaba para comenzar esta tarde, pero por la mañana, en la biblioteca, bajo el poderoso influjo de las "Notas de un ventrílocuo", de Germán Marín, recordé de pronto esa noche que viajaba en una micro destartalada a la que logré subirme en Arica, con el objetivo de volver a Rancagua. Se me imagina que en toda la historia que pasaré a narrar, no sé bien en qué orden, se esconde una oscura asociación, de tal manera que los cabos sueltos deberían unirse al final. Es mi pretensión, pero si no la materializo en estas breves páginas sospecho que algo intangible habré ganado en el intento.
Me había desplazado al norte afectado por un arranque de idealismo; había viajado a vivir la experiencia del trabajo del obrero, para este caso un trabajo consistente en la construcción del alcantarillado en una humilde población de la última ciudad nortina del país. Tenía 17 años; fue una experiencia fascinante. Supe lo que era laborar de sol a sol, con los rayos del desierto hiriendo la espalda, supe lo que era devorar los almuerzos que nos fiaba el posadero del vecindario, y que liquidábamos religiosamente cada vez que recibíamos nuestra modesta paga; supe lo que fue echarse irresponsablemente en la arena un domingo en la playa de La Lisera, lo que me costó una grave insolación y la formación de llagas en los hombros que debí soportar durante esa y las demás semanas, echándome sacos de cemento al hombro. Conocí la generosidad y el cariño que el obrero chileno de esa época les brindaba a estudiantes universitarios como nosotros; grité el gol de Colo Colo en el partido que escuchamos por la radio y que le dio el campeonato en ese mes de enero de 1971. 
Esa vez, y porque era de pocas palabras, me fui ganando fama de inteligente, como si una cosa tuviese que ver con la otra. Un domingo que disfrutábamos de un asado de cabrito en el valle de Lluta, ya pasados de copas, el capataz, que era el padre de uno de mis compañeros, me ofreció la palabra para que opinara sobre el tema del que se hablaba, un asunto muy serio. Un enorme lagarto nos miraba soñoliento desde una piedra cercana, echado al sol. Se hizo un grave silencio; me preparé para dar mi discurso, pero al oír mi voz pronunciando un par de insensateces me di cuenta de que no tenía nada que decir. Nadie pareció percatarse de mi estupidez; la reunión al aire libre prosiguió hasta el atardecer y volvimos al pueblo.
La micro de la que hablo no pertenecía a empresa alguna; dada la escasez de pasajes se ubicó de pronto en un rincón del terminal; el ayudante voceó la capital de Chile como destino y se llenó en minutos. Logré meterme casi a la mala, de modo que me resigné a viajar de pie los dos mil kilómetros que separan Arica de Santiago. Afortunadamente a la altura de Iquique me pude sentar en el pasillo, sobre un cajón de manzanas, y en Antofagasta por fin agarré un asiento. 
Esa noche iríamos en algún kilómetro de ese espacio interminable que media entre Antofagasta y Copiapó cuando la micro se detuvo. Serían las tres de la mañana.
Algo había pasado en el camino. Los pasajeros bajamos, algunos aprovecharon de orinar. Más allá de la berma, a unos cinco metros del asfalto, sobre la costra de tierra infértil, vimos un auto volcado. Fuera del auto había un cuerpo inerte, un cadáver del que emanaba una sangre viscosa que iba enturbiando la tierra. A su lado, su compañero de viaje, su amigo o su hermano, lo lloraba a gritos; el llanto se perdía en el desierto, era la única vibración que le daba sentido a la noche, transformada en una boca de lobo, a falta de luna. El deseo de ser partícipes de la tragedia, el deseo de mirar, de acercarse al muerto, primó en nosotros, los pasajeros. Al darse cuenta de que tenía compañía, el sobreviviente suspendió su clamor, dirigió una mirada furiosa a la masa informe que lo rodeaba y prorrumpió en maldiciones enloquecedoras hacia todos nosotros. A mí se me pusieron los pelos de punta, porque sentí que deseábamos prestar ayuda y como nada podíamos hacer, nuestro papel en esa puesta en escena era el de mirones; eso era lo que nos clavaba a la tierra, no otra cosa. Saciado el malsano apetito subimos a la máquina y la micro prosiguió su viaje. Al volver la vista atrás, el desierto se tragó en segundos la imagen del auto volcado y de los dos hombres, el uno vivo, el otro difunto.
No es que esa experiencia me haya abierto al mundo de la muerte, tan presente hoy en mi edad dorada; pero sí puedo afirmar que aportó su grano de arena, que sumó en la preparación de la mente y del cuerpo a la verdad más inevitable, poderosa e ininiteligible de todas. Como era de prever, al llegar a Rancagua a disfrutar de los días de veraneo que me quedaban antes de volver a la universidad, echado al sol sobre la toalla en el césped de la piscina de la Braden, rodeado de chicas en bikini, ya había olvidado la experiencia; a lo más se pudo haber colado en el relato de mis tantas aventuras ariqueñas. Hoy se me presentó bruscamente, leyendo un libro de Germán Marín que desplazó mi intención de escribir sobre la suerte de Maluco, el toro que mantenía corto el pasto del lugar en que vivo.
Marín, quien hace pocos años llegó a ocupar el aposento que el tártaro le tenía reservado, escribió que una madrugada fue testigo de un accidente de un vehículo de Tur Bus que bajaba por Agua Santa, en Viña del Mar. En la calzada había tres cadáveres cubiertos de diarios; esa visión le generó un insomnio que le duró varias semanas. Yo he tenido un insomnio parecido en estos días, pero por otras razones; desde luego, no a causa de la partida de Maluco, ya que ante esa situación vivo una suerte de melancolía filosófica, de exhibicionismo del dolor; no llega a tanto mi sensibilidad poética; ni se le acerca a la de Keats ni menos a la de una joven de la que leí que desfalleció al momento de ingresar a la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia, donde se guarda el corazón de Chopin.
Como decía, Maluco me sacaba de apuros y me cortaba el pasto gratis. Lo acompañaban dos caballos corraleros, buenos para morder el pasto hasta la raíz, para hacer hoyos con las pezuñas y para revolcarse en la tierra que iban formando. La bosta de Maluco era aplanada, la de los caballos, redonda. Las dos sirven de abono, pero la de los caballos es más visible, molesta a la vista. Ninguno de los tres pacen hoy en la parcela; los caballos se fueron al terreno del frente y a Maluco también se lo llevaron. Días atrás dos hombres descendieron de una camioneta cuatro por cuatro y me pidieron permiso para entrar a la parcela a estudiarlo. "Bonito el animal", "debe pesar unos 600 kilos", "se ve mejor de lo que pensaba", se decían el uno al otro, mientras le tomaban fotos. Maluco los observaba con esa mirada inocente y cansina de los bueyes y volvía a fijar la cabeza en el pasto, mientras con la cola espantaba a las moscas. 
Yo ya le había perdido el miedo. Todas las mañanas desprendía el seguro que lo encadenaba al fierro de cincuenta kilos que le fijaba el radio de diez metros que le permitía la cuerda a la que se hallaba atado; luego lo conducía al bebedero, en una esquina de la parcela. Maluco me seguía mansamente, hundía el hocico en el agua y bebía con los labios cerrados, bebía unos diez a quince litros de una vez, entonces se relamía la nariz con la lengua, dos a tres veces, y se quedaba quieto frente al bebedero, señal de retorno. Volvíamos, lo encadenaba al fierro, lo cambiaba de posición y lo dejaba comiendo. Así fue nuestra relación durante un par de meses, hasta la llegada de los visitantes.
-¿Se llevan a Maluco?
-El jueves que viene lo venimos a buscar. Nos gustó.
-¿Cuánto pesa?
-Unos 600 kilos.
-¿Cómo calculan el peso?
-Al ojo. Al carnearlo se corta una paleta y el peso de la paleta se multiplica por cuatro y da el peso exacto. Este andará por los 600 a 650 kilos, mejor de lo que pensábamos. Un animal de 600 kilos da 300 kilos de carne, lo demás se bota.
-¿El cuero lo aprovechan?
-No, se bota. Hay gente que hace alfombras, pero es mucho trabajo.
-Le llegó la hora a Maluco...
-Pero no va a sufrir. Con un balazo en la frente muere al tiro.
Los hombres subieron a la camioneta, negociaron el precio por teléfono y en dos minutos quedó sellada la suerte de Maluco. Esa misma tarde lo cambiaron a una de las parcelas de sus dueños, frente a la mía. Ayer llegué tarde, miré al frente y no estaba. Supongo que en el momento en que pretendía escribir estas líneas sobrevino el trámite.
Extrañamente, en el mes de febrero, clímax de la época de verano, como decir agosto en Europa, con la playa de Frutillar colmada de turistas, me he llenado de pensamientos y sensaciones trágicas. Vino a verme mi hijo y mi nieto y justo se me echó a perder el auto. Quedamos inmovilizados en la cabaña, a tres kilómetros del pueblo, lo que nos obligó a hacer dedo como hábito diario. Hacer dedo depara grandes sorpresas; con mi mujer nos hemos hecho de dos excelentes nuevos amigos que nos rescataron en el camino bajo un caluroso sol impropio de las tierras patagónicas, un matrimonio conformado por un argentino y una rusa, él veinte años menor que nosotros, ella, treinta. Tienen dos niñas preciosas y la familia entera es muy amigable. Pero el auto malo es fuente de tensiones y cálculos económicos que se van disparando a medida que lo ve un mecánico y otro y otro. Es un problema no resuelto; odio los problemas no resueltos, la vida es una suma de problemas no resueltos y a estas alturas me siento vulnerable, poco preparado para enfrentarlos. Cómo he deseado volver a ser hijo este mes de febrero, de esos hijos irresponsables de diez a doce años cuya única misión es sacarse buenas notas, hijos llenos de ilusiones y ganas de disfrutar del verano, cómo he deseado lanzarme a nadar a las aguas del lago y mirar las nubes, flotando de espaldas. Pero así no se me están dando las cartas de la baraja. Surgen problemas de salud, hay un familiar muy cercano que se ha visto en apuros; las noticias no eran halagüeñas, pero hoy van mejorando. Hace tiempo que no le rezaba a Dios y a la Virgen por estas cosas. Dios parece que no escuchara y la Virgen tampoco, no deseo pasar por escéptico ni ateo, pero al repasar los logros divinos tiendo a pensar que no es Dios el autor de los milagros, a pensar que no existen los milagros, pero sí existe un alma resignada al oír su propia voz, al sentir su fragilidad, al entregarse al destino. Vaya uno a saber...
Cuando se llevaron a Maluco tuve un presentimiento: ¡Se sacrificó por mi nieta! y me sentí algo aliviado. Puede ser cierto aquello de que las almas nobles de los animales dejan su lugar en la tierra por la vida de un ser humano muy querido. Si ha ocurrido así, Maluco goza de la luz eterna en el cielo.
Debería darle un poco más de espacio al párrafo sobre la divinidad, me quedó dando vueltas, debería detenerme aunque fuese un par de minutos, por respeto a la idea. No creo en Dios, más bien no sé si creo en Dios, ansío creer; rezo con fe y luego me sumerjo en el mundo en el que vivo. Me doy cuenta de las variantes, de lo que rodea la aureola de mis rezos, y sigo transitando. No logro desprenderme de esa imagen  del Dios que ve, entiende, juzga y ordena desde lo alto, no me cabe en la cabeza la existencia de ese todo anterior a todo y posterior a todo, ese todo nacido en la tiniebla y que volverá a la tiniebla y continuará gobernando cualquier fenómeno que se asemeje a vida, movimiento, espacio.
Es un hecho de la causa que mi ánimo se hunde cada cierto tiempo en la depresión y la angustia. Basta una minima circunstancia para que se desencadene la sensación, y siempre me hago a la idea de esperar días, semanas, para que desaparezca. ¿Es la parte infinitesimal de la creación divina? Allá por los años ochenta viví uno de esos episodios, que duró semanas, tal vez un mes, dos meses. Una tarde me hallaba en la oficina y fui al baño, sumergido en un sentimiento de derrota. En el urinario me sonó un clic mental. ¿No habrá llegado el momento de dejar de autoflagelarme?, creo que pensé. Salí optimista. Había expulsado al fantasma de mi cuerpo.
Cuánto desearía ser Maluco, el toro manso que se alimenta y levanta la vista, come y duerme, camina en círculo sin chistar, absorbe la lluvia y el sol, espanta las moscas o las sufre. Y muere sin advertir el cañón que lo apunta, porque sus ojos no ven bien de frente, están hechos para hacerse a un lado.
Tal vez este desorden narrativo podría resumirse en el sueño que tuve anoche. Subí a un bus lleno (¿la micro de Arica?) desconfiando de los pasajeros. Para pagar el pasaje debí sacar la billetera y se alcanzaron a ver unos billetes grandes, me dio miedo. En otros sueños hay personas que se me acercan y me amenazan como los perros que atacan por detrás, y yo les doy de patadas que me hacen despertar. Aquí no hubo nada de eso; los pasajeros redujeros sus amenazas a gestos ambiguos. Sin embargo, había que cambiarse de sitio, y así fue como me deslicé a un espacio más cómodo, un poco más caro, pero adaptado a mis necesidades. Elegí un sofá con una mesita de arrimo, donde me instalé a mis anchas. Todo en ese nuevo espacio del bus destilaba uso, descuido, decadencia. La comida no era cara; me incliné por el menú de la casa. En una salita reservada, del porte de un baño, mi compañero se ladeó, cambió de ángulo, y le vi la cara (entonces me enteré de que este viaje lo hacía con un compañero, no andaba solo por la vida). Su rostro gastado lucía amargado, ojeroso, amoratado en las mejillas; rostro desilusionado, casi pegado a un cenicero cubierto de colillas de cigarro. Me habló con la mirada, una mirada desoladora. Adiviné que se trataba de mi otro yo, no me gustó nada saberlo y la inquietud me hizo abrir los ojos. Serían las tres de la mañana.

jueves, febrero 01, 2024

Dilema

Profundizar en el detalle o intentar una irreflexiva pincelada general. 
He allí la cuestión que se presenta con la edad.

jueves, enero 25, 2024

Su Majestad Carlos III acude al urólogo

Sabido es que los hombres deben visitar al urólogo cuando se han hecho mayorcitos; esto vale para reyes, bomberos, empresarios, apostadores de casinos, hombres buenos, trabajadores a honorarios, empleados municipales e inquilinos. La mayoría le saca la vuelta a tal responsabilidad; algunos, no pocos, exhiben rasgos de presunta hipocondría visitanto al especialista dos y hasta tres veces en el año. Precisamente por estos días el cable nos trae la noticia de que Su Majestad el Rey Carlos III del Reino Unido ha ido a dar al despacho de su urólogo de cabecera, ignórase si por primera, segunda o cuarta vez. Tampoco se ha dado a la publicidad el nombre y el domicilio profesional del galeno que lo atendió, aunque es de suponer que se trata de un urólogo londinense de fama mundial quien, sometido a una cláusula leonina que lo puso entre la espada y la pared, ha de haber firmado un juramento que le impide revelar cualquier atisbo de relación con su mayestático cliente.
No vamos a caer en la bajeza de recordar el chiste del paciente que sucumbe a cada uno de los requerimientos, mejor dicho extrañas sugerencias de su doctor al momento del examen, paciente al que finalmente se le enciende una débil luz en su mente sugestionada y con todo respeto le solicita humildemente a su médico "si pudiera cerrar la puerta de su despacho doctor para que la gente que pase y mire no vaya a creer que me está culiando". Chistes como esos no contribuyen al bien ganado prestigio de tan loable profesión, de modo que no caeremos en el mal gusto de contarlos.
Puedo dar fe, eso sí, merced al trabajo investigativo de ciertos contactos de los que dispongo, de algunos detalles de la visita que el Rey Carlos III le hizo a su urólogo de fama mundial. 
Una vez descartado el ingreso por la ventana, por razones obvias, Su Majestad hizo ingreso a la oficina del doctor por la puerta, como todo el mundo, aunque con dos importantes salvedades. La primera fue que además del Rey el doctor no recibió a paciente alguno esa tarde, porque la visita fue en la tarde, no en la mañana. La segunda fue que acudió de incógnito, para lo cual sus ayudantes de cámara le acomodaron en su rostro una barba con bigotes, además de unos anteojos de voluminoso marco. Una vez adentro, y con la puerta cerrada, el diálogo habría sido el siguiente.
Buenas tardes Su Majestad, tome asiento.
Gracias doctor.
¿Trajo los exámenes?
Aquí están.
(El médico va leyendo los papeles sobre su escritorio con leves interjecciones como mmm... ah... mm... ¡hummm!... ¡oh!... mmm, hasta que los vuelve a meter al sobre y dictamina).
Colesterol pasadito, glicemia dentro del rango... un poquitito alto el antígeno... tenga la bondad de pasar a la camilla por favor.
(El Rey mira de reojo los dedos del doctor mientras se levanta y se sienta en la camilla. Esa mirada le permite conjeturar a quien habla que se trataría de la primera visita a este médico, aunque también podría deberse a un gesto reflejo).    
Bájese los pantaloncitos y los calzoncillos y ponga las rodillas en el pecho, afirmándose las piernas con las manos.
¿Y la capa y la corona, doctor?
Dejéselas puestas, Su Majestad. No influyen.
¿Duele?
¡Para nada!
¿Y esa cremita doctor?
Tranquilito... tranquilito...
¡Ay!
Ya está. Vístase no más.
¿Me puedo sentar?
¡Claro que sí, Su Majestad, faltaba más, no fue nada del otro mundo!... Otro gallo cantaría si tuviera almorranas, je je... disculpe el alcance... pequeñas licencias de la profesión.
¿Qué hacemos ahora doctor?
¿Hacer respecto a qué, Rey Carlos III?
A lo que viene ahora.
Ah, ¿quiere que le sea franco?
No doctor, quiero que me mienta.
Bien. Entonces le cuento que tiene la próstata de un bebé. 
¡Esa mentira no me gusta, porque me permite extraer conclusiones preocupantes!
Entonces mejor le digo la verdad, Su Majestad Rey Carlos III.
Bueno.
Tiene la próstata de un bebé.
¡Ah, qué alivio, doctor!
La próstata del porte de un bebé de unos cuatro kilos y medio. Disculpe Su Majestad, se lo tenía que decir. Dura lex sed lex.
¡Shit!, por eso me cuesta tanto mear.
Así es Su Majestad. Bien grandecita la tiene.
¿Y qué podemos hacer ante este cuadro? ¿Qué le diré a mi pueblo?
Por de pronto se va a tomar estas pastillitas antes de evaluar una posible intervención quirúrgica. Pero no se preocupe, ahora no es como antes. En media hora estamos listos. Ambulatorio. Hay que tener cuidado eso sí de no pasar a llevar el nervio del pico.
¿El nervio de qué, doctor?
La nervadura que induce la erección del miembro viril. Uso un término vulgar para que no queden dudas, Su Majestad. Disculpe la pregunta, pero, ¿aún mantiene usted relaciones sexuales cuerpo a cuerpo? 
Asiduamente, doctor.
Bueno saberlo. Tendremos sumo cuidado entonces con el nerviecito. Y ahora puede irse tranquilo a casita. Vuelva en quince días y ahí tomamos la crucial determinación.
¿Cuánto le debo doctor?
Cómo se le ocurre que le voy a cobrar a un Rey, Su Majestad. Aunque...
¿Sí? Diga, doctor.
Si pudiera meterme en la lista de los candidatos a caballero de este trimestre...
¡Yo lo nombro caballero mañana mismo, si me salva el nerviecito!

sábado, enero 06, 2024

A merced de los rateros

Mientras me hablaba con esa confianza de las mujeres que apoyan la cabeza en el respaldo del sofá y cruzan un brazo bajo el cuello, yo sentía que se me acercaba demasiado. Éramos buenos amigos, es verdad, y ella se las ingeniaba para embriagar con su pelo corto y ondulado y sus labios gruesos y sus ojos grandes, almendrados, pero la amistad conlleva ciertos límites tácitos. Sin embargo, ella se aprestaba a traspasar el umbral, lo noté en sus ojos que miraban decididos, y en su sonrisa. Y tal como lo preví segundos antes, se me puso frente a frente y me estampó un beso en la boca.  
Su casa era un laberinto de piezas, dispuestas como los vagones de los coches dormitorio. Para transitar de pieza en pieza había que caminar por pasillos laterales. Estos pasillos eran de color crema y no eran angostos, como los de los trenes, pero sí interminables, lo que daba una idea lejana de la gran superficie de la casa. Fue entonces, cuando estábamos por llegar a la habitación principal, la pieza del pecado, por usar la metáfora más acertada, que tomé la decisión.
Ese beso no me llevaba a ninguna parte; ella se había equivocado y yo no sería el manso corderito debilucho que cedería a sus deseos encendiendo los míos. Había pasado mi cuarto de hora.
Serían las dos y media de la mañana cuando abandoné su casa. ¡Diablos!, no me había dado cuenta de que quedaba tan lejos, tan a trasmano. La esquina era una pasta grisácea, se asemejaba a un óleo oscuro y difuso, parecido al de los pintores que ansían lograr la fama con pinceladas bravías. Era mucha la gente que esperaba locomoción, y las micros pasaban llenas bajo la luz mortecina del poste de alumbrado público. Estaba en problemas, ninguna de ellas me servía; opté por tomar cualquiera que al menos me dejara a unos kilómetros de mi casa, pero eso tampoco resultaba fácil. Del atado de billetes que portaba en el bolsillo del pantalón intenté sacar uno para pagar el pasaje, pero en la maniobra el billete se enredó con otros y no hubo forma de esconder el fajo en el bolsillo, para que no se viera. Ahora sí que estaba a merced de los rateros. Debía de haber muchos de ellos confundidos con la multitud. De modo que buscaba en vano la micro que me sirviera mientras oteaba en todas direcciones, tratando de adivinar de dónde vendría el ataque.
El ataque llegó de improviso, de manos de un hombre maduro que abrió la puerta de otra casa, salió a la calle y me agarró por detrás, de la cintura. Traté de agacharme; comparamos fuerzas y hasta donde tengo entendido no pudo salirse con la suya.

miércoles, diciembre 13, 2023

Salvado de la cripta

Con el fin de despejar probables reticencias, aclaro que mi participación en esta historia es la de un mero testigo de los hechos que pasaré a narrar. Más de alguien rebatirá que mi presencia fortuita en el lugar coincide con la de un viejo conocido de mis lectores y con el descubrimiento de aspectos insólitos de la vida eterna de su paciente, un hombre de un raciocinio excéntrico, manejado con ingenuidad e ironía, como ya se verá. Solo por esa enmascarada forma de majadería les podría conceder la razón.  
Debido a un inusual fenómeno climático, ese fin de semana de noviembre llovía a cántaros. A mi pesar me vi obligado a buscar refugio en un centro comercial de cierto renombre; adentro la gente se desplazaba de un pasillo a otro, supuse que en una cantidad mayor que la habitual, por la cercanía de las fiestas de fin de año. La atmósfera de regocijo, ansiedad y monotonía que reinaba en el ambiente no me produjo placer, más bien acentuó mi desgana. 
Deambulaba sin rumbo fijo, esperando que cesara la lluvia. Sin consentimiento de mi parte, los ojos se me iban a los artículos ofrecidos a la venta en las vitrinas, detalle que no vale la pena analizar. De pronto percibí una leve agitación entre la gente, que se fue haciendo indiscutible a medida que mis pasos se dirigían en el sentido que ahora tomaban los curiosos. El hecho se había producido hacía apenas unos segundos, de modo que alrededor del lesionado no había guardias ni barreras; aun así en torno a su cuerpo ya se había formado una especie de círculo humano que lo rodeaba y paradójicamente lo protegía de ese mismo círculo. Entre las frases rumorosas que logré descifrar se fueron despejando algunas dudas: el hombre se había arrojado desde el quinto piso hacia el hall central del edificio y yacía inmóvil en el suelo, con toda seguridad muerto. Fue entonces cuando de la pequeña multitud surgió Carlos J. Veloso, quien caminó resueltamente, se retiró la gorra de tweed que le cubría su peinado de parrón y se arrodilló ante él, haciéndole el quite al charco de sangre que se iba formando en torno al cuerpo e inclinando la cabeza hasta pegar su oreja izquierda a una de sus sienes, mientras presionaba una suerte de estetoscopio sobre el corazón del desgraciado. La gente pensaría que se trataba de un médico, pues nadie intentó separarlo del cadáver, mas conociéndolo como lo conocía, intuí el verdadero sentido de su extraño rito, sin sospechar cuán lejos me hallaba de acceder a la verdad. Habrá permanecido en dicha posición unos cuatro a cinco minutos. Una vez que llegaron los guardias, la policía y las ambulancias, se levantó y se retiró, evitando preguntas, sin formular comentario alguno. El oficio reporteril de 42 años que ando trayendo a cuestas me obligó a seguirlo. Antes de que abandonara el centro comercial lo detuve en seco, tomándolo del brazo. Si no materializaba ese atrevimiento se me escabulliría, como otras veces lo había hecho.
-Don Carlos... ¿no me recuerda?
Con el mismo aire agobiado de antes, aunque las bolsas en los ojos se le habían acentuado y su barriga delataba algunos kilos de más, se dio vuelta, me miró con cansada indiferencia y balbució:
-Sí... me suena...
-¿No es usted Carlos J. Veloso, el distribuidor de almas?... ¿No me recuerda?
-Si me disculpa... -intentó deshacerse de mí con un movimiento suave, que delataba el paso de los años. Su objetivo no podía ser otro que perderse nuevamente en la ciudad. Al no conseguirlo vislumbré por primera vez un asomo de victoria de mi parte y lo invité a un café; eso sí, dentro del recinto. Aceptó a regañadientes, adivinando que por esta vez no se me podría escapar.
Me desagrada presentar de nuevo a los personajes de mis crónicas, porque dicha acción acusa o carencia de lectores o la vaga impresión que ha dejado su historia tras ser leída. Fuere por la causa que fuere debo recordarles que Carlos J. Veloso ocupa su vida trasladando... cambiando de sitio... por usar giros inteligibles, las almas conservadoras de los cuerpos que han dejado la tierra, en un intento por guardar las ancestrales tradiciones culturales del ser humano, tentativa que a cualquier persona medianamente normal se le antojaría descabellada. Obedeciendo órdenes de un superior, que en mi relato resultó ser una superiora, procede a insertar aquellas almas que aprueban el examen en cuerpos que van naciendo; todo esto no constituye novedad, pues ya se dijo y se publicó. Cuando lo conocí ocupaba un pequeño local de dos pisos en una galería venida a menos en el centro de Santiago. Luego lo perdí de vista; mis intentos de volver a dar con el local resultaron infructuosos y pasé a interesarme en otros personajes. La casualidad quiso que me lo topara donde nunca pude imaginar; en las antípodas de su trajín existencial.
-El pobre hombre ha tenido una muerte espantosa... lo noté en los rasguños... el tono de su voz... Su alma... no está disponible todavía... quizás cuándo... mejor no hacerse ilusiones...
Me llamó la atención su comentario, como hecho para sí mismo, porque a primera vista (primera y última que le dediqué al cadáver) no advertí rasguños en sus restos ni movimiento alguno de sus labios.
-¿Cambió su estilo de trabajo? -me atreví a preguntarle, recordando el alto de carpetas que se le amontonaban en el local y donde se suponía que llevaba el registro de las correspondientes distribuciones. Esbozó una ligera sonrisa, la sonrisa de un perdedor, que dejó ver sus dientes amarillentos, entre los que destacaba el hueco provocado por la ausencia de una pieza incisiva inferior.
-Eran otros tiempos... hay que irse modernizando... (me enseñó un extremo del cablecito) y ahora... ¿tendría la amabilidad de dejarme en paz, por favor?... me están apurando, hay mucho que hacer...
-Espere, don Carlos. No lo molestaré más; solo tengo un par de dudas. Es que lo vi agacharse ante el cadáver. ¿Lo conocía? ¿Escuchó sus últimas palabras? ¿Le dijo algo? 
El café perdía su fragancia, él ni siquiera tocaba la taza.
-Me dijo que se llamaba Juan Carlos Martínez... pero... debo procesar... entregar mi informe... no se imagina cuán caros pago mis atrasos... Su Majestad es... ¡la conociera!... juntémonos mañana en la Capilla de las Ánimas y le cuento lo que querrá saber... a las doce voy a estar allí... Espéreme a la salida...
Lo vi alejarse con la desazón con que se observa a la presa que se le escapa a uno de las manos; pero un hilo de razón me devolvió el optimismo. Las grandes historias no se capturan a la primera; a veces llegan de manera impensada luego de un tiempo, a veces se pierden para siempre; la única premisa es que hay que tenerles paciencia.
Acudí al día siguiente a la iglesia de la calle Teatinos, con pocas esperanzas. Comprobé entonces que Carlos J. Veloso era un hombre de palabra; o al menos, de media palabra. Serían las doce y cuarto cuando se abrió la puerta; de adentro salió una mujer con una escoba y una pala de plástico. Era sin ninguna duda la misma figura que me había pedido "una chela" y que mangoneaba a Veloso dentro de la capilla aquella vez que me perdí en sus laberintos. Qué curioso, los años no se le habían venido encima, como a nosotros, aunque seguía siendo una "vieja", término que utilizo sin ánimo peyorativo y solo para dar una idea de su apariencia. 
Me miró de lejos; pareció reconocerme.
-¡Eh, míster!, ¿vino a ver a Veloso?
-Sí...
-Le dejó este paquetito. Son tres mil -me entregó un sobre y estiró la mano. Abrí la billetera, un tanto perplejo.
-¿Tiene cambio de cinco?
-Dejémoslo en cinco, míster. Y ahora se me retira por favor, que me está espantando la clientela.
El sobre contenía un casete y un informe escrito a máquina precedido de una hoja manuscrita. Tras darle un vistazo a esta última comprobé que el documento a máquina correspondía a la transcripción del momento en que Veloso permaneció arrodillado frente al cadáver en el centro comercial, esos cuatro a cinco minutos en que ambos estuvieron conectados en el piso a través de un misterioso cablecito. Para mi natural curiosidad, esto equivalía a comprar en cinco mil pesos el boleto del gordo de la lotería. 
Desde luego, no hay una sola prueba a favor de una hipótesis como esta. Tampoco los hechos narrados guardan relación con el tiempo transcurrido; hasta donde sabemos, es imposible describir con veraz minuciosidad una experiencia futura, dar un salto en el tiempo. A toda vista debía tratarse de un embuste, aunque mi natural ingenuidad me llevó a pensar que Veloso pudo habérselas dado de medium del suicida, grabando su testimonio en la mente para traspasarlo luego a la cinta, ignoro cómo (esto explicaría el cambio del sistema de carpetas por el método más moderno que sugirió en la breve conversación).
Han pasado semanas, he leído el informe un sinfín de veces y he concluido que la historia es impublicable. Se le han sumado algunas situaciones que están dentro de lo normal en un procedimiento policial. Uno de los parientes del occiso, por ejemplo, le solicitó al juez que ordenara una autopsia del cadáver, en la esperanza de que esta demostrara que se estaba ante un accidente, no un suicidio. Así accedería al suculento seguro de vida que la compañía les había negado. El juez reparó con sorpresa que el cuerpo de Martínez no había sido sometido a la autopsia de rigor y aceptó la petición. Así quedó al descubierto un hecho que le daba sentido, dentro del absurdo, al primer comentario que Veloso me hizo en el café. Pero lo anterior no pasa de ser una necia conjetura; el fallo del juez, en todo caso, no sufrió cambios. La mayoría de las veces personajes de esta laya hacen perder el tiempo; esta ha sido una de ellas. De modo que si archivo el documento en mi diario personal es solo para sacarme la espina y pasar a otro tema. 
La hoja manuscrita de Veloso dice así:

Estimado señor Lamordes
En el documento que sigue van las últimas palabras que me dijo el muerto. Me costó harto traspasarlas al papel, puede decirse que pasé toda la noche traduciendo el casete. Luego de leer usted entenderá por qué. Y espero que haga buen uso del documento y no abuse de la confianza que he depositado en su persona. 
Sin otro particular se despide atte. de Ud.
Carlos J. Veloso S.S.S.
Distribuidor de Almas

Del escrito me permití corregir las faltas de redacción y ortografía, en pos de la decencia del lenguaje. No hay más recortes ni modificaciones. He aquí su contenido.

DIÁLOGO CON EL MUERTO

Dígame cómo se llama. 
Juan Carlos Martínez. Quién es usted.
Me llamo Carlos J. Veloso. Estoy con usted en el Costanera Center. Le voy a conectar un cablecito. Cuénteme lo que siente.
Me había hecho siempre la idea de que la muerte era algo sencillo, que era cosa de respirar una última vez y después no respirar; caer al vacío y luego la muerte, señor Veloso. Y eso hice; me vine al Costanera Center, subí al quinto piso y me lancé. Estaba ansioso, desencantado de todo, los acreedores me acosaban.
¿Siente dolor?
No siento dolor. Recuerdo un chispazo de sonido, algo extraordinario. Cómo uno puede retener en la memoria una milésima, cómo no es posible prolongar dicho recuerdo, porque el cerebro choca con una muralla infranqueable. Me tiré y se me acabo la vida, se entiende. Pero nunca la felicidad puede ser completa: no contaba con la claustrofobia, ni menos con la escandalosa ineficiencia del honorable cuerpo médico, que ahora se da el lujo de entregar cuerpos a los buitres sin siquiera revisarlos. ¡Yo no había muerto y a nadie le importaba!
¿Sigue vivo?
Desperté en la oscuridad más absoluta y no tardé en darme cuenta de que un cajón rectangular, forrado de aluminio, y felpa me rodeaba por los cuatro costados. 
Eso no es posible.
¿Dónde estaba? ¿En la morgue? Lo descarté. Si mi cuerpo estaba en la morgue, eso quería decir que se hallaba a la espera de ser recogido por familiares. En tal caso sería sólo una suma de vendas y trapos y rellenos sin capacidad de pensamiento. Si lo que me rodeaba no era el cajón de madera, como pensé en un primer momento, sino el nicho en que los cuerpos son mantenidos a baja temperatura hasta que los estudiantes de medicina llegan por la mañana, al abrir los ojos yo hubiese visto algo de luz, aunque fuese un destello. Habría sentido frío. Y habría captado el olor de la formalina. No, no estaba en la morgue. ¿Me velaban con el vidrio del cajón tapado para que no se viera mi rostro convertido en papilla? Luego de un par de minutos también descarté esta posibilidad. No había olor a flores ni murmullos del rosario, aunque cabía la opción de que el olor de las flores no se filtrara por los resquicios del cajón sellado y de que la iglesia estuviese cerrada y mis deudos, durmiendo en sus casas. Esto era fácil de comprobar. Estiré mis huesos violentamente y el cajón ni se movió: era indudable que éste se encontraba sobre una superficie sólida, no sobre cuatro patas rodeadas de hambrientas velas. ¿Estaba dentro de la tumba? Esta posibilidad era más que razonable y terminé por aceptarla, ya que no había argumentos realmente sólidos que se interpusieran en su camino. Contrariamente a lo que se pudiese desprender de dicha situación, la imagen de mi cuerpo en una cripta me dio seguridad. Ahora que conocía el problema estaba en condiciones de proceder a buscar su solución.
Su cuerpo todavía está en el Costanera Center.
Usted se burla y seguirá burlándose de mi raciocinio, señor Veloso. Lo primero en que me puse a divagar fue en si mi cuerpo estaría depositado en el mausoleo de la Unión de Reporteros Gráficos, ya que yo era fotógrafo profesional, ¡qué digo, lo sigo siendo!, no es momento para pesimismos. Quiero redondear la idea: es bien sabido que si un colega entra en posición horizontal al mausoleo de la Unión, no pasan tres años para que sea desalojado con viento fresco, ya que a los socios se los hace firmar en vida, lógicamente, en vida, una cláusula que estipula que ese descanso será solamente temporal, no eterno, de modo que... a qué seguir, aunque la situación da para denunciar esta injusticia, la más grande de todas, pues impide al socio asumir su propia defensa cuando llega el momento y deja su suerte echada en otras manos. 
Vayamos a lo importante, por favor. No dispongo de más de cinco minutos...
Recordé con alivio que alguna vez había firmado en la oficina un seguro de vida que, entre muchos beneficios, se hacía cargo de mis funerales y hasta me asignaba una tumba en el cementerio. Ahora me recriminaba por no haber retenido en la memoria el recuerdo completo de la ubicación de la tumba en el plano. Pero, ¿me servía de algo conocer el plano? ¿Mi deseo acaso no había sido morir? ¿No me había lanzado de la vida yo mismo? Era cosa, entonces, de sentarse a esperar, digo esperar acostado en el cajón y listo, en unos minutos se va el oxígeno. Irrumpió entonces de la nada mi vieja fobia, la claustrofobia; si hay algo que aún no puedo soportar es el encierro. De lo que se desprende que no fue el súbito amor a la vida lo que me llevó a salir del sepulcro, sino el miedo a morir enterrado vivo dentro de un cajón, como me había contado mi abuelita de un caso parecido en la población, cuando era niño. Así que primero debía salvarme. Ya llegaría el momento de discurrir una nueva forma de quitarme la vida.
No le veo cara de que se vaya a salvar, así que le hago la pregunta cuanto antes. ¿En cuál de estas dos opciones se encasillaría su alma? ¿Conservadora o progresista?
Déjeme terminar, señor Veloso. Algo me acordaba de un arbolito y una calle. La flamante sepultura se ubicaba en una calle bien transitada del cementerio (las otras, dispuestas a los pies de discretos pasajes y añosos árboles, plenas de silencio y tranquilidad, eran harto más caras). Mi tumba debía de estar a unos cincuenta centímetros bajo la superficie y si la suerte me acompañaba, aún era posible que los sepultureros no hubiesen completado su trabajo. Me costó llevarme las muñecas a la vista y ver la hora y el día en mi reloj digital. Eran las tres de la tarde del día XX; o sea, dos días después de ‘‘mi muerte’’. 
Pero si no han pasado ni diez minutos...
¡Había despertado a buena hora! ¡Tenía esperanzas! La cripta, la fosa o lo que fuera tendría que estar abierta. Con suerte, mis deudos aún estarían un poco más arriba, echando lagrimones, coronas de flores y paladas. Descubrí que con toda seguridad lo que me había despertado había sido el brusco choque del cajón contra la base del nicho reluciente (¿o de la tierra pelada? ¿Dónde estaba, a fin de cuentas? ¿En un depósito rectangular de un edificio de cemento? ¿Bajo la tierra? ¿Bajo un lindo prado que ocultaba laberintos internos de concreto construidos por el hombre, cual prehistórico gusano?). Aspiré el aire que quedaba dentro de ese espacio de la verdad y grité con todas mis fuerzas, mientras me rasguñaba la cara: ¡Abran el cajón! ¡Abran el cajón! ¡Estoy vivo! ¡Abran el cajón!
Pero si aún se halla usted en el centro comercial.
No me interrumpa, señor Veloso. Le digo que el aire se acababa y me moría, ahora sí que me moría de verdad y en la peor de las circunstancias, encerrado en un cajón, vislumbrando la posibilidad de vivir varios años más, de caminar por las calles de Santiago aunque fuese como pobre mendigo pero al fin y al cabo haciendo sonar los tacos contra la calzada y percibiendo ese ruido seco tan agradable, sobre todo cuando uno va por un callejón y el muro del frente envía un eco: tac tac... tac tac... tac tac... caminar con hambre o caminar con frío, pero caminar, moverse, desplazarse, abrir los brazos a la lluvia mientras los demás pasan presurosos o se guarecen en improvisados aleros, todos vivos, todos rumiando su destino de mala suerte pero vivos, vivos... Entonces escuché murmullos y un rumor creciente que me hizo recordar el momento en que los mozos aparecen con las bandejas de canapés luego del lanzamiento de una novela. ¿Sería posible? Las voces se convirtieron en gritos y algo como un chuzo comenzó a destruir el cajón por fuera. ¡Estaba salvado! Ni siquiera había tenido tiempo de angustiarme tanto; sentí un arrepentimiento divino por la decisión que había llevado a cabo, sentí el temor a Dios y la ira de Dios y nació en mí la ilusión... Una mano blanca me acarició la frente y me limpió el sudor nauseabundo que bañaba mi rostro ensangrentado. Los golpes salvajes del chuzo sonaban cada vez más cerca y las voces ya se me hacían casi familiares. Reconocía, por ejemplo, la del colega Aladino Barrera vociferando ‘‘más fuerte, más fuerte’’ o la de Valdemar Carrasco, gritando ¡putamadre! mientras abría el cajón con sus manos de fierro. Y yo, acostado, como si el trabajo tuvieran que hacerlo otros por mí, sin mover un dedo, me limitaba a exclamar ‘‘¡un poco más, que ya no puedo respirar!’’
¿Lo pudieron sacar?
Mientras esperaba ver de nuevo la luz me sentí repentinamente decaído: ¿saldría de nuevo a lo  mismo, a cumplir mi destino bajo las ruedas del Metro, o era el momento de iniciar una nueva vida, admitiendo honestamente mis debilidades para construir desde ahí? La esperanza me asaltó, junto con los primeros haces de luz y el ruido creciente de la multitud que corría a salvarme de las garras de la parca. La vida... -agradecí- la vida...
Entonces lo sacaron.
Me sacaron de un tirón. Al abandonar la caja sentí que mi cuerpo iniciaba su descanso temporal, con vencimiento al tercer año, en uno de los nichos del Mausoleo de la Unión de Reporteros Gráficos. ¡Pero cómo, pensé! ¿Y el seguro? ¿Qué pasó con el seguro? Inferí que como me había suicidado, la letra chica anulaba el contrato -en lo que se refiere a su cumplimiento, no a su pago- por ese sólo hecho. A continuación vino la sorpresa grande: salido del cajón no me recibieron ni Aladino Barrera ni Valdemar Carrasco ni el presidente de la Unión. En vez de pisar los senderos del cementerio, mis pies y mi cuerpo se alejaban de él y del Mausoleo, como si lo traspasaran, bajo un sol intenso y un calor otoñal. Una forma inefable me abrió a esta nueva fase y me incorporé. De esa forma nunca vista fluyeron otras miles, cientos de miles, iguales a ella, como un abanico de vapor. Toda la realidad que me rodeaba era una especie de movimiento fotográfico sucesivo. Nada era único, todo estaba repetido. Nada era igual, todo era diferente.
¿Dónde era eso?
Déjeme terminar, señor Veloso. ¿Qué pasa? ¿Dónde están todos? ¿Dónde me llevan?, quise gritar, pero no me salió la voz. Miré mis pies y no vi nada. Miré mis manos y no vi nada. Así que no estoy vivo, así que no me salvé, y ahora no me queda otra que resignarme a esta extraña suerte de principiante, sin ánimo de discutir ni menos de presentar contienda. Pero estoy tranquilo; los nervios han quedado atrás. Bajé del nicho y me interné con mi maravilloso cicerone dentro del Valle del Tiempo y del Espacio Universal. ¡Vaya nombrecito!, ‘‘Valle del Tiempo y del Espacio Universal’’; delata una curiosa falla gramatical, pues lo correcto debió ser "Valle Universal del Tiempo y del Espacio" o en su defecto "Valle del Tiempo y del Espacio Universales", a menos que aquí solo el espacio fuese universal, no el tiempo. Pero quién soy yo, así está escrito en el portal de fierro oxidado, aunque ahora que lo pienso mejor, podría tratarse no de un nombre, sino de una marca. Es diferente que el reino de los muertos se llame ‘‘Valle del Tiempo y del Espacio Universal’’ a que exista una marca registrada con ese nombre. Lo primero revelaría una suerte de dominio monopólico en el cual se incluirían las tres categorías clásicas, Cielo, Infierno y Purgatorio; lo segundo, en cambio, hablaría de una forma de reino de los muertos, que implicaría necesariamente la existencia de otras formas, desconocidas para mí. A este espíritu, entonces, le habría tocado -ignoro la razón- esta eternidad de rompecabezas cuyas piezas se repiten hasta el infinito.  
Diga lo que siente.
Traspasé el umbral y ahora que estoy aquí soy testigo de lo que miles de sabios ni siquiera han vislumbrado. Todo es tan sencillo; hay un solo espacio para varios tiempos y no existe el pasado ni el futuro, sólo el presente. El espacio está más allá del Universo y las almas son fuentes inmateriales que se desplazan sin generar campo gravitacional ni energía magnética. El término ‘‘desplazar’’ aquí sólo se usa como símil, ya que el movimiento no existe, así como tampoco el pensamiento. Cada acto es universal en sí mismo y la suma de ellos no es más que la suma de tiempos diferentes en un solo espacio. De tal modo, cada cosa está dividida para siempre y yo soy la repetición infinita de mi acto, mientras lo anterior o posterior también es el presente. Por eso el movimiento es nada más que sucesión de muertes eternas y da la sensación de un abanico de vapor que fluye a cada lado de la imagen. No es que las cosas vayan muriendo cuando nacen. Eso no tiene sentido porque aquí no hay vida, sólo muerte. Cada ser ve las demás realidades que lo repiten. Ve también los actos de otros seres. Por decirlo en lenguaje humano, se ve a sí mismo durante todo el Universo y al presente y futuro de los demás en el mismo espacio. Un grito de angustia no tiene principio ni fin, es eso y nada más. La luz no se mueve. Entonces, no es que yo vea lo que describo, sino que lo ‘‘vivo’’, mi ser está impregnado de eso, que no sé cómo llamar... sensaciones... recuerdos... unión con otros seres y las cosas... Pero yo, a su vez, como ya dije, estoy dividido en cada acto y no tengo esencia. Yo soy, por ejemplo, una mirada de horror, o una boca abierta. O un hilo de saliva. Y de ese simple riachuelo que corre desde la comisura de los labios, soy, separadamente, cada una de sus infinitas partes. La decisión y la voluntad no existen, ello supondría darle valor al tiempo. Lo que ocurre pertenece a otro ser y después a otro y a otro. No hay relación en la idea, ni siquiera hay idea. Mezclada en esta paleta de nada siento el roce de una bolita de felicidad que se repite y se ensancha en su propio abanico de vapor, pero es imposible aislarla, es imposible ser solamente la felicidad; en el Valle del Tiempo y el Espacio Universal la facultad de elegir  no está al alcance de las almas. Eso es, aquí, la eternidad, señor Veloso.
Vamos a tener que dejar la conversación hasta aquí. La gente ya está entrando en sospechas...

Así acaba el documento.
Tiempo después las noticias dieron a conocer "el horrendo caso del fotógrafo Martínez": practicada la autopsia solicitada por familiares, el rostro del occiso reveló profundos rasguños causados por las uñas de sus manos, prueba de que había sido enterrado vivo. Se iniciaron los sumarios correspondientes, pero la dificultad para acceder a ellos y el paso del tiempo los relegó al olvido. Se presume que aún se hallan en la primera y larga etapa de investigación; hasta ahora no se sabe de sanciones. Huelga comentar, además, que uno de los lados del casete que me hizo llegar Veloso está vacío y que la reproducción del otro lado, de donde el distribuidor de almas habría sacado los datos que copia en el documento escrito a máquina, deja a los oídos un encadenamiento de ruidos caóticos e indescifrables, que recuerdan remotamente la sensación de oír un disco al revés.